Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

30 de decembro de 2006

Del gusto popular por el paisaje

«A principios del siglo XIX se reconoció que estaba cambiando la posición de la pintura del paisaje. (...) Una escena apacible, con agua en primer término reflejando un cielo luminoso y realzada por unos árboles oscuros, era algo que todos estaban de acuerdo en encontrar hermoso, lo mismo que, en época anteriores, habían estado de acuerdo acerca de un atleta desnudo o acerca de una santa con los brazos cruzados sobre el pecho. En cuanto a un extenso panorama, se ha operado un gran cambio desde que Petrarca subió al monte Ventoux y, a excepción del amor, posiblemente no hay nada capaz de unir a gente de toda clase tanto como el placer de una buena vista.

Es generalmente cierto que todos los cambios o ampliaciones del gusto popular tienen su origen en la visión de un gran artista o grupo de artistas, que es aceptada a veces rápidamente, a veces gradualmente, y siempre inconscientemente, por el espectador profano. El gusto popular por el paisaje surgió por causas complejas, y se impuso a causa de los esfuerzos de numerosos pintores de segunda categoría. Puramente como imágenes populares, las pinturas de Calcott, Collins, Pickersgill y otras mediocridades son durante mucho tiempo tan importantes como las de Constable. En contraste con la afirmación de Gainsborough de que no valía la pena pintar un solo paisaje fuera de Italia, Constable dijo que su arte podía encontrarse debajo de cualquier seto. (...
)»

Kenneth Clark, El arte del paisaje









Imagen: John Constable, El carro de heno

27 de decembro de 2006

Renuncias

Sabemos que llegará el día en que toque renunciar a todo. A todo, por valioso que sea. Pero esperamos que ese día llegue sin que nos demos cuenta. Tan rápido, que no tengamos un solo segundo para dolernos de nuestra renuncia. La vida feliz es aquélla en que nos afanamos por hacer acopio de cosas nuevas, aquélla en que descubrimos cuán grande es el mundo, y cuánto nos queda por conquistar. Pero llega el día en que la tierra cede bajo nuestros pies y los sueños se derrumban. Por inercia, hacemos renuncias definitivas, nos resignamos a irreparables ausencias; asumimos pérdidas que durarán eternamente y arrastramos anhelos que ya jamás, ni en esta vida ni en la otra, serán satisfechos.

Imagen: Goya, Perro semihundido

23 de decembro de 2006

El silencio

Hay momentos en que el mundo se queda en silencio. En que lo hechos resultan tan aplastantes que cualquier palabra queda ahogada como un grito bajo el agua. Por un instante, no hay espera que valga. Todo está dicho sobre nosotros, sobre lo que fue y será. Nos vemos allí, diminutos, en el medio del océano, en apacible deriva. La verdad, como un destello que nos desata de toda duda, atraviesa como un relámpago la mente. Y al punto se va, recuperamos el habla y todo vuelve a empezar.




Imagen: Monje capuchino a la orilla del mar, Caspar David Friedrich.

16 de decembro de 2006

Ícaro

No hay misión. No hay itinerario previsto. Sólo un enorme hueco oscuro por donde lanzarse dando palos de ciego. Sólo alardean de su proyecto quienes lo tienen al alcance de la mano. Son pura vanidad. El resto se mantiene en silencio en lo que dura la infernal caída. Abren los brazos en busca de un saliente milagroso que los salve; o por el contrario se encogen ingenuos, se hacen pequeños, para protegerse del fatídico impacto.



Imagen: Mazeppa, Horace Vernet.

8 de decembro de 2006

El cavernícola

Los pocos días que viví, pasé por el mundo como una sombra voladora. Los pasé en un bosque de noche perpetua, con unas gentes oscuras que se alimentaban de las estrellas y del fuego. Retoños de la tiniebla que habían encontrado el aire tras largo deambular por los caminos interminables del inframundo, un buen día, por gracia del dios Thal.

El escaso tiempo en que encontré aire para respirar, estuve de espaldas al sol y, allí, tendido en mi sombra sobre la tierra, vi que en verdad estaba vivo. Que Thal me contemplaba antes de recoger
me en su seno. Que podía conversar con Él en los abismos de las cavernas. Que un día el mundo había surgido de la nada por su voluntad bondadosa. Y que los hombres vivían eternamente, tenidos en consideración por espectros mágicos que moraban en los cuerpos celestes.


Imagen: Hylas y las ninfas, John Waterhouse (1896).

6 de decembro de 2006

Conciencias

conciencia. (Del lat. conscientĭa, y este calco del gr. συνείδησις). f. Propiedad del espíritu humano de reconocerse en sus atributos esenciales y en todas las modificaciones que en sí mismo experimenta. [...] || 4. Actividad mental a la que solo puede tener acceso el propio sujeto. || 5. Psicol. Acto psíquico por el que un sujeto se percibe a sí mismo en el mundo.

Muchas veces pienso que la naturaleza se ha equivocado con nosotros. Que el mismo beneficio nos hubiese sacado si no nos dotase de ese pesado lastre que llaman conciencia. Que lo mismo le valdríamos a sus enigmáticos fines si entre los seres vivos no existiesen yoes, es decir, si todos fuésemos terceros. ¿No es así como viven para muchos creyentes los animales y las plantas? Si fuésemos como ellos, podríamos ser los mismos, pero sin nosotros mismos.

Pero la conciencia es como muchas de las cosas que se venden en la actualidad: sin ella, no pasaría nada; pero desde que la tenemos, no sabemos renunciar a ella. Una vez nuestra, la conciencia es mucho más que estar vivo: es ser testigo de nosotros mismos. Y se convierte en nuestro bien más valioso desde que se la considera un bien exclusivo de los humanos, y se le llama alma, y se dice que es don de Dios.

Por desgracia, la conciencia se ha mostrado muchas veces como una consecuencia de la vida física, y no una causa. Y no como una entidad absoluta, sino como algo volátil, frágil y cambiante, intensa por momentos y lánguida en otros. Con un ardor distinto en cada persona y en cada segundo. La conciencia es un asunto relacionado con flujos eléctricos cerebrales, con un valor incluso medible con determinados aparatos usados en medicina, y por cuya variabilidad hay personas más difíciles de anestesiar que otras.

Por ello, si la naturaleza se ha equivocado, no ha sido sólo con nosotros, pues la conciencia parece una obligación natural. Creo que todo ser viviente necesita un cierto grado de conciencia, por ínfimo que sea. Sospecho que cualquier animal o planta se reconoce a sí mismo en alguna medida, en su dicha o en su miseria. Pero esto sólo puede significar que no somos los mejores; que no somos los hombres, y menos nosotros mismos, los predilectos de ningún dios. Y que habrá otros, seguro, que sepan mucho mejor que nosotros lo que es pertenecer al mundo.

Artículos relacionados: Conciencias (II)

5 de decembro de 2006

Puntos de vista (III)




“Impulsado únicamente por el deseo de contemplar un lugar célebre por su altitud, hoy he escalado el monte más alto de esta región, que no sin motivo llaman Ventoso. Hace muchos años que estaba en mi ánimo emprender esta ascensión; de hecho, por ese destino que gobierna la vida de los hombres, he vivido –como ya sabes– en este lugar desde mi infancia y ese monte, visible desde cualquier sitio, ha estado casi siempre ante mis ojos.

(…)
Lo prolongado del día, la suavidad del aire, la fortaleza de nuestra determinación, el vigor y la agilidad corporales y el resto de las circunstancias favorecían a los caminantes; sólo la naturaleza del lugar suponía un obstáculo. En una loma de la montaña nos topamos con un anciano pastor que trató de disuadirnos por todos los medios y con abundantes razones de que continuáramos el ascenso, relatándonos como cincuenta años antes, empujado del mismo ardor juvenil, había ascendido hasta la cumbre, sin que ello le reportara sino arrepentimiento y fatiga, el cuerpo y las ropas desgarrados por las rocas y los matorrales; tampoco sabía de nadie que antes o después de aquella vez hubiera osado hacer otro tanto.
(…)
Alterado por cierta insólita ligereza del aire y por el escenario sin límites, permanecí como privado de sentido. Miré en torno de mí: las nubes estaban bajo mis pies y ya me parecían menos increíbles el Atos y el Olimpo mientras observaba desde una montaña de menor fama lo que había leído y escuchado acerca de ellos. Después dirigí mi mirada hacia las regiones de Italia, a donde se inclina más mi ánimo; los Alpes mismos, helados y cubiertos de nieve, a través de los cuales aquel fiero enemigo del nombre de Roma pasó, resquebrajando la roca con vinagre, si hemos de creer la leyenda, parecían estar cerca de mí, cuando, sin embargo, distaban un gran trecho de donde yo me encontraba.
(…)
Mientras contemplaba estas cosas en detalle y me deleitaba en los aspectos terrenales un momento, para en el siguiente elevar, a ejemplo del cuerpo, mi espíritu a regiones superiores, se me ocurrió consultar el libro de las Confesiones de Agustín (…) En lo primero donde se detuvieron mis ojos estaba escrito: “Y fueron los hombres a admirar las cumbres de las montañas y el flujo enorme de los mares y los anchos cauces de los ríos y la inmensidad del océano y la órbita de las estrellas y olvidaron mirarse a sí mismos”. (…)”

[Francesco Petrarca, epístola que narra la subida al Monte Ventoso (1353), en Rerum familiarum libri, IV, 1.]

*Imagen: cumbre del monte al que se refiere el autor, conocido como Mont Ventoux, en el sur de Francia. Con casi 2.000 metros de altura, es una montaña aislada y árida, popular por ser paso ocasional del Tour de Francia.

25 de novembro de 2006

Puntos de vista (II)

Benidorm en positivo

[extracto del artículo de Juan Fernández Galiano publicado en el suplemento Babelia de El País del 3 de agosto de 2002]

Benidorm es una hamburguesa: el McDonald's del turismo, una admirable combinación de calidad y precio que el esnobismo ignorante contempla desdeñosamente, pero cuyo testarudo éxito debería suscitar más emulación que recelo. Benidorm es también la ciudad de España con más rascacielos, una colosal acumulación de torres que el viajero descubre, tras una curva de autopista entre cerros abrasados, como una alucinación de la fatiga o un espejismo del calor. Y Benidorm es sobre todo un extraordinario experimento social, una invención económica y publicitaria que en medio siglo ha construido una empresa urbana de excepcional eficacia en el uso del territorio y los recursos naturales.
(...)
Robert Venturi y Denise Scott Brown mostraron a los arquitectos el atractivo estrepitoso de Las Vegas; los 'nuevos urbanistas', liderados por Andrés Duany y Elizabeth Plater-Zyberk, extrajeron lecciones de la seducción ciudadana de Disneylandia; y Rem Koolhaas descubrió fascinado la energía violenta de la congestión en las nuevas ciudades de la costa pacífica de Asia. Pues bien, Benidorm amalgama los placeres vulgares de Las Vegas, la amabilidad peatonal de Disneylandia y la implacable eficacia de las urbes asiáticas en una síntesis mediterránea y valenciana que convence por igual a los británicos o a los holandeses, a los madrileños o a los vascos.
(...)
Cuando este periódico publicó en la portada del suplemento dominical una extraordinaria imagen aérea del centenar de torres que se aglomeran en la playa de Levante de Benidorm, inmediatamente las cartas de los lectores deploraron que fuese aquélla la imagen de España. Pero esta ciudad vulgar y vibrante es una colosal maquinaria para hacer circular el dinero y el placer, una versión vertical de la urbanidad mediterránea y un teatro titánico o trivial del ocio bacanal y banal de la Europa subalterna.

Ver artículo completo en El País

19 de novembro de 2006

Del paisaje: puntos de vista



Las cosas vividas, recordadas como algo entrañable y puro, invitan a la defensa de una supuesta esencia permanente como medida de protección contra el caos. He aquí un punto de partida para el pensamiento conservador que no es nuevo. Lo que es novedoso, es la nueva sensibilidad por el paisaje. Los recuerdos suelen ser para muchos el principal argumento a favor del paisaje. El instinto conservador del territorio nace por el temor de que nos toquen algo tan sagrado como nuestra memoria de lo que fuimos, quizá despersonalizándonos.

Y es que no corren buenos tiempos para quienes dejan su memoria al recaudo de un lugar concreto, de una montaña, de un acantilado, de un claro en un bosque o de una peña escondida. Los territorios, el suelo mismo, están cambiando a una velocidad de vértigo en muchos puntos del planeta. En España, se alían al crecimiento económico las taras de la legislación sobre el suelo, de la que se ha dicho que es la que más incentiva la especulación del conjunto de los países desarrollados. (a este respecto, véase artículo de Manuel Villoria)

Pero no debemos engañarnos: a lo largo de los siglos el paisaje ha cambiado. Lo ha hecho en muchos lugares y de forma muy drástica. Porque se trata de un organismo vivo que se liga y adapta a la actividad humana. Por ejemplo, desde la Edad Media los holandeses han estado cambiando su paisaje a gran escala a base de la creación de pólderes, consecuencia de la desecación de cientos de miles de hectáreas de marismas. O, por ejemplo, París y Londres conocieron mutaciones en el XIX que, en proporción, todavía no conoce ninguna ciudad española.

Quizá sea duro de encajar, pero nuestro venerable anciano suele ser más joven de lo que pensamos y ha estado sujeto a constantes mutaciones. Los eucaliptos, por ejemplo, han cambiado de forma determinante el paisaje gallego en muchas zonas en las últimas décadas, y sobra gente que critique su plantación. Sin embargo, yo soy más joven que los eucaliptos y los pinos que ahora inundan Galicia, y por ello me sensibilicé mucho menos a ese respecto.

Sabemos por sentido común que lo que hoy no es “autóctono” en nuestro paisaje, sí lo será dentro de uno o dos siglos, como ya lo son las terrazas de la Ribeira Sacra o ese curioso perfil que da a nuestros campos el minifundio. Las generaciones, en general, consiguen asimilar lo que no asimilaron sus padres, por duros y vertiginosos que sean estos cambios.
Y no podemos asegurar que dentro de dos mil años Marina d’Or no sea una zona arqueológica de máximo interés.

Pero lo que tengo claro es que no es desproporcionado ni fascista defender una autoctonía o un espacio dado, cuando la única coartada para su desfiguración no se basa en el progreso ni en el bienestar general, sino en el único y privado interés de unos cuantos jerifaltes que no ven en el suelo otra cosa sino negocio.

*Fotografía: perfil de Benidorm.

11 de novembro de 2006

Ídolos (II)

“Igualdad” es una palabra que a todos nos suena, porque es un viejo mito de la Ilustración. Se refiere a que, de primeras, todos los hombres tienen la misma dignidad. No conozco a nadie, por muy mendrugo que sea, que se cague en la Igualdad. Es como la palabra “Miguel Ángel”: es un tipo arraigado en la cultura popular, y nadie le echa huevos a decir “vaya mierda de artista”, a pesar de que a muchos sólo les suene el nombre. Es uno de esos ídolos sacrosantos, impuesto por élites intelectuales, cuyo prestigio se mantiene por pura inercia.

La Igualdad es un ídolo que nos reconforta. Es una luz que rellena, pule y uniformiza la escabrosa superficie de la realidad. Gracias a ella, no son tan graves las pequeñas injusticias cotidianas, ni las que sufrimos, ni las que cometemos nosotros. Por ella, no es tan grave sufrir un arrebato de soberbia, burlarnos un ratito de algún negado o preferir, sencillamente, follarnos a la más guapa.

Funciona como en los programas de cotilleo que echan por la tele. Se surten de periodistas que apelan constantemente a los venerables valores de la profesión: la Verdad, las Pruebas, los Hechos. Estas vacas sagradas presiden siempre el discurso de forma más o menos manifiesta. Pero la realidad es que tales valores sólo son coartadas para legitimar un pasatiempo bastante más antiguo que el periodismo.

Por encima del placer que nos produce la violencia, de lo extravagante que resulta pensar demasiado, de David Bisbal, de Paris Hilton, de nuestra incapacidad de renunciar a aplastar al débil [que es poder, sexo y dinero], palabras grandes como Razón, Sensibilidad, Tolerancia, Verdad, Civismo, Respeto o Igualdad persisten como ídolo de las masas, y ni el más pintado les escupe.

Porque allá, en las alturas, parece reinar un fantasma que nos hace a todos igualmente respetables y dignos de las mismas satisfacciones. Es un fantasma que todavía legitima a Miguel Ángel, a los filósofos griegos y a las legiones de artistas incomprendidos. Ahora bien, en la práctica, es obligatorio reconocer que son todos bastante pelmazos.









Imagen: A la izquierda, la reservista Sabrina Harman, del ejército de los Estados Unidos, posando sobre el cadáver de un recluso de Abu-Ghraib. A la derecha, cartel propagandístico estadounidense que presenta a Rosie "la Remachadora", figura alegórica del compromiso femenino en la Segunda Guerra Mundial.

5 de novembro de 2006

Ídolos (I)

Sobre la realidad de la vida, cruda, implacable, gravitan ilustres ideologías cuya función es dignificar todo lo malo o defectuoso y absolverlo ante la eternidad. Así, parece que las religiones monoteístas hayan sido durante siglos una garantía de redención de los crímenes para quienes los cometían.

Siguiendo el mismo esquema, los códigos de la guerra, igual en el Japón feudal que en la Convención de Ginebra, están a la altura de los códigos de honor de cualquier grupo criminal, mafioso, o de adolescentes que se citan para darse una paliza. Son todos ellos altos referentes que, no se sabe cómo, eclipsan cualquier cosa que pase convirtiéndola en anécdota.

El resultado es que los altos ideales, en vez de servirnos de medida de lo que somos, acaban por suplantar nuestra identidad independientemente de lo que hagamos. Gracias a los altos ideales, nuestra alma no corre peligro. Si tenemos ideales, nada puede suceder que nos quite la garantía última de que en el mundo reina la justicia. Que mueran unos cuantos civiles en un bombardeo se debe a una situación extrema e inevitable. Una pequeña dosis de brutalidad es necesaria para que el mundo siga adelante…

4 de novembro de 2006

Creer en Dios

Cada vez que bebo alcohol, tengo la certeza de que no hay nada tras la muerte. Pues en esos instantes nada queda de mí. La conciencia, tan voluble, se deforma y se disipa, se convierte en la de otro. Al día siguiente, me intento recordar y no me encuentro. Sólo recuerdo a otro. Siento entonces miedo. Tanto miedo. Tanto, tantísimo miedo... Porque constato que no hay en nosotros nada permanente, no hay un sólo yo para nosotros mismos, un carácter estable, un ídolo donde resguardarse de la eternidad. Pero resisto. Resisto con una única esperanza: encontrar a una mujer más fuerte que yo, a quien creer sin reparo todas sus mentiras. Una mujer sólida a quien llorarle, que me diga "tengo la certeza de que, al morir, volveremos a encontrarnos". Y sentir en el corazón que dice la verdad. Y creer en Dios.

29 de outubro de 2006

Del paisaje

Cuando veraneé por primera vez en San Miguel rondaría el año 1986 y el cámping todavía estaba entre la playa y la carretera. Mis recuerdos, seguramente deformados, se reducen a imágenes salteadas e inconexas. Recuerdo las tiendas apostadas tras grandes dunas de arena clara. Recuerdo la rejilla oxidada que cerraba el recinto, flanqueando la calzada. Recuerdo una valla vieja pintada de verde, completamente llena de caracoles de distintos colores. Y el campo todo, extendiéndose alrededor, como una masa oceánica, y elevándose allá a lo lejos hasta devenir en una gran montaña.

Nadie me inculcó nunca el amor por el paisaje. Lo aprendí yo solo, y desde bien pequeño. Me parece un misterio la forma en que empecé a apreciarlo, pero el hecho es que, sin darme cuenta, me fui haciendo con una colección de panorámicas de enorme valor sentimental. Hoy, más que nunca, el paisaje me parece un hecho fascinante, un organismo con alma que influye subrepticiamente en quienes lo habitan.

Pero tan simple devoción es para mucha gente algo difícil de entender. A menudo, las quejas levantadas contra los desmanes y chapuzas urbanísticas son vistas como fruslerías de unos pocos quisquillosos. Para muchos, el paisaje no tiene entidad; es simplemente territorio que debe estar al servicio de la productividad, y en la medida en que no lo esté será un desperdicio. Quienes piensan a
sí se quedan boquiabiertos cuando oyen hablar de la "privatización del espacio público", sencillamente porque no entienden cuál es el "uso concreto" que puede tener un monte o un trozo de cielo enfrente de los ojos. Para esta gente, el valor patrimonial de la riqueza paisajística es una sensiblería, y el espacio público es una montaña informe de materia tumbada a la bartola sin oficio ni beneficio.

















*Imagen: John Constable, La bahía de Weymouth

21 de outubro de 2006

Al nacer

Al nacer, todos somos iguales. Verdaderamente, es poético el parecido entre dos bebés. La experiencia acumulada por uno y otro es, en ese punto de la vida, casi calcada. Al margen de unos cuantas diferencias de apariencia física y de salud, no hay mérito o demérito achacable a uno o a otro.

Los dos se presentan con una misma categoría moral, que es nula. Y tantean con la misma torpeza el mundo que les rodea, libres de la mirada de los jueces. Ambos se observan y se tocan en impecable simetría. Cada uno ocupa con su cuerpo un lugar en el espacio, pero no hay nada que ponga a uno por encima del otro. En esencia, son el mismo ser, la misma persona, aunque materializadas de forma distinta.

¿En qué momento deja esto de ser así? ¿Qué misterioso proceso trastoca el noble empate? ¿Qué despiadada ley permite que luego, con el tiempo, uno pase por encima del otro y se sienta orgulloso por ello? ¿Cuándo aprende el triunfador a esgrimir que las virtudes y miserias humanas resultan de una decisión libre y concienzuda? ¿De qué manera se infiltra en la joven mente el insolente oficio de juez?

14 de outubro de 2006

Molinos: viceversa

Se puede mirar al enemigo sin temor cuando no lo observas directamente, cuando te ocultas tras un cristal que sus ojos no pueden atravesar. Le puedes brindar una mirada atrevida y descarada, una mirada sin la más mínima vergüenza, recorriendo lentamente cada centímetro de su piel. Una mirada indiscreta, llena de odio y de francos prejuicios.

Así pude mirar a aquella chica. No se subió al tren como una más. Contonéandose, se escurrió por entre los asientos, ondeando paños y cabellos, taconeando sobre el pasillo con aquellas botas afiladas, ceñidas como un guante a las coyunturas de hueso. Llegó articulada como espinazo serpentino, blanda como caucho, recia como chapa de acero. Y se sentó justo delante de mi asiento. Despedía un olor fortísimo a fresa, y mascaba chicle ruidosamente, inundándome la nariz de recuerdos que me enfurecían.

Al poco rato de trayecto advertí que se la veía perfectamente reflejada en la ventanilla, y que yo la podía mirar directamente sin que nadie lo advirtiese. Podía escrutar cada centímetro de su piel; tenía tiempo y tiempo para conocer cada uno de sus poros. Era una piel perfecta, sin una sola marca, sin un solo rasguño, sin una sola vena, sin una sola gota de sangre. Y, sin embargo, palpitaba allí detrás, vertiginosamente, con su olor y con su chiche.

Miré fijamente su garganta larga, suave, su correoso cuello, cuyo perfil, atravesado por el sol, revelaba una minúscula pátina de terciopelo. Me entraron unas ganas insoportables de recorrerlo con mi boca, de verlo convulsionarse entre suspiros. Pero siquiera el aire se atrevía, y electrizado se replegaba para no mancharlo.

Llegué con mi desfachatez a sus hombros desnudos, arrebujados en la pulida carne, en aquella piel misteriosa. La fiebre que allí bullía lo hacía por propia inercia natural, como desconectada de toda conciencia, de toda voluntad humana. Ya no podía verla sino desnuda, toda ella era una desnudez escandalosa, era todo carne, todo terciopelo palpitante, todo pornografía...

Tragó saliva. Y vi su garganta moverse, las correas tensarse, subir de golpe y luego declinar lentamente arrastrando el jugo de fresa. Comprendí entonces que mi juicio era cruel e inhumano. Pues su luz era débil. En verdad, ella era madera frágil y volátil. El aire, que parecía retirarse asustado al tocar su piel, estaba en realidad alimentando sus poros, igual que alimenta las llamas que devoran la leña. El aire la mantenía con vida al tiempo que la iba consumiendo poco a poco, haciéndola chispear como una bengala.

Imagen: Gustave Moreau, Júpiter y Semele

11 de outubro de 2006

Molinos de viento

A veces, las cosas más banales se aparecen espectaculares a nuestros ojos. Es una cuestión de actitud. Hay días en que uno está tan cansado, tan arrasado por dentro, que guarda silencio. Basta el silencio del alma, ese ronco rumor cavernario que invade nuestra conciencia en los días de resaca, para poder oír algo fuera.

En silencio, puede oírse algo con sentido, algo que nos emocione. Y no entenderemos por qué lo hace. No podremos darnos un sólo argumento convincente para nuestra emoción. Simplemente es algo que pasa, que nos recorre la mente, que nos paraliza. Por un momento nos parece que, tras el fragor del mundo, se oculta una cadencia lapidaria; un acorde descomunal, de una gravedad tremenda. No podemos decir más. Es belleza.

La belleza no hace desear la carne de una mujer, obviamente. La de ninguna. La belleza pasa por encima de todo eso. Es inabarcable. Se escapa a la razón. La belleza, no es una necesidad. Se puede vivir sin ella. Pero es mejor que todo lo demás. Irónicamente, el protagonista de fondo de toda esta reflexión, es algo tan ordinario y tan banal como la “belleza” de un certamen de belleza: el panorama de una fiesta de pueblo, con sus tenderetes, sus atracciones y sus luces.

El asunto es peliagudo. No tiene fácil explicación. Sólo quien ha sentido algo similar puede entender sensación semejante. Ningún texto del mundo puede ser comprensible cuando nada de lo que dice se puede vincular a la experiencia del lector. Las palabras evocan, aprietan teclas en la expectativa del destinatario, pero no son en sí mismas información. La información está en quien escucha, latente, a la espera de que algo la despierte.

El caso es que la emoción me llegó de repente, en un momento vulgar, cotidiano, al girar la cabeza por la ventanilla del autobús. Era de noche. Me iba para Santiago, como siempre cada domingo. Y entonces vi Lugo,
recostado como siempre en la loma, más allá del río. Siempre pensé que el mejor perfil de la ciudad se ve desde este punto: un tramo de apenas doscientos metros al pasar el Puente Nuevo.

Pero esta vez, era distinto. La ciudad era una quimera mecánica, un amasijo eléctrico. Porque era todo luz, una luz azul estridente, irreal, de casino, que se reflejaba en bloque en las nubes. Por la ladera, se desperdigaba nítida toda aquella maraña animada de artefactos enormes, apenas clasificables, como monstruos con vida propia. La catedral, a un lado, cerraba el flanco de la asamblea y, sin duda, también se movía vomitando centellas.

Todo esto duró unos tres segundos. Después los árboles empezaron a interponerse, y la visión se entrecortó tras las ramas hasta disiparse. Fue tan breve, tan insuficiente, que me deprimió. Me vencí entonces a pensar que hubiese estado bien sacar un foto. Coger una cámara y un trípode, irse al Segade y hacer una de esas fotos nocturnas de larga exposición, por si no me creían. O, al menos, ir sin cámara, a mirar sin más.

Pero enseguida me di cuenta de que esas cosas no deben hacerse. De que la gente suele mirar con extrañeza a quienes tienen arrebatos de hacer cosas poco habituales, como dar paseos por lugares raros o bañarse en el mar los días de invierno. De que es razonable descerrajar cincuenta fotos en un botellón, pero sacar molinos de viento es un disparate. Al viajar en bus, hay que atenerse a las paradas estipuladas.

Estoy a tiempo de bajarme, pero ya está escrito que no lo haré.

Imagen: Caspar David Friedrich, Ciudad a la salida de la luna

7 de outubro de 2006

Fotos

Recuerdo con enorme nitidez la última vez que visité mi escondite. Recuerdo el sol llameante, escurriéndose entre las ramas de los árboles, y la tierra vacía, en sepulcral silencio.



















Mis mejores recuerdos no están en fotos. Hace pocos años que se ha generalizado el uso de máquinas registradoras de imágenes. Casi todo el mundo tiene una cámara de fotos o de vídeo digital, pequeña, fácil de llevar y con capacidad infinita. Por desgracia, sólo graban imágenes.

Creo que, si hubiese fotografiado aquella puesta de sol, me la habría perdido para siempre. Nada habría quedado de ella si se hubiese perdido en un disco duro con otras quinientas mil imágenes, todas ellas reliquias de un tiempo imposible de rememorar.

Y aún atinando con ella por casualidad en el abismo de archivos, no vería más que las briznas de hierba, una a una desplegadas sobre el campo; la infinitud de la materia, llena de imperfecciones, terriblemente prosaica. Y el sol diminuto, como un motivo anecdótico dentro del cuadro.

El que se baja del bus cámara de vídeo en mano no mira; delega su posibilidad de mirar en un aparato incapaz de rentabilizar las sensaciones al nivel de un ser humano, porque el aparato no siente; delega su capacidad de recordar en el material que ha registrado, porque espera hacerlo más cómodamente sentado en un sillón frente a una pantalla; aspira a meter toda su vida en unos cuantos cientos de discos.

Pero para visualizar todos esos discos haría falta, al menos, el mismo tiempo invertido en grabarlos y, en el mejor de los casos, sólo nos recordarán que mientras la vida discurría nosotros grabábamos.

Imagen: Vincent van Gogh, Campo de trigo y sol naciente

29 de setembro de 2006

La primavera

Ya no sé si sabré escribir. No sé si habré olvidado las palabras. Si me habrá abandonado para siempre el excitante ritmo de la poesía. No sé, en este punto, hacia donde dirijo este desanimado intento por reencontrarme en el papel. No sé si habrá más párrafos, si el corazón latirá aún fuerte para desplegar un lindo pendón, orgulloso; si al poner el punto final sentiré que sigo aquí.

La primavera es la de siempre, la misma que ha llegado tantas veces, llena de brillos y de horror; la misma es en su luz y en sus serpentinas de colores, en su agitación y en su furor. Y las mismas son las ganas de fundirme en ella, en la carne que despierta roja, lozana, sacudida por el aire tibio de la tarde. Pero, a mi paso, la euforia parece batirse en retirada. Apenas me adentro en el jardín, la luz se retira a mi alrededor, confundiéndome en una espesa nube invernal. Y con cada paso que doy, vuelve a replegarse la luz ante mí mientras se desborda en el espacio que he dejado libre.

Es como caminar por un patio inundado de gatitos esquivos, que me miran curiosos a mi paso, pero que se apresuran a dejarme pasillo apenas me acerco a ellos. Y nunca he visto tantos gatitos juntos como hoy. Nunca se me han acercado tanto con sus caritas, con sus maullidos. Y, sin embargo, nunca tan difícil me pareció coger uno; nunca tanto me entristeció su aspereza; nunca sentí tanto desánimo, tan inútil el esfuerzo...

Imagen: Luigi Russolo, La solidez de la niebla

28 de setembro de 2006

El Leteo

«Ven a mi pecho, alma sorda y cruel,
Tigre adorado, monstruo de aire indolente;
Quiero enterrar mis temblorosos dedos
En la espesura de tu abundosa crin;
Sepultar mi cabeza dolorida
En tu falda colmada de perfume
Y respirar, como una ajada flor
El relente de mi amor extinguido.
¡Quiero dormir! ¡Dormir más que vivir!
En un sueño, como la muerte, dulce,
Estamparé mis besos sin descanso
Por tu cuerpo pulido como el cobre.
Para ahogar mis sollozos apagados,
Sólo preciso tu profundo lecho;
El poderoso olvido habita entre tus labios
Y fluye de tus besos el Leteo.
Mi destino, desde ahora mi delicia,
Como un predestinado seguiré;
Condenado inocente, mártir dócil
Cuyo fervor se acrece en el suplicio.
Para ahogar mi rencor, apuraré
El nepentes1 y la cicuta amada,
Del pezón delicioso que corona este seno
El cual nunca contuvo un corazón.
»

Charles Baudelaire, en
Las flores del mal

1Pócima del olvido, vinculada a la mitología griega. Se menciona por primera vez en la Odisea de Homero. Literalmente significa "la que quita la pena".

Imagen: Gustav Klimt, Serpientes de agua

27 de setembro de 2006

Perseverancia

Intentaré hacer una cosa a la que no estoy acostumbrado: improvisar. Normalmente, cada vez que publico una entrada nueva, la maduro durante un par de días. Necesito saber como acaba una historia antes de empezar a escribirla; me cuesta dar palos de ciego. Cuando escribo las primeras líneas, estoy recitando el final. No suelo escribir sin una idea previa, una idea que a lo mejor tarda medio mes en aparecer. Y, si lo hago, no me gustan los resultados.

El problema es que, para escribir un blog, como en muchas otras publicaciones, conviene hacer hábito. Escribir a menudo, para darle sentido e interés. Y, en consecuencia, rutinizar un poco la improvisación. Para esto, no queda más remedio que forzarse un poquito, en espera de unos resultados que sólo pueden venir a largo plazo.

Porque se sale de mis intenciones fabricar un blog de una sola pieza, como si fuese una novela ya escrita que simplemente se va transcribiendo en pequeñas dosis. No quiero caminar firme hacia un final que no podrá ser más que uno, imperturbable ante las variaciones de mi día a día. Al contrario, quiero ver cómo el blog reacciona a cada latido, como un ser vivo, y crece lentamente moldeado por lo que le rodea.

Creo que, para que el blog viva, vale más tener un poquito de perseverancia, que esforzarse al máximo para escribir una sola entrada al mes. Veremos si la tengo.

18 de setembro de 2006

El invierno


El invierno: un escondite. Un escondite en una gran llanura hermética, rociada por el sol. Una casita entre la niebla. La niebla penetrada por los cadenciosos rayos, moteada de candiles flotantes. Silencio. Eco.

Allí donde la gente duerme, donde no hay lugar para la naturaleza, ni para su grotesca fidelidad matemática. Donde cada movimiento, donde cada atisbo de evolución queda congelado por el frío, envarado en un singular espasmo.

Un colchón blandito en donde aletargarse en armonía con el mundo. Columpiarse entre el sueño y la vigilia. Lo suficientemente dormido como para quedar inmóvil, pero lo suficiente despierto como para poder deambular alrededor con la mirada, girar eternamente sobre uno mismo, rememorando un pasado, un presente y un futuro inmutables.

*Imagen:
Caspar David Friedrich, Cementerio de un monasterio en la nieve. Foto en blanco y negro del original, destruido en 1945.

31 de agosto de 2006

El consuelo de la Historia

A veces, mirar a la Historia suscita una especie de sensación de certeza y seguridad. Frente a lo incierto del presente-futuro, el pasado aparece ya dibujado, con grandes trazos esquemáticos y fácilmente inteligibles. Cuando el mundo de hoy se aparece como un puzzle caótico en espera de su digestión por las generaciones venideras, el pasado está prácticamente escrito, perfectamente definido en sus fronteras y en sus engranajes.

Es entonces cuando, para algunos, la Historia puede convertirse en un consuelo. Pues pone al alcance de la mano la posibilidad de reflejar en lo que hoy parece incierto, difícil e incluso ominoso, un pasado ordenado y riguroso en sus posibilidades y, por extensión, hasta pacífico y feliz.

El nostálgico suele ver decadencia en el presente, cierta carga de tristeza en las cosas, que se presentan como acabadas, como un estertor, un apéndice deforme e hipertrofiado de una época canónica. Y, en ese presente, es capaz de descubrir lo que se da en llamar comúnmente “territorio” como un exponente de continuidad o de perdurabilidad de aquella sagrada esencia antigua.

Por espesa que sea la pátina con que el presente recubre el invariable perfil de las tierras o el adusto semblante de los monumentos históricos, el nostálgico es capaz de ver a través de ella la serenidad de lo eterno.


Pero, tal pátina es, obviamente, una ilusión. Y el recurso a la imaginación una dulce artimaña que oscurece la visión de la realidad. El presente no tiene pátinas. Todo es presente, y sólo a él pertenecen la tierra o las catedrales. La tierra que ocuparon los hechos pasados no existe, ha desaparecido. Tampoco nada de lo que hoy podamos ver con nuestros ojos ha existido antes. Pretender barruntar el mundo fenicio o romano bajo los cimientos de ese horror urbanístico que son hoy por entero litorales como el valenciano es sencillamente una aberración. Y proponer que pueden hermanarse dos civilizaciones por la mera coincidencia de un perfil cartográfico es quimérico.

No lo digo en la suposición de que éste es el momento más sórdido de la historia, ni de que haya sido más plácida la existencia para un fenicio en la Costa del Sol; lo digo en la certeza de que nuestro presente al final será sólo nuestro. Y los hombres futuros tan sólo podrán aspirar a imaginarlo, a dibujarlo con trazos resueltos sobre sus mapas y a entreverlo en el paisaje de tierras que aún no existen.

17 de agosto de 2006

Atardecer


"La puesta de sol fue tan bella, tan grandiosa, con sus masas de nubes de colores espléndidos, que se congregó casi una multitud en el paseo que bordea el precipicio del viejo cementerio para contemplar tanta belleza. Antes de que el sol se hundiera tras la oscuridad (...), una miríada de nubes de todos los colores del crepúsculo marcó su camino descendente: fuego, púrpura, rosa, verde, violeta, y todos los tonos de dorado; aquí y allá, cúmulos no demasiado grandes, pero de una negrura aparentemente absoluta, con formas de todo tipo, delineadas como colosales siluetas."

Bram Stoker, Drácula

15 de agosto de 2006

Vivir es ver volver


"... Vivir es ver volver. El tiempo pasa; las cosas que quisimos son caedizas, fugitivas; se van. Y esto es morir: borrarse de sí mismo, borrarse dentro de sí mismo y sentir que se nos van desvaneciendo, que se nos van secando, poco a poco, aquellas cosas que nos hacen el alma, aquellos seres que hemos amado un día y a los cuales debemos lo que somos. Pero vivir es ver volver. Es justo y necesario conservar los afectos como eran y los recuerdos como serán, y atar los unos y los otros, en una misma ley de permanencia; es justo y necesario saber que cuanto ha sido, todo cuanto ha temblado dentro de nosotros, está aún como diciéndose de nuevo en nuestra vida y en la vida..."

Del prólogo de La casa encendida, de Luis Rosales

18 de xullo de 2006

Instrucciones para llorar...


Instrucciones para llorar. Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.

Julio Cortázar, Historias de cronopios y de famas

Origen de la imagen: Francis Danby, El amor defraudado