Cuando veraneé por primera vez en San Miguel rondaría el año 1986 y el cámping todavía estaba entre la playa y la carretera. Mis recuerdos, seguramente deformados, se reducen a imágenes salteadas e inconexas. Recuerdo las tiendas apostadas tras grandes dunas de arena clara. Recuerdo la rejilla oxidada que cerraba el recinto, flanqueando la calzada. Recuerdo una valla vieja pintada de verde, completamente llena de caracoles de distintos colores. Y el campo todo, extendiéndose alrededor, como una masa oceánica, y elevándose allá a lo lejos hasta devenir en una gran montaña.
Nadie me inculcó nunca el amor por el paisaje. Lo aprendí yo solo, y desde bien pequeño. Me parece un misterio la forma en que empecé a apreciarlo, pero el hecho es que, sin darme cuenta, me fui haciendo con una colección de panorámicas de enorme valor sentimental. Hoy, más que nunca, el paisaje me parece un hecho fascinante, un organismo con alma que influye subrepticiamente en quienes lo habitan.
Pero tan simple devoción es para mucha gente algo difícil de entender. A menudo, las quejas levantadas contra los desmanes y chapuzas urbanísticas son vistas como fruslerías de unos pocos quisquillosos. Para muchos, el paisaje no tiene entidad; es simplemente territorio que debe estar al servicio de la productividad, y en la medida en que no lo esté será un desperdicio. Quienes piensan así se quedan boquiabiertos cuando oyen hablar de la "privatización del espacio público", sencillamente porque no entienden cuál es el "uso concreto" que puede tener un monte o un trozo de cielo enfrente de los ojos. Para esta gente, el valor patrimonial de la riqueza paisajística es una sensiblería, y el espacio público es una montaña informe de materia tumbada a la bartola sin oficio ni beneficio.
*Imagen: John Constable, La bahía de Weymouth
29 de outubro de 2006
Del paisaje
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