Existe una casa en una calle por la que suelo pasar que tiene bajo y tres pisos, pero que los tiene tan comprimidos que es bastante más baja que las otras de la misma vía, pese a que casi todas tienen bajo y dos pisos. Esta inferior altura se debe a sus proporciones rústicas y pobres, sin duda extrañas a la multiplicación de niveles: la medida de cada planta del suelo al techo es corta respecto a las viviendas más modernas y sigue el patrón de las antiguas casas de aldea. Este mismo patrón lo siguen las ventanas, que aunque dispuestas regulares por la fachada, son muy pequeñas, de hojas de madera muy vieja y dotadas de finos vidrios en algunas partes astillados.
A simple vista, se diría que la casa está abandonada y tal vez arruinada en su interior, pues la pared de su fachada, lejos de haber gozado de alguna de esas restauraciones que dominan la ciudad antigua, se encuentra muy deteriorada, con el enlucido destrozado y emborronado por la suciedad de muchos años. Mientras, la destartalada puerta de madera, negra y podrida como la de una vieja cuadra, con su manija oxidada de hierro, parece no haber sido abierta en muchos años.
Pero un domingo a la noche, cuando la ciudad araña al fin algo parecido al silencio, se filtra un destello extraño a través de una de las ventanas del segundo piso que me hace detenerme y retroceder. Al volver a mirar, me doy cuenta de que allí, en lo profundo de aquel abismo oscuro, brilla una bombilla con un mortecino fulgor, delatando la morada de alguna sombra arcana profundamente triste y temerosa. Y otro día, por la tarde, veo a una anciana arrugada asomada al segundo piso con un paño viejo, como si hubiese estado limpiando la cocina después de comer. Reposa el brazo en el alféizar y mira a la calle con melancolía, apenas emergiendo de la oscuridad de la vivienda, con la dignidad de una prisionera atada a una rutina inmemorial.
A simple vista, se diría que la casa está abandonada y tal vez arruinada en su interior, pues la pared de su fachada, lejos de haber gozado de alguna de esas restauraciones que dominan la ciudad antigua, se encuentra muy deteriorada, con el enlucido destrozado y emborronado por la suciedad de muchos años. Mientras, la destartalada puerta de madera, negra y podrida como la de una vieja cuadra, con su manija oxidada de hierro, parece no haber sido abierta en muchos años.
Pero un domingo a la noche, cuando la ciudad araña al fin algo parecido al silencio, se filtra un destello extraño a través de una de las ventanas del segundo piso que me hace detenerme y retroceder. Al volver a mirar, me doy cuenta de que allí, en lo profundo de aquel abismo oscuro, brilla una bombilla con un mortecino fulgor, delatando la morada de alguna sombra arcana profundamente triste y temerosa. Y otro día, por la tarde, veo a una anciana arrugada asomada al segundo piso con un paño viejo, como si hubiese estado limpiando la cocina después de comer. Reposa el brazo en el alféizar y mira a la calle con melancolía, apenas emergiendo de la oscuridad de la vivienda, con la dignidad de una prisionera atada a una rutina inmemorial.
El túmulo Tinghøjen, en Dinamarca [foto de Kim Hansen] |