Recientemente he vuelto a dedicarme a la arqueología. A la exhumación de las cosas viejas que, en sucesivos estratos, se van acumulando en casa, y de cuyo estudio puede derivarse una mejor comprensión de la vida de uno mismo.
Hay mucha gente arrebatada que, al terminar una relación sentimental, al perder a un ser querido, lo quema todo. Me la imagino arrasando la casa, como en una inspección de la Gestapo, echando a bulto en una bolsa de plástico los objetos de las mesas, los cuadros de las paredes y los libros de las estanterías. "Hay que olvidarlo", dicen, "es lo mejor".
Semejante comportamiento me parece residuo de una concepción animista del mundo material, de tal forma que un peluche no es sólo una forma de recordar a alguien, sino que ese alguien habita espiritualmente el objeto, o incluso se ha reencarnado en él. Así que, una vez deseamos que alguien desaparezca de nuestra vida, el objeto adopta una condición fantasmagórica y amenazante, y debe ser destruido.
Melancólico y replegado frente al futuro, suelo ver los objetos a mi alrededor de forma muy distinta. De no ser por las limitaciones espaciales y temporales que la vida impone, yo lo tendría todo catalogado como si fuese un historiador. El empeño que hoy ponen los poderes públicos en preservar la memoria nacional contenida en sus monumentos es conceptualmente el mismo que pongo cuando guardo una carta. Tengo la sensación de que, como si se tratase de una cámara funeraria del mundo antiguo, la redescubriré casualmente algún día cargada por fin de un significado redondo y revelador.
Los objetos no me dan miedo. Son sólo objetos, huella de algo o de alguien que pasó. En ellos se contiene una parte necesaria de la vida: la memoria. Y en ellos puede leerse, puede aprenderse, en tanto que no son sólo activos sentimentales, sino también informativos. No son sólo para el recreo estético, si es que son bellos en sus formas, o si contienen hermosas palabras; sino también un documento, una explicación, una forma de conocer y reconocer la vida, si es que nos interesa algo más que el aquí y ahora. (sigue)
Fotografía: Agurdión.
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La promesa
De pequeño estaba inquieto, daba vueltas presa del impulso de ir hacia delante; asomaba la cabeza intentando ver lo que habría por encima de aquellas piedras, más allá de aquellos bosques y aquellos prados. Esperaba con emoción lo que estaba por venir, la inmensa extensión de la vida, las experiencias que me saciarían. Como se me antojaba una promesa de felicidad, encontraba que el mundo circundante era un lugar hermoso. Aquella euforia, que parecía un lugar de paso, un estado previo a otro mucho mejor, era en realidad la cota máxima de felicidad que he conocido.
Es un discurso viejo, la vieja historia del hijo pródigo, de quien busca mucho algo que siempre tuvo ante sus narices, o la de quien emprende el regreso a sus raíces tras haber visto lo suficiente del mundo. Como por una especie de impulso biológico, el final se encuentra justo al principio y entonces todo encaja. Las viejas historias, los cuentos de la infancia, se aparecen plenos de sentido ante los ojos. El impulso de la vida se enfría; la carga de caballería empieza a debilitarse, a titubear, a perder velocidad; los caballos se van deteniendo y, desordenadamente, dan media vuelta. Cuando se cancela la promesa, cuyo rostro nebuloso e inconcreto nos impulsaba por la tierra, es posible descubrir el amor en lo que tuvimos.