Intelectualizarlo todo no suele ser una opción inteligente. Muchas veces parece más útil abandonarse a la misteriosa tensión por la cual se ama el cuerpo propio, incluso con un poco de arrogancia. El deseo de sobrevivir conlleva arreglarse, peinarse y mirarse en el espejo; conlleva desearse un poquito para así gustar seguramente a otros. Entonces el cuerpo palpita lleno de entusiasmo porque no es simple contingencia, sino que es exactamente como a su portador le gusta. De la cabeza a los pies, la carne, la sangre y las coyunturas de los huesos obedecen a un mismo plan director que no procede de una montaña de abstracciones sino de la llana voluntad.
Como cualquier otra cualidad humana, la inteligencia de una persona no se mide en números absolutos, sino en función de su adecuación al contexto. Lo que en un contexto es una persona inteligente y valiosa puede ser en otro una completa nulidad, y hasta parecer realmente imbécil. Funciona como una prenda de vestir, que no es buena o mala en sí misma, sino en relación con el grado de ajuste al cuerpo de quien la porta, a las condiciones atmosféricas y a la actividad que se va a realizar con ella.
Desde un punto de vista práctico y supervivencial, el intelecto -que da como fruto una determinada representación del mundo- es un apéndice más entre las múltiples herramientas del cuerpo humano. Como los brazos, sólo sirve si su fuerza se adecua a fines concretos en vez de ser proyectada sin control hacia delante. De otro modo, puede dar lugar a infinidad de conflictos con el entorno que redundan al final en inadaptación. Y dirigirse imprudentemente hacia la soledad y el sufrimiento no parece desde luego muy inteligente.
Con la Ilustración se empieza concebir la ciencia como una vía para la liberación humana, para lo cual debe difundirse e impartirse universalmente. Durante muchos años y hasta ahora se ha considerado a nivel general que el mundo de los saberes -de los libros- es un territorio respetable al cual todos los hombres deben aspirar porque otorga la felicidad. Esta idea es lógicamente una generalización que pasa por alto la interacción concreta que producen con la realidad determinados individuos que se empeñan en reducir todo el universo a su construcción intelectual, lo mismo da que se trate de la teoría de cuerdas que de la Tierra Media.
El caso es que este tipo de construcciones, cuando no son permeables a la vida y las gentes inmediatas, cuando no se coordinan con las emociones de los demás, suelen tirar abajo las posibilidades de comunicación y llevan a sus portadores al aislamiento. Ello no quiere decir que sean falsas, o que carezcan de belleza, o de una asombrosa lógica interna; sólo quiere decir que hacen de sus portadores enormes y retorcidos cerebros, cuyo cuerpo esmirriado, esquelético, desatendido, es arrastrado como una inevitabilidad.
Esta clase de individuos se describe, aunque de forma amable y divertida, en una sitcom con la que últimamente estoy disfrutando mucho. Se trata de The Big Bang Theory, una serie donde un grupo de cerebritos, científicos punteros y freaks de la erudición, conviven con una vecina de lo más común, cuyos atributos son la belleza física y la inteligencia práctica. Mientras que ellos viven permanentemente intelectualizando la vida y transformando cualquier experiencia en una diarrea de datos, a la chica le sobra el lenguaje para decidir y para actuar. En esta ficción, dos clichés antagónicos han sido mágicamente emparentados para escenificar casi una redención mutua, la de la chica boba incapaz de abstraer nada y la del que vive encastillado en el mundo de las ideas. [vídeo]
Imagen: William Blake, Newton (1795)
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