Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

27 de decembro de 2008

"Dormir es de cobardes"

El sueño sirve para las grandes celebraciones lo mismo que la borrachera, porque ambas cosas son esencialmente lo mismo. Se trata de dos territorios donde los lazos espaciotemporales y causales con el mundo se ven debilitados. La correlación de las experiencias es casi arbitraria, no obedece a otro orden que al de las palpitaciones, al momentáneo color del ánimo. En consecuencia, la realidad del cuerpo lo invade todo, y los objetos alrededor se tornan órganos suyos impregnados de sangre y de humores cambiantes.

El ensueño y la embriaguez son dos maneras hermanas de probar la voluntad, de romper con la agobiante solidez de los hechos. Lo mismo que la borrachera se destina tanto a culminar la alegría como a aliviar la tristeza, el sueño no sólo ayuda a digerir un día de mierda, sino que también puede poner la guinda a un día fantástico. Conozco a gente que duerme religiosamente sus preocupaciones, como si fuesen una gripe: asume que no hay nada que arreglar ahí fuera y que la recuperación es sólo cuestión de tiempo. Por el contrario, otros sólo concilian el sueño cuando pueden celebrar que todo está en orden. Así, yo me he pasado las mejores fiestas durmiendo.

Imagen: los objetos alrededor.

13 de decembro de 2008

La puerta

Se entraba por un camino recóndito, situado en el final mismo del océano, a través de una cala ceñida por acantilados de roble. El portal era un paraje lleno de asimetrías, un atrio caprichoso armado por piezas irregulares. Los muros, el sendero y las ramas se entrelazaban en un espasmo casual y transitorio y la mirada era guiada al calor de las formas particulares, de los pequeños sucesos.

El buzón: era toda una novedad; antes el correo se recogía muy lejos, cerca de la carretera. Ahora podía recogerse allí, a las puertas, colgado con alambre de un árbol, en una cajita metálica con el dibujo de una corneta de posta.

La tumba:
a los pies del árbol que sostenía el buzón crecían los helechos y, entre ellos, en algún lugar, estaba la tumba de un perro. Se había muerto allí, escondido entre el matorral, y durante largas temporadas inundó el lugar de pestilencia, hasta que se desintegró entre varias capas de hojas secas.


La piedra:
el sendero estaba flanqueado por paredes toscas de granito levantadas a hueso, pequeños murillos de pedruscos apilados intuitivamente, que con el tiempo se despeñaba
n, se esparcían por el suelo y bloqueaban el paso. Cuando esto sucedía, había que detener el coche, bajarse, coger la piedra entre las manos y apilarla de nuevo intuitivamente en algún recoveco del muro.

Los dinosaurios:
del otro lado del muro y mezclada con el bosque, emergía de la tierra una comunidad de grandes rocas grises y peladas, de las cuales la mayor de todas invadía parte del camino con una gran concavidad que había sido, según mi padre, el lecho de un dinosaurio.


La coda: la única vez que vi un zorro de verdad fue en aquel lugar. Era un cuerpecillo naranja erguido entre las peñas, el semblante afilado y el rabo peludo, que se quedó mirando a nuestro coche como un animal de safari, hasta que las ramas lo ocultaron.

Imagen: fotograma de El viaje de Chihiro (2001), de Hayao Miyazaki.

29 de novembro de 2008

El dolor (II)

«Amé tanto a mi padre que ya nunca he podido amar a nadie más, te habrás dado cuenta, no te habrá pasado inadvertido, tú lo sabes, le amaba como todos los niños aman a su padre, pero sin alegría, yo le amaba con dolor, un dolor que formó parte de mi vida desde que tengo uso de razón, recuerdo con toda claridad el punzante dolor a los dos años, a los tres años, un dolor tenaz, como un tornillo que gira y perfora sin llegar nunca a ajustar, yo me preguntaba si alguna vez cesaría el dolor, si llegaría un día, cuando fuera un adulto como mi padre, en que el dolor desaparecería, pero no cesó, se fue espesando hasta hacerse como una nube y yo vivía en esa nube, dentro de esa nube, hoy el dolor continúa igual que entonces hincado en mi corazón, no me deja respirar, muy pocos saben lo que es el dolor metido en la cabeza de un niño, aunque esté gozoso está dolorido, todo es dolor y formas del dolor, ése es mi mundo.

(...)

El dolor es una niebla, la llevas contigo a donde vayas, estás sumergido en el dolor, un niño no tiene defensa, no sabe ni siquiera lo que le duele, no puede luchar contra el dolor porque no sabe que está poseído por el dolor, a veces está alegre, parece jovial, juega con los otros niños, pero es una imitación, imita a los otros niños con mucha obediencia para no distinguirse, pero está separado de ellos por una barrera, está encerrado en la burbuja de su dolor, sin escapatoria, se ve a sí mismo jugando con otros niños y hace esfuerzos para ser como los demás niños, pero sólo puede imitar y sabe que está imitando, no tiene más compañía que su dolor, por eso no he podido ayudarte ni podré ayudar a nadie nunca (...).»


Félix de Azúa, Momentos decisivos
Barcelona: Anagrama, 2003


Entradas relacionadas: El dolor (I); La rueda de Ixión

20 de novembro de 2008

Lugares comunes

Recuerdo un día de verano en que había ido a bañarme a aquel pedregal del río. Yo estaba dentro de un Seat León aparcado en la cuneta. A través del parabrisas, me había quedado mirando a otro León aparcado justo delante. Estaba enfrentado a mí, con sus acharoladas líneas de fuerza, con su simétrica mirada de esfinge. Cara a cara, uno y otro coche parecían representar cierto parentesco entre sus dueños. Conformaban una imagen heráldica, perfecta, que parecía remitir a esas formas comunes a todos los hombres, a esas visiones esenciales de la vida, que preexisten a los sentidos y que no caducan.

Obviamente, era una ilusión. Si en algún luga
r existen estas formas preexistentes, el último donde las encontraremos es en el mundo del diseño industrial. Porque es un mundo fabricado esencialmente con fecha de caducidad, o para tener fecha de caducidad, la cual se calcula con extrema precisión para garantizar la reproducción del mercado. La imagen del tráfico rodado, vegetación urbana por antonomasia, cambia en ciclos de pocos años que volatilizan el paisaje. Paradójicamente, los diseños industriales se nos aparecen constantemente como formas definitivas, como descubrimientos que presumen de trascender la historia. Para muchos consumidores, los concesionarios son depositarios del progreso científico y las radiofórmulas lo son de la vanguardia musical. Muchos piensan que viven un momento histórico maravilloso, que cada nuevo gadget hace palidecer el descubrimiento del fuego.

Pero ahí fuera del coche hay un mundo inmenso que pervive lleno de serenidad y belleza, tal cual existía hace mil años. A mí me interesan las formas duraderas, las imágenes compartidas con gentes de otro tiempo, sobre las cuales seguramente pensaron cosas similares a las que yo pienso. No el mundo de lo hipercodificado, que se comercializa con significados cerrados y atados. Sino las imágenes abiertas del mundo real, las que han espoleado desde siempre la imaginación de los hombres: los árboles, las nubes, un campanario recortado sobre el cielo de la ciudad, contemplado por las generaciones durante cientos de años.


Nuestra cabina espacial es un telón multicolor que nubla la verda
dera materia de la vida. Vivimos rodeados de una constelación de artefactos cuya existencia es efímera, y que no obstante dotamos de una dimensión universal. Por momentos, se nos invita a creer en el presente como un estado absoluto, definitorio de la esencia humana. Pero imagino algún lugar remoto de la historia: algún lugar de la Creta minoica, o del reino lombardo. Cualquiera que desde allí nos viese estaría convencido de que no somos humanos. Sin embargo, seguimos siéndolo porque, en lo esencial, el mundo es el mismo: las estrellas que miramos son las mismas, literalmente las mismas.

Imagen: Guarino Guarini. Cúpula de la capilla del Santo Sudario (1667-90), en la catedral de Turín.

1 de novembro de 2008

Día de Difuntos

En la orilla del Lete reina el mismo espíritu que en un primero de noviembre. Ése es precisamente el clima psicológico que se ha perfilado con el tiempo, la emoción que quiero recoger. Por eso, En la orilla del Lete tiene este tufillo a naftalina, el aire amanerado, caduco y chocho de las viejas historias, de los que piensan demasiado en el tiempo, de los que tienen un recuerdo enquistado y lo rumian constantemente.

Es el ánimo meditabundo con que visitamos el cementerio, la parálisis y la melancolía, que despiertan la furia de quienes ofrecen una alta reactividad a la realidad inmediata, de quienes se reinventan a cada segundo. Como en el cementerio, en este blog hay un sentido kitsch de la belleza y una poética de lo añejo, tanto como en la etiqueta de Brugal Añejo. El diseño, con sus colores pastel y su petulante cursiva inglesa, tiene algo de delicadeza impostada, repipi, como en los viejos cuadros pompier. Ya sólo el título delata a todo el blog, estirado e idiota, como esos paragüeros estampados con un cuadro rococó.

Sea de buen o de mal gusto, este blog no se plantea dejar de ser lo que es, es decir, una larga y sostenida visita al cementerio. Pero no al cementerio de la Almudena, no a un cementerio civilizado, en el peor sentido del término, sino a uno apartado y remoto, a un auténtico camposanto rodeado de silencio. Se trata de un lugar muy concreto que está en el limbo del mundo, en un anochecer perpetuo de frío y de lluvia. Es un cementerio lleno de hierbas y de hojas secas, al abrigo de una capilla con una espadaña barroca y de un gran roble que, derribado por su propio peso, se pudre desde hace años con las raíces al aire.

Esta tarde, hallé una tumba bajo la hierba al raspar un poco con el pie. La lápida era una plancha de mármol amarillento, ligeramente inclinada sobre el suelo por el paso del tiempo. Había grabada en su parte superior una cruz muy adornada, y en el centro una leve inscripción de color negro que aún permitía leer la fecha de defunción de 1919. Me conmovió estúpidamente descubrir que nadie iba a llevar flores a aquella tumba.

Tal es el espíritu de este blog, tal su insensata preocupación. No busca un estado lacrimógeno o depresivo, sino al contrario, el brillo del oro entre la hojarasca. Como el cementerio, este blog es para quien lo escribe sólo una parcela de la vida y, al tiempo, un referente vital. La esencia de las formas del mundo cementerial, particularmente cristiano, no es el dolor y el planto, sino la memoria.


Imagen: Caspar David Friedrich, Abadía en el robledal (1808-10)

11 de outubro de 2008

Fiesta

En el preciso instante en que el agua caliente se estrella contra la piel seca, un rodoble estremece todo el organismo y los músculos resucitan de la anestesia. El cuerpo vuelve a existir para bien, y sus superficies sensibles se reconcilian con el medio. Las constantes vitales recuperan la normalidad. Qué fantástica noche, y aún va por la mitad. Me voy a la cama.

30 de setembro de 2008

La dulce mentira

El mejor momento del verano tuvo lugar entre las 22 y las 22,20 horas del sábado 9 de agosto, y se fundó en una mentira gordísima. De conocer la verdad entonces, el que seguramente fue el momento más excitante de mis últimos años nunca hubiese tenido lugar. Por tanto, y dado que la ciencia no estaba en juego, sino el placer de un momento concreto, no había más verdad que lo que parecía verdad, y hoy me alegro de haber sido engañado.

Que no se me entienda mal. No se trata de que aquella gran excitación fuese mentira, sino de que estaba facilitada por unas cuantas. Bien construidas, las apariencias n
os enamoran lo mismo que las verdades, pues lo que cuenta de ellas son sus efectos. El destino final de aquello que se nos aparece a la vista es una sensación, una sola. Esta sensación es ajena a la autenticidad de los medios que la provocaron y, en sí misma, no sólo es absolutamente real, sino que es la única realidad, es decir, todo lo que existe en el mundo.

La espada que nos atraviesa el pecho no es otra cosa que el dolor que nos provoca. Las formas en sí no valen nada, no significan una emoción o un ánimo concretos; lo que importa de las cosas es el sentimiento que nos suscitan, el movimiento que causan en el alma
. Pero, para comunicar ese movimiento subjetivo, no queda más remedio que hablar del objeto que lo provoca. Es decir, hablar de lo que aparentemente sucedió entre las 22 y las 22,20 de aquel día de agosto.

Fue un viaje bastante corto en el asiento de atrás de un coche, a lo largo de una carretera secundaria, en la misteriosa hora en que el día se mezcla con la noch
e y las formas, aún perfectamente delineadas, pierden los colores. En Galicia, en mitad del verano, la luz no se va del todo hasta pasadas las diez. En esta delicada coda, la oscuridad se va enredando en los árboles con ritmo tan lánguido como implacable, la brisa se activa levemente, y la sonoridad de la naturaleza, el fragor de los bichos, se trasforma en largos y cavernarios acordes, en ecos remotos. En el anochecer de los lugares sin farolas, se estremece la tierra de melancolía y se nos recuerda el regreso a casa.

Viajé en coche a través de aquella luz misteriosa, mirando con avidez por la ventanilla mientras escuchaba la escena campestre de la Fantástica de Berlioz, el redoble de la tormenta lejana. Y tuve una vivísima sensación de familiaridad con todo el territorio circundante, con el instante mismo de extinción lumínica, como si hubiese recordado de repente qu
e aquello lo había vivido mil veces. La sagrada montaña, los escabrosos muros de las fincas, los robles solitarios y retorcidos parecían la esencia misma de mi vida, es decir, de todos los tiempos. Me pareció encontrar en todo aquello el seno materno, que es el refugio al que simbólicamente se dirigen todos aquéllos que tienen miedo de la vida. El lugar y los objetos alrededor se habían convertido precisamente en aquel escondite amurallado tantas veces soñado y recordado.

Así de simple ha sido el gran momento de mi vida, así de breve e insignificante. No una espectacular conquista o una entrada triunfal; sino un fuera de juego, la celebración solitaria de lo más anodino, de lo que nadie ha visto. Frente a la vida y la sed de sangre, la huída, la ocultación y la muerte. Mis mejores recuerdos reproducen el mezquino ideal del escondite, producto de un espejismo que se desvanece al pasarse el verano y cerrarse la noche.

Imagen: Agurdión.

14 de setembro de 2008

El escondite

Lo que me gustaba de aquel lugar era que estaba aislado, marginado de la Red de Carreteras del Estado, escondido bajo una enorme campana de cristal impenetrada por el Sistema de Coordenadas Universal Transversal de Mercator. Allí el tiempo fluctuaba cíclicamente, pero no avanzaba. Oscilaba como el mercurio de un termómetro, y se medía en colores, en fragancias, en ecos.

Era un jardín cerrado, un microcosmos amurallado de espejos en cada confín y custodiado por recios robles de mirada terrible. Frente a ellos, la cartesiana malla del océa
no exterior lamía con ímpetu la ribera y luego se retiraba temerosa, dejando un espumoso surco de saliva. Con tan sutiles defensas, el lugar estaba a resguardo de los ominosos acontecimientos planetarios, de las desgracias multitudinarias, de las "amenazas globales", reales o inventadas, pues cualquier "fin del mundo" sólo podía referirse al de otro mundo.

En aquella comarca remota había a su vez infinidad de escondites, y dentro de ellos había otros tantos, como en una muñeca rusa. En lo más pequeño de la escala, la s
ensación de apartamiento resultaba embriagadora. En un claro soleado del bosque donde crecía verde la hierba, sobre la cual se erguía una peña desnuda, a cuyos pies burbujeaba una fuente y se retorcían dos tritones amarillos, los recuerdos del macrobotellón, de las gloriosas cumbres de Manhattan, del Gran Colisionador de Hadrones, parecían producto de la imaginación.

En algún misterioso lugar del camino por el que se llegaba a la comarca, se aflojaban y desprendían los anclajes con el presente de la vida y de la Historia, con los dolores del aquí y ahora. Las imágenes emblemáticas de nuestro tiempo se iban
marchitas flotando en el viento, se esparcían arrugadas por el bosque, se despachurraban bajo el cuerpo de un zorro dormido.

Imagen: Franz Marc, Zorro azul y negro (1911)

14 de agosto de 2008

¿Qué es la voluntad?

La voluntad (Wille) es un concepto fundamental de la filosofía de Arthur Schopenhauer, que ha tenido una enorme repercusión en el pensamiento de los siglos XIX y XX. La voluntad hace referencia a la verdadera esencia del mundo y, por tanto, de nosotros mismos. Está presente en todo lo relativo al mundo de las pasiones, donde reina la emoción inmediata, el arrebato inconsciente, el placer, el dolor, el miedo… Pero no se trata de una parte integrante de los actos de los hombres, sino de una pulsión hacia la vida que rige todos y cada uno de los movimientos del universo. De este modo, la voluntad estaría tras la evolución de las especies, y también tras la leve brisa que agita la hierba.

La voluntad no es inteligible en sí misma; la voluntad se siente, nos atraviesa y nos estremece, y luego nos abandona. La voluntad no puede explicarse; toda descripción que hagamos de la voluntad es siempre una sombra, una apariencia, una sugerencia (como se dirá más tarde, es representación). ¿Qué es pues la voluntad? La voluntad es el terror con que sacudimos las piernas al notar un inesperado cosquilleo, o
lo que sentimos al pincharnos con una aguja: no intelectualizamos la punzada, ni la carne, ni la aguja, simplemente tenemos acceso a la cosa sin intermediación de conceptos. El dolor y el placer se aparecen como sistema básico de la cosa en sí.

Las capacidades superiores humanas son un apéndice de la volu
ntad. Me refiero ahora a otro de los conceptos fundamentales de Schopenhauer: la representación (Vorstellung). Se trata de una construcción intelectual, que sin ser la propia realidad, intermedia la relación humana con la misma. La representación define el plano de lo que el hombre conoce; es una estructura mental que sirve para ordenar el caos del mundo exterior. Pero el orden resultante no está en el mundo, sino en la mente. Este orden se opera por medio de la aplicación al mundo de las nociones de tiempo, espacio y causalidad, lo que se conoce como el principio de razón.

Por el contrario, lo que está en el terreno de la voluntad no puede explicarse en términos de causa-efecto, porque no se intelectualiza. Nuestras preguntas nunca van al fondo de la cuestión, porque el fondo de la cuestión no tiene respuestas. ¿Por qué me duele al pincharme? Alguien dirá: porque en ese lugar posees determinadas terminaciones nerviosas. Pero eso se mantiene en el nivel de la representación, no va a la cosa en sí. ¿Por qué tiene mi cuerpo entonces en ese lugar terminaciones nerviosas? Quizá pueda abundarse: para advertir de las posibles agresiones. Podemos seguir concretando; no obstante, la representación no puede alcanzar el fondo del asunto. El sistema causal está limitado para explicar la esencia de la vida.

Aprender que hay una larga distancia entre lo que es representación y lo que es voluntad (es decir, entre lo que es pensar el mundo y lo que es participar en el mundo) puede ahorrarnos algunos disgustos en la vida. Por ejemplo, debe tenerse en cuenta que tener la razón no sirve a la socialización del sujeto; no sirve para hacer amigos, pero bien puede espantarlos. También hay quien cree que, con ponerle al ser que ama sobre la mesa la santa verdad de la vida, va a obtener correspondencia. Algunas palabras acertadas quizá pueden recibir algún el
ogio; pero el siguiente es otro día, y la voluntad va por libre.

Porque en los asuntos del deseo, tener razón no sirve para nada; seducir a alguien es entrarle por la espalda, como un navajero. Esto lo sabe cualquier animal por la calle; las cualidades intelectuales del animal son totalmente irrelevantes al objeto del sexo, al igual que al objeto de comerse una buena costilleta. La seducción es siempre oscura y mentir
osa, porque la luz la destruiría; el seductor renuncia a conocer algo de este mundo para hacer algo mucho más glorioso: fundirse con él. El seductor debe actuar: todo movimiento es voluntad, es vida; mientras que la representación es un ser solitario que se ha retirado a contemplar el mundo desde la cima de un monte. Está muerto, y nadie lo quiere.

Ésta podría ser una forma ilustrativa de explicar la voluntad: la voluntad es el placer de acostarse con un completo hijo de puta, circunstancia difícil de ser interpretada desde el principio d
e razón. ¿Por qué lo hiciste? Porque me apetecía. Ya, ¿pero por qué te apetecía? No hay respuesta en el mundo que aplaque las preguntas. Lo sabemos bien, porque de la misma forma nos seducen a nosotros: constantemente la vileza nos conquista la vista. Pese a representársenos como la más absoluta mentira, humilla nuestra inteligencia al hacernos estremecer de deseo. Y preguntamos, ¿por qué? La biología, respondería alguno, la selección natural. Ya, pero, ¿por qué?

Imagen: Salvador Dalí, El enigma del deseo (1929). La noción de inconsciente, inaugurada por Sigmund Freud, constituye una revisión de la noción de voluntad de Schopenhauer. Así, el mundo de los sueños, caracterizado por ofrecer un nivel bajo de relaciones espaciotemporales y causales, se convierte para los surrealistas en terreno propicio para rastrear los impulsos esenciales de la existencia individual.

8 de agosto de 2008

Conciencias (II)

"La conciencia individual se aparecía bruscamente, sin motivo aparente, en mitad de las razas animales; no cabía duda de que precedía ampliamente al lenguaje. Con su finalismo inconsciente, los darwinianos hacían hincapié, como de costumbre, en las hipotéticas ventajas selectivas relacionadas con su aparición, y como de costumbre eso no explicaba nada, era sólo una amable reconstrucción mítica; pero el principio antrópico no era más convincente. El mundo se había regalado un ojo capaz de contemplarlo, un cerebro capaz de comprenderlo; sí, ¿y qué? (...)"

Michel Houellebecq, Las partículas elementales.


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Conciencias


31 de xullo de 2008

La niña

A veces voy a pasar la tarde al río, a un lugar lleno de rocas que el agua atraviesa formando raudales. Cerrado por la arboleda, es un lugar poco concurrido, que algunos habitantes de la ciudad usan como playa en los días de verano. La ensenada que se forma detrás de una pequeña presa es utilizada como lugar de baño.

Me fijé esta tarde en una mujer joven, que estaba rayando algo en una libreta junto a otra mayor, tal vez su madre. Bajo su peña, se abrazaba una pareja de hippies totalmente desnudos, ocultos tras unas hierbas. Ajena a ellos, la mujer rayaba con extraño afán, con el esmero de un niño, su vista perdida en un lugar lejano, e iba haciendo pausas para morder el lápiz.

Los hippies se levantaron, se pusieron la ropa y se marcharon. Inmediatamente las mujeres se levantaron también, y fueron a ocupar la roca inferior, a resguardo del viento. Fue al ponerse del pie, al caminar un poco, cuando la joven demostró no sólo que era especialmente guapa, sino también que no debía tener más de quince o dieciséis años. Desarrollada en altura, en piernas, en caderas, delataban su edad una piel demasiado fina, unos pies pequeños y blandos, y un extraño deje de ingenua curiosidad en su mirada.

Tiempo más tarde, la vi paseando por las rocas. No le di importancia al principio. Pero luego comencé a apreciar algo extraño en su actitud. Su paseo era especialmente frenético. Había algo de juego en los recorridos que trazaba. No se trataba simplemente de acercarse a la presa para bañarse, o al otro lado para estirar un poco la piernas y contemplar distraídamente el paso del río. Se trataba en realidad de una investigación exhaustiva del lugar y, dicho sea de paso, de las cualidades motrices de su propio cuerpo.

La chica atravesaba una y otra vez el roquedal, de una punta a la otra, dando saltos ágiles y entusiastas. Iba, como presa de una extraña ansiedad, pintando aspas con su insólito itinerario. Después de cada escapada, regresaba junto a su madre, con quien no permanecía más de medio minuto, y volvía a levantarse para hacer una nueva batida. Cada vez buscaba un recorrido nuevo, a cada cual más difícil, como si estuviese buscando algo que tuviese la certeza de haber perdido en algún punto de este lugar.

Algunos comenzaron a mirarla con cierto asombro. La cría saltaba sobre las toallas ajenas, desentendida de los seres humanos del lugar, sólo concentrada en su misión. Alguien a mi lado insinuó que la niña debía de ser hiperactiva, y afirmó conocer un método para quitarle dicha hiperactividad.

Nos habíamos olvidado por un momento de la chica cuando llegó a nuestra apartada roca y se encaramó a ella, para luego descolgarse por la parte de atrás, por una arista casi impracticable. Un pie delante del otro, alcanzó una pequeña plataforma, desde la que salvó de un salto una grieta enorme. La madre de la criatura la exhortó para que volviese. Donde había llegado, había una cavidad llena de piedras de colores por la que circulaba el agua. Se mojó allí las manos, luego se incorporó para contemplar el paso del río e inmediatamente, y sin despeinarse, regresó por donde había venido.

El caso me dejó enormemente impresionado, por cuanto la actitud de aquella mujer era similar a la que poseen muchos niños pequeños; yo mismo tengo la impresión de haberme comportado de este modo muchas veces en mi infancia, muchas veces con batacazo incluido. Lo sorprendente es que una adolescente mantuviese aquella curiosidad tan infantil y desvergonzada, tan desentendida de quienes la observaban a su alrededor, en un momento de la vida en que todos nos empeñamos en ser aceptados, en socializarnos a cualquier precio.

Hasta ese punto, la imagen de aquella chica me pareció espléndida y milagrosa, un verdadero tesoro. Independientemente de que alguien, uno o dos meses más tarde, fuese a quitarle la hiperactividad de una forma u otra. Eso, al fin y al cabo, es el otoño que algún día le llega a todas las cosas bellas.

Imagen: fotograma de Muerte en Venecia, de Luchino Visconti (1971)

22 de xullo de 2008

La rueda de Ixión

De pequeño, solía despertarme en plena noche con ganas de vomitar. Incitado por el pánico, me levantaba a todo correr de mi cama, atravesaba el pasillo a oscuras hasta la habitación de mis padres y, apenas alcanzaba su cama, vomitaba sobre ella. Luego, me caía una enorme bronca por haberlo puesto todo perdido. La respuesta de mi madre siempre era igual de insensata: me preparaba una manzanilla que me hacía vomitar otra vez.

Cuando ya empezaba a recuperarme, yo todavía temblaba por el miedo. Tenía la impresión de que aquello era la peor experiencia imaginable en la vida, y sólo deseaba que nunca más volviese a suceder. Pero la vomitera, tarde o temprano, solía regresar de improviso, una madrugada cualquiera, sometiéndome a la angustiante sensación de estar siendo acechado, de no saber el día ni la hora.


Con los años, las vomiteras cesaron. Desde aquel tiempo, para mí, vomitar es una experiencia horripilante que evito siempre que puedo. Mientras que para muchos es un alivi
o, un fin deseable por diversos motivos, un aspaviento del que se puede echar mano eventualmente por el mecánico recurso de meterse los dedos, yo prefiero rehuirlo, quedarme quietecito, deseando con todas mis fuerzas que se me pasen las ganas.

Para mí, aquellos trances de infancia, aquellas sensaciones, representan simbólicamente mi descubrimiento del dolor, el fatal encuentro de lo ajeno en lo propio. Recién estrenada la vida, no comprendía el sentido del sufrimiento. ¿Qué era aquello que no me dejaba vivir, aquello cuya sombra debilitaba los colores del mundo y tornaba oscuras las cosas bellas? ¿Acaso nos sirve el dolor para sobrevivir si nosotros no podemos remediarlo, si es siempre el dolor mismo quien decide remediarse?

El sufrimiento, del tipo que sea, es una sensación que nos estrangula por dentro y nos aleja del mundo; es un pensamiento que nos hace esclavos de nuest
ra carne y de sus mecanismos fisiológicos; es una tiniebla que reduce el espacio de nuestra vida a nuestro propio cuerpo, limitándolo en el punto justo en que termina la piel que lo envuelve. El dolor nos aplana contra el mundo como se aplana una mano contra un cristal.

El tiempo pasa cicatrizando las puntuales heridas, pero la estructura de la vida no cambia en absoluto. Los motivos son distintos, pero el dolor y el miedo que producen son exactamente los mismos. En la vida, el dolor es siempre un rumor de fondo. Apenas remite un suf
rimiento determinado, apenas se nos olvida una profunda preocupación, otra ocupa su lugar y la anterior pierde toda justificación; incluso nos parece estúpida y pensamos: “cambiaría todos mis problemas por aquél”. Pero, por más que comprendamos que nuestros actuales sufrimientos también serán pasto del tiempo, no hay razón que nos haga olvidarlos, excepto la autoridad de un cambio en nuestra voluntad profunda.

El brutal mecanismo es parte inevitable de la vida. Pero no tiene por qué significar la vida entera. En ella, hay algunos momentos fugaces en los que conseguimos salir, asomar la cabeza, sobreponernos a la furia de nuestra carne. Entonces, podemos atender a lo que existe fuera de nosotros y, con suerte, arañar un instante feliz.

Imagen: Miguel Ángel, Esclavo despertando (1519-36)

8 de xullo de 2008

Postcoitum

Uno mismo es también un poco Otro, en la medida en que no nos basta estar aquí dentro para conocer lo que somos. Sólo con la práctica podemos sospechar cuáles van a ser nuestras reacciones y nuestras emociones ante una circunstancia futura. Sólo podemos dar una definición de nosotros mirando hacia el pasado, pero ni el presente ni el futuro nos dicen gran cosa.

Cuando tenemos práctica, no tememos a las emociones. Toda tristeza tiene entonces un poso cómico, por previsible; mientras que toda alegría conlleva cierta melancolía. En las tormentas del alma, subsiste la sospecha de que el tiempo, de una forma u otra, acabará pasando, y de que tendremos una nueva oportunidad de ver el cielo. Otra vez al sol, sentimos la lánguida emoción del guerrero victorioso, superviviente, y nos cogemos una buena borrachera, e imaginamos que el tiempo ha dejado de contar…

31 de maio de 2008

El apareamiento: viceversa

«La lujuria, entendida fuera de todo concepto moral y como elemento esencial de dinamismo de la vida, es una fuerza. Para una estirpe fuerte, la lujuria, al igual que el orgullo, no es un pecado capital. Al igual que el orgullo, la lujuria es una virtud estimulante, un fuego del que se nutren las energías.
(…)
Un ser fuerte debe realizar todas sus posibilidades carnales y espirituales. La lujuria es un tributo a los conquistadores. Tras una batalla en la que han muerto hombres, es normal que los victoriosos, seleccionados por la guerra, se vean impelidos, en la tierra conquistada, hasta el estupro para recrear la vida. Después de las batallas, los soldados aman la voluptuosidad, en la que se relajan, para renovarse, las energías en continuo asalto.

(…)
La lujuria estimula las energías y desencadena las fuerzas. Ella empujaba implacablemente a los hombres primitivos a la victoria, por el orgullo de llevar a la mujer los trofeos de los vencidos. Ella empuja hoy a los grandes hombres de negocios que gobiernan la banca, la prensa y los tráficos internacionales a multiplicar el oro, creando núcleos, utilizando energías, exaltando a las multitudes para adornar, enriquecer y magnificar el objeto de su lujuria.
Estos hombres, sobrecargados de obligaciones pero fuertes, encuentran tiempo para la lujuria, motor principal de sus acciones y de las consiguientes reacciones que repercuten sobre una pluralidad de gentes y de mundos.
(…)

Para los héroes, para los creadores espirituales, para los dominadores de cualquier campo, la lujuria es la exaltación magnífica de su fuerza: para todo ser, es una motivación a superarse, con el simple intento de emerger, de ser notado, de ser escogido, de ser elegido.
(…)
¡Destruyamos las siniestras baratijas románticas, las margaritas deshojadas, los dúos bajo la luna, los falsos pudores hipócritas! Que los seres aproximados por una atracción física, en lugar de hablar exclusivamente de sus frágiles corazones, osen expresar sus deseos, las preferencias de sus cuerpos, pregustando las posibilidades de gozo o de ilusión de su futura unión carnal.
(…)

La lujuria es una fuerza porque afina el espíritu purificando con el fuego las turbulencias de la carne.
De una carne sana y fuerte, purificada por las caricias, el espíritu mana lúcido y claro. Sólo los débiles y los enfermos se engatusan y envilecen con ella.
La lujuria es una fuerza, porque mata a los débiles y exalta a los
fuertes, favoreciendo la selección.
La lujuria es una fuerza, por último, porque no conduce nunca a la miseria de las cosas seguras y definitivas, prodigada por la tranquilizante sentimentalidad. La lujuria es una perpetua batalla nunca del todo ganada. Tras el triunfo pasajero, en el mismo efímero triunfo, aparece la renacida insatisfacción que, en una voluntad orgiástica, empuja al ser a abrirse, a superarse.
La lujuria es para el cuerpo lo que el ideal es para el espíritu: la magnífica quimera, eternamente abrazada y nunca capturada, la que los seres jóvenes y ávidos, de ella embriagados, persiguen sin tregua.
La lujuria es una fuerza.»

Manifiesto futurista de la Lujuria. Valentine de Saint-Point.
París, 11 de enero de 1913. [texto íntegro]
Imagen: Miguel Ángel, Victoria (1532-34)

17 de maio de 2008

El apareamiento

El sexo, el echar un polvo, es sólo un suceso. Un suceso como los del periódico: “cae un rayo en un establo y mata a 25 vacas”. Es decir, un hecho circunstancial, fortuito y ajeno a nosotros. Es la playa que alcanzamos tras la tempestad, abrazados a un madero, a merced de las corrientes marinas y de la hidrodinámica del pecio.

Llegar (o no llegar) a los labios de cualquiera en plena noche es como un accidente de tráfico; es alcanzar, con la pasividad de una ramita, la desembocadura del río. Es encontrarse en la acera un billete de veinte, o recibir el impacto de una teja en un día de viento. Es decir, no es para nosotros, sino para cualquiera con la corriente y el madero adecuados.

En el sexo, muchos hablan de un tercero. Muchos hablan de una especie de objeto delicado, como una lamparita que les flota en el cogote, y que así como se enciende, así se apaga o se rompe un buen día. “No funciona”, dicen, o “se ha ido”, o “lo has estropeado”. Caemos entonces atemorizados ante los pedacitos de cristal vacíos de luz. Y nos decidimos a creer que aún podremos sobrevivir mientras quedemos dos, ella y yo. Pero olvidamos que el sexo nunca fuimos nosotros, sino el alcohol, las lunas y el olor de las estaciones.

Imagen: Caspar David Friedrich, Bahía y naufragio a la luz de la luna (1825-30)

26 de abril de 2008

Feedback

Llego a un pabellón gigantesco, abajo una llanura de mármol llena de gente y de colores, arriba un inmenso cielo oxidado, y comienzo a rastrear las miradas con la esperanza de dar con unos ojos familiares. Ella está aquí en alguna parte, buscándome entre el tumulto para decirme adiós. Pero no hay deseo, por compartido que sea, que pueda doblegar las leyes de la física.

La megafonía anuncia la inminente partida de su tren. La máquina es una muralla inmensa que, afilada como un cuchillo diamantino, quiebra de un lado a otro la estación. Voy hacia el andén frenético, aterrorizado, batiendo el espacio en todas las direcciones. Pero el oleaje humano se agolpa y rebulle frente a la máquina, ha
sta quedarse poco después el andén vacío.

Vuelvo la vista atrás, contemplo la enorme llanura inhóspita. Nadie. Tan sólo en las alturas la mujer de un anuncio me mira ferozmente, como si me conociese. Y por un instante, sueño que ella es la persona que busco y que suya es la voz dulce y amorosa: “por su seguridad, mantenga vigiladas sus pertenencias en todo momento”.

Contemplo ahora el tren interminable, sus vertiginosas líneas de fuga de uno a otro confín de la estación. Busco el anhelado rostro en las ventanillas del tren, p
ero sus tintados cristales tan sólo me devuelven mi propia imagen. Pienso que tal vez ella me esté viendo en este instante, pero eso no me sirve de nada; sólo me hace sufrir. Echo a andar a la par del tren esperando un milagro.

Se ilumina el tren y se pliegan sus puertas. Empieza a moverse lentamente. Me acerco a él hasta casi tocarlo y me sumerjo en su tibio aliento. Tan cerca, me doy cuenta de que puedo ver vagas sombras de los pasajeros a través del cristal. Pegadita a él me la encuentro, mirando al infinito. De repente, sus ojos se iluminan y sonríe. La mirada queda complacida durante un segundo porque alguien, allá al fondo, la envía de vuelta. Después, el tren se hunde centelleando en el oscuro agujero de la tierra.


Imagen: Marcel Duchamp, El gran vidrio o La casada desnudada por sus solteros, incluso (detalle inferior: los solteros).
[Ver también: Feedback, en Historias Eléctricas]

5 de abril de 2008

La primavera (II)

En el silencio de una noche de insomnio, temerosos y tiritantes, podemos escucharnos por un momento a nosotros mismos. Si estamos atentos, podemos oír en las paredes y resolver el misterio de nuestra vida. En ese preciso momento, todo lo que existe en el mundo se reduce a nosotros, al hormiguero de sensaciones que nos repican en la piel, en la boca, en los oídos; a la sangre que nos irriga cada músculo, cada pensamiento. Como si fuese un pedal cavernario, podemos escuchar el furioso redoble de la carne, el atronador acorde de nuestra simple existencia.

Imagen: momia peruana. Se cree que esta figura, mostrada en 1889 en la Exposición Universal de París, pudo servir de inspiración a Edvard Munch para la realización de El grito (1893).

26 de marzo de 2008

Las lamentaciones

Muchas veces, sentimos perplejidad al recordar nuestras acciones pasadas. Con toda frialdad, ponemos los hechos encima de la mesa, y los juzgamos conforme a nuestros actuales intereses. Decimos entonces: “qué estúpido fui”.

El error es flagrante. Tomamos nuestro pasado por un conjunto de circunstancias independientes de nosotros: el sol, la luz derramándose por entre las hojas de los árboles, el rumor del viento. Decimos: ¿por qué no aproveché que era joven y que todo era bueno?

Hay una cosa que no solemos recordar, porque no se puede recordar: las emociones. Porque recordar las emociones conlleva sentirlas. En cada instante de la vida, estamos poseídos por una voluntad profunda compuesta de deseos y miedos que explican todos nuestros actos.


Desde dentro, la infancia no tien
e nada de idílico. Pongamos por caso que pudiésemos volver a un día cualquiera de nuestros seis años. Nos descubriríamos, con toda seguridad, atrapados por un deseo o un temor triviales, pero que en ese momento paralizarían toda nuestra vida.

Con los años, las cosas parecen cambiar, pero no cambian en absoluto. Seguimos siendo niños antojadizos y susceptibles. Mientras escribo este post, mientras alguien lee estas líneas, los deseos y los miedos están ahí, más o menos conscientes, gobernándonos, manteniéndonos vivos y empujándonos hacia delante.


Desde esta altura, desde nuestras emociones presentes, contemplamos la infancia como
un lugar emocionalmente neutro, en el que nosotros no existimos, donde sólo existe el mundo alrededor: la hierba, la toalla extendida, la hormiguita trepando por el tallo de la margarita, las nubes en el cielo… Y nos parece que entonces éramos libres para haberlo hecho todo mejor.

Es el drama de la resaca. Uno apenas entiende por qué hizo lo que hizo durante la borrachera. Pero claro, de la borrachera uno no recuerda la borrachera en sí, sino la imagen de las cosas que nos rodeaban despojadas de las emociones que nos suscitaban en aquel momento. Entonces, ¿qué nos vamos a reprochar?

Un buen día nos sorprende encontrar increíblemente hermoso el lugar por el que pasamos todas las tardes, o increíblemente bella la amiga en la que nunca nos hemos fijado. Decimos: ¿a dónde he estado mirando todo este tiempo? Pero es que no basta con mirar. No es simplemente la hierba, el cielo o la hormiga. Somos primero nosotros; los colores del mundo son primero los colores de nuestra propia alma.

Imagen: Edvard Munch, Claro de luna (1895)

18 de marzo de 2008

Amarillo

De pequeño, yo pensaba que los seres humanos habíamos nacido privilegiados entre todas la criaturas, dotados de una inteligencia capaz de librarnos a ratos de los instintos naturales. Ahora, veo que nuestra única virtud es que somos capaces de poner nombres a las cosas y de combinarlos para hacernos una idea de lo que pasa ahí fuera. Somos capaces de intelectualizar el mundo y sus razones numéricas, incluyéndonos a nosotros mismos. Por momentos, podemos salir afuera y vernos, vernos como parte de ese sistema de relaciones causales. Y ahí se acaba nuestra originalidad.

Porque esa capacidad de objetivarlo todo es absolutamente incapaz de mitigar nuestros deseos, incluso cuando estos son estúpidos o suic
idas. Más bien al contrario, los lleva de la mano, los aviva y enfurece más que en ningún otro ser, haciéndonos así susceptibles de los más pintorescos placeres, pero también de los más rebuscados dolores. La inteligencia no es un organismo autónomo ni neutral, sino profundamente interesado, y se entrevera sutilmente con todos nuestros impulsos sirviéndoles de caja de resonancia. El resultado es que somos los únicos seres capaces de sentir placer al contemplar un atardecer, pero también de sufrir terriblemente por el amor defraudado.

Los refinamientos humanos son sólo una cuestión de grado. El caso es que somos seres sujetos al deseo, tan sujetos com
o un perro cualquiera. Ahora pienso en uno. Amarillo se llamaba. Vivía en la casa de mis abuelos, correteando por los prados y las arboledas alrededor. Era un perro de talla mediana, feo y amorfo, y decían que de palleiro. Tenía un color marrón claro, poco pelo, la cola tiesa y una oreja caída. Éste era su rasgo más distintivo. Siempre lo recuerdo así, mirándome, vuelto hacia mí allá en el fondo del camino y, sobre su cara, la oreja caída.

Amarillo jugaba poco con nosotros. Solía echarse en una sombra de la era cuando jugábamos a la pelota, y de vez en cuando nos miraba levantando perezosamente la cabeza, la oreja gacha. Luego, cuando íbamos a pasear, tal vez surgía de repente tras el muro de un camino y nos acompañaba de vuelta a casa. Entonces ya caía la tarde. Y se oía una campana lejana, y una jauría de perros se desataba ladrando en la distancia. Amarillo subía a la viña, eufórico, y le ladraba al aire. D
e repente, echaba a correr furioso, monte abajo, saltando muros y atravesando prados, hasta desaparecer entre los árboles.

En la aldea de la campana, vivía una perra pastor alemán que alguna vez venía con su dueño a visitar a mis abuelos. Era una perra elegante y airosa que no se prestaba a las caricias. Cuando Amarillo la veía, iba hacia ella. Pero el dueño de la perra le atizaba con una varita para espantarlo. Hacia aquella aldea de la perra se dirigía corriendo Amarillo cuando oía a los perros ladrar. Yo no sé lo que pasaba. Pero contaba mi abuela
que varias veces regresó cojeando, lleno de heridas, en el cuello, en la cara. Yo no entendía por qué.

Una vez, estábamos de paso en la casa de mis abuelos. Nos íbamos de camping a Almería, y pasamos para despedirnos. Resulta que Amarillo estaba echado en la era, respirando ruidosamente, con los ojos abiertos. Estaba lleno de sangre seca. Yo me senté a su lado, y lentamente acaricié aquellas postillas negras y ásperas adheridas al pelo. Luego tuvimos que irnos. Pero, unos días más tarde, supe que Amarillo se había curado. Y cuando volví, un mes después, lo encontré de nuevo correteando por los caminos, saltando de alegría por los huesos de churrasco que le traía mi madre.


Amarillo murió más tarde, tal vez un año después, en un episodio similar. Esta vez ni siquiera lo vi. Contaban que quizá alg
uien lo atravesó con una horquilla, pues traía en el costado unos extraños agujeros. Pero Amarillo aún tuvo fuerza para volver a casa y tumbarse en la era, como siempre había hecho. Y allí murió, lentamente desangrado. Cuando regresé, ya no estaba. De él, tan sólo un poco de tierra removida en un rincón de la viña.

Imagen: Franz Marc, Perro tendido en la nieve (1910-11)

9 de marzo de 2008

El cielo

Nos importa lo que piensen de nosotros, porque deseamos ser alguien en el mundo, perder el anonimato. Y pensamos que la mejor manera es ser brillantes en todo, nada más que virtudes. Gente encantadora y sociable, siempre positiva, elogiada por todos. Abnegada, de buen corazón, de apasionado carácter. Competente, confiable, inteligente, puro talento. Dotada de la hermosura justa para parecer original, de una salud flamante y de un vigor animal. Queremos ser unos conquistadores y pasearlo con elegante indiferencia; excitarnos con sólo imaginar lo que pensarán de nosotros. Pero, tanta genialidad, ¿a quién prestigia, a quién saca del anonimato? ¿De verdad le importa a alguien lo divertidos que seamos concretamente nosotros?

No nos deja en peor lugar ser los más miserables. Caminar como sombras por la calle, y que digan a nuestro paso: “mira, ahí va el filósofo”. Arrastrar un pensamiento obsesivo a todas partes, que no nos deja respirar, ni regalar sonrisas. Estar enfermos, sentir un profundo dolor en el vientre, en el pecho, en la frente, escupir sangre. Si lo único que queremos es causar sensación, ocupar con nuestro estilo la mente de los demás, también en el fango podemos ser generosos. Pues a nuestro alrededor, la gente se sentirá compasiva y dichosa al tiempo, llena de vida, floreciente en el orden natural. Pero seguirá sin conocernos.

¿A quién le sirve mi felicidad, mi mirada apasionada a la vida, a los árboles en fila de la alameda, a los rayos de sol que se derraman sobre el camino? ¿Acaso el anciano pobre y solitario, descamisado y tembloroso en su banco, puede siquiera imaginar el calor de mi fortuna? ¿Qué significan para mí las parejas alegres que se abrazan en la hierba, las mujeres triunfantes de las marquesinas del bus, sino sombras anónimas, personajes de una función que cualquiera podría encarnar? ¿Qué ventana habitan en el gigantesco edificio de enfrente, cuando la única ventana que conozco es la mía?

Desde fuera, escudriñamos con melancolía el rostro del éxito, sus ojos herméticos; recorremos sus mejillas con los labios, con la yema de los dedos, pero nos sentimos infinitamente lejos. La gloria es un tesoro, naturalmente. Pero no comunica nada de quien la tiene, porque no le pertenece, no es más suya que una gripe. Es un misterio que nadie puede dar o robar, que únicamente sirve a quien le toca y que sólo puede disfrutarse en soledad.

2 de marzo de 2008

El paragüero-afilador

Un domingo cualquiera, a las once de la la mañana, aparece por la calle un tipo vestido de azul, con un chiflo y una bicicleta: ¡el paragüero-afilador! Un trino gracioso con el chiflo y una voz enérgica, convencida: ¡el paragüero-afilador! Decía mi abuela que los paragüeros-afiladores venían todos de Ourense, y yo me pregunto si éste no se habrá perdido al volver, caminando solo por la acera desierta, los coches pasando: ¡el paragüero-afilador!

Entonces, mi madre me dice que este paragüero-afilador no debe de ser de Ourense, porque aparece los domingos si hace sol. Parece que a mi madre le hace ilusión, a juzgar por lo alterada que se ha puesto; le recuerda los tiempos remotos de la aldea. Intenta disimular: especula con que lo haya puesto el ayuntamiento para que no se acabe la profesión, y sospecha que le iría mejor el negocio por el campo, donde aún hay hoces y guadañas.

Pero, narices, allá al final de la calle baja un tipo con un artilugio apenas parecido a un paraguas, y otro con un cargamento de navajas para afilarlas todas. El paragüero-afilador se sube en la bicicleta y empieza a pedalear, rin-ran-rin-ran, haciendo girar la piedra de afilar, afilando lleno de razón. Allí se tira un buen rato con la faena, y cuando termina vuelve con el chiflo, y desaparece calle abajo: ¡el paragüero-afilador!

23 de febreiro de 2008

La mala suerte

Con la mala suerte hay que tener cuidado. Porque, cuando se ceba, se apodera de nosotros y nos enfurruña el semblante. Lentamente nos va convirtiendo en unos roñosos, en unos amargados, en esa clase de gente que evitamos porque sólo suelta borderías, en sombras solitarias llenas de suficiencia. Cuanto más nos perturban los fracasos, más fracasamos.

Llegado ese punto, hemos quedado insensibilizados ante el dolor ajeno. Nadie nos pide consuelo, porque sólo sabemos decir: "bienvenido al mundo real". En nuestro páramo de tristeza, creemos haber desenmascarado la realidad de la vida. Sin embargo, la vida es feliz para la mayoría. Y esta evidencia es difícil de soportar cuando las cosas siguen empeñadas en salir mal.

La mala suerte quiere que perdamos los nervios. Quiere que entremos al trapo, que pensemos en ella. Cada vez que la recordamos, crece. Cuando nos encabronamos y maldecimos el mundo, todo empieza a salir verdaderamente mal. Cuando nos sentimos ingeniosos al defender en público que las mujeres son malas -sólo porque no nos eligen-, olvidamos que justo así obtendremos doble ración de maldad. Cuando encontramos mil argumentos sólidos para persuadir a los demás de que efectivamente nuestra vida es cruel, nos dan la razón. Pero redoblando su crueldad. Pronto no faltará quien nos haga responsables de nuestras desgracias: "él se lo busca".

Si estamos jodidos, hemos de llevarlo con elegancia. Nos jugamos todo lo que nos queda. Si la partida va mal, romper el tablero es la peor forma de perder. Conviene tener calma y paciencia; respirar profundamente y agarrarse fuerte; esperar agazapados a que cambie el viento, lo que supuestamente puede suceder en cualquier momento.

Imagen: Goya, No hubo remedio, de la serie de Los caprichos (1797-98)

15 de febreiro de 2008

La buena suerte

Si tenemos un día de suerte, decimos que la suerte está ahí, que hay que esperarla, y que siempre termina por llegar. Pero hay, seamos justos, a quien no le llega nunca, quien se muere en la extrañeza de haber sido olvidado en todas las fiestas. El día en que nosotros aparecemos en la lista, el mundo nos parece lleno de bellezas. Y los afortunados, armados de luces, nos reunimos para convenir que la desdicha es un timo, y quienes la padecen una casta exótica en permanente lucha por enterrarse.

Es normal que lo hagamos. Es parte de la fel
icidad. La felicidad conlleva cierta sensación de altura, de estar subido al carro, en el negocio de las cosas que se mueven, que son normales, que nos mezclan con los demás. La humildad, en cambio, nos debilita, nos ancla a la tierra, nos tira del tren, nos amenaza de muerte. Tantas luces encendidas, allá en el fondo de la vía, son demasiado tentadoras como para no dejarnos hechizar por un instante.

Imagen: Goya, Niños inflando una vejiga (1777-78)

2 de febreiro de 2008

El letargo

Me da la impresión de que ando un poco desganado. En particular, se me nota cuando me hablan de ir de fiesta. Por ejemplo, pensar en disfrazarme en Carnaval se me antoja una tarea moralmente imposible, una cuesta arriba extenuante. Pensar en ponerme una cosa encima, cualquier cosa, y salir a la calle, me provoca tal sueño, que me pondría a dormir en el medio de la acera.

Otra vez parece que tengo un síndrome prefestivo. Y eso que hace un día espléndido, un precioso sol de invierno y un airecillo tibio cargado de esencias.

Ahora me estoy dando cuenta de la encantadora sonoridad de los días despejados. Del eco que lo inunda todo, que rebota en los patios, en los tejados soleados, y que luego se desvanece por el abismal hueco del cielo. Un taladro a lo lejos, una sirena, un batir de alas, palpitan ligeros por el vacío. Y de fondo, ese pedal que es el rumor del tráfico se confunde con el silencio, con la respiración del gigantesco animal que duerme bajo la ciudad.

1 de febreiro de 2008

Teletransportes

Coger un avión es, para muchos, una gestión insípida. La confianza con que atraviesan el control de seguridad lo dice todo al respecto. No necesitan pensar en lo que hacen; pueden ocupar su cabeza en sus negocios. Entretanto, se dejan ir por el carril, tan maquinales como despreocupados. Se recorren el infinito pasillo sabiendo exactamente a dónde se dirigen y, finalmente, proceden a trasladarse de galaxia por arte de birlibirloque.

Pero a mí el avión no me gusta. Y me pregunto por qué, dadas las estadísticas. No tengo respuesta; éste es un asunto primario y visceral. El miedo es pura voluntad, pienso. Como el dolor: "de repente, el cielo no dice nada". El tiempo se para y no pensamos, sólo sentimos. Como a Orfeo, el mundo, el mismo mundo, ahora no nos reconforta, no nos ofrece nada que parezca hermoso. La naturaleza amable, las montañas y los prados alrededor son de pronto heraldos de una naturaleza ominosa y desencantada.

Trato de reanimarme mirando a la azafata que da las consignas de seguridad. Se ríe como una tonta. Algo le ha hecho gracia, o se siente estúpida quizá porque es la primera vez que hace semejantes aspavientos. Me da la risa también. Constato que, efectivamente, estoy insensibilizado. No hay tacones que puedan conmigo. Intento olvidarme en
La peste, de Camus, mientras el avión enfila la pista de despegue. Apenas la tiene, da gas al máximo, se lanza a toda velocidad, retemblando como el mimbre, y luego se levanta.

Debo de ser un poco rancio. Cuando nací, hacía años que funcionaban las líneas aéreas regulares. Sin embargo, no dejo de sorprenderme de que podamos atravesar Europa sin ver una sola montaña, sólo una galería tubular infundida de luz fluorescente. Como si algo se me perdiese en otra época, siento nostalgia de la verdadera extensión de las tierras, ésa que llevaba semanas atravesar, llena de parajes secretos a los que no llegaba Google Earth.

La tierra se aleja y se convierte en un enorme cojín lleno de remiendos. Estoy volando, me digo. Volar siempre ha sido un sueño humano y los pájaros símbolo de libertad. Pero los objetos allá abajo, lejos de ser una invitación a la felicidad, son una amenaza. Recuerdo entonces el
Viajero sobre un mar de nubes, de Friedrich. Y pienso por un momento si no seré todo lo contrario a un romántico al tomarme tan a pecho la situación. No parece, desde luego, la actitud con que Turner se amarró cuatro horas al mástil de un barco durante una tormenta para luego pintar la Tormenta de nieve.

Las ideas se me enredan con las turbulencias. Los remiendos, el abismo, la Peste, la azafata. En avión, perdemos la perspectiva del espacio recorrido. Los espacios ya no se recorren, porque nuestras ciudades florecen en el vacío, formando como un archipiélago, o se apilan virtualmente unas sobre otras. Podemos acceder directamemnte al meollo de los más afamados lugares, y no llegar, sino simplemente aparecer: ¡flop! Leo que la peste de Orán fue tan terrible, que hombres y mujeres hubieron de mezclarse en la misma fosa. Luego, levanto la cabeza y veo la larga columna de habitantes del avión. Si nos estrellamos, podría con suerte acabar mezclado con los delicados huesos de la azafata. Poética forma de acabar juntos.

¿Será este miedo una faceta de lo sublime? Burke propone que lo sublime no tiene nada que ver con lo bello, e incluso es antitético. Se refiere a una naturaleza violenta que, dada nuestra insignificancia, amenaza con destruirnos. Pero acabo de darme cuenta; estoy sufriendo una confusión. El truco de lo sublime reside en la seguridad experientada. Es la contemplación del oleaje cerca del acantilado, pero no colgado de él. Es estar cerca, pero no DEMASIADO CERCA. Lo sublime exige que no nos involucremos, es decir, que nos abandonemos, que dejemos de ser protagonistas de nuestra vida. Si tengo miedo de verdad, hago justo lo contrario.

Imagen: J. M. William Turner, Lluvia, vapor y velocidad (1844)

20 de xaneiro de 2008

Flechazos

Me pregunto qué tiene la quebrada cadencia con que respira la cuerda al comienzo de la Novena de Mahler, en un oloroso estertor de amor y de nostalgia. Es un viento frío, húmedo, que palpita sobre la hierba, que se enreda lánguidamente en los árboles y los eriza de tristeza. La respuesta no está en los suspiros de la orquesta, ni en el viento, ni en los árboles. Todas esas cosas no tienen, de por sí, nada de hermoso. Cuando de verdad amamos algo, somos el último hombre sobre la tierra. Sólo entonces nos damos cuenta de que lo importante somos nosotros, porque sin nosotros toda forma quedaría perdida en el vacío del mundo.

Preguntarnos sobre la belleza es ante todo preguntarnos sobre nosotros mismos. Porque todo placer estético es un placer aprendido desde la infancia en el contexto de una tradición cultural, cordillera insalvable en el horizonte. Que los espacios inmensos, remotos y desolados nos dejen extasiada la mirada no guarda una relación unívoca. Al contrario, es
un hecho íntimo con un trasfondo convencional: la estética romántica de lo sublime. De hecho, hasta el siglo XIX, el paisaje no era un lugar muy sugestivo para los pintores.

Sabemos cómo hay que amar, porque lo hemos visto por la tele, o tal vez porque lo hemos aprendido con un ser querido. ¿Pero hay algo de nosotros en todo esto? La respuesta, quizá, está al principio, en la infancia, cuando empezamos a descubrir cómo funcionan el placer y el dolor. Se supone que experimentamos la verdadera conmoción del hallazgo en un territorio sin pautar, donde aún no son evidentes los encantos de las flores, de las montañas, de las mujeres.

En preescolar nos dejaban dibujar mucho. Solíamos hacerlo antes de irnos a casa, por lo que para mí era un momento feliz por partida doble. Recuerdo un estante lleno folios de tamaño cuartilla. Me parecían un objeto asombroso, pues eran blancos, a diferencia de todas esas hojas pa
utadas de las libretas. Y sobre ellos podía dibujarse cualquier cosa. Yo siempre dibujaba lo mismo con un lápiz: un camino, una fuente, una casa y, al fondo, unas montañas. Y siempre era un hallazgo en tres tiempos: un viaje, un descubrimiento emocionante y un regreso.

Empecé a dibujar también en casa. Entonces, mi padre me acompañaba haciendo exactamente lo mismo. Por él aprendí dos trucos ilusionísticos que me parecían prodigiosos. Uno fue la perspectiva frontal escorzada: podía desdoblar la casa, mostrar las cuatro agua
s del tejado y fugar la pared lateral en profundidad. Pero más me encandiló el truco de las montañas: podía meter más montañas entre las montañas, y así parecía que la cordillera se agrandaba hacia el fondo. Y así lo hice, empecé a dibujar sólo montañas, cada vez más montañas, y objetos diminutos en ellas, y enormes nubes. Recuerdo aquellos dibujos como una síntesis de todos los mitos de mi infancia, de la aldea de mis abuelos, de los campos y montes alrededor, y de todo lo que giraba en mi imaginación.

Pasaron los años. Una de las cosas que andan por el trastero es mi libreta de Lengua Española de 6º de EGB. En ella hay un relato revelador: en primera persona, cuenta la visita a un acantilado en un día de tormenta; luego, cómo se desencadenan los rayos y el terrible oleaje; y finalmente, cómo vu
elve a salir el sol. Por primera vez, y sin la menor idea de Petrarca o de Turner, escribí un tributo a la enormidad de la naturaleza y a la conmoción que provoca. Hoy me he dado cuenta de la cantidad de veces que, en lo esencial, he escrito lo mismo: el paseo, el emocionante encuentro, el regreso a casa.

El diagnóstico es un poco decepcionante. Lo que quiera que sea nuestro, es muy difícil de identificar. Mis preferencias, desde el mismo principio, no son una expresión primaria ni exclusiva, y parecen ir afiliándose paulatinamente a la tradición romántica convencional. El final de la historia tiene lugar cuando descubro la pintura de Friedrich, y quedo estupefacto al comprobar que representa algo que de alguna manera siempre había intuido. Parece que el gusto, rudo al principio, se va escorando con el tiempo hacia los moldes que mejor lo representan socialmente. Y se ve influido por ellos, hasta el punt
o en que ya no diferenciamos lo propio de lo ajeno.

Imagen: Caspar David Friedrich, Mañana en el Riesengebirge (1810-11)

3 de xaneiro de 2008

La huella de la vida

El arte es el poso, el sedimento de la vida. Una excrecencia física de nuestra forma de pensar y de actuar, y que permanece, como vestigio, cuando ya no estamos. Desde un punto de vista amplio, arte es toda producción humana, mejor o peor, consciente o no, que nos permite inferir, pasado el tiempo, la mentalidad que la produjo. Por debajo de las grandes obras, de los grandes programas, de los museos y galerías, y de sus reputados artistas, subyace uno de los aspectos que mejor definen la relación que mantiene el hombre con los objetos: la voluntad de acumulación.

Ayer, cediendo a la insistencia de mi madre, hice limpieza del rocho. Hoy, preferiría no haberla hecho. Tengo la sensación de haber violado una tumba faraónica, y ahora andan sus fantasmas rondándome. El caso es que lo que allí había era difícil de relacionar con una decisión personal, con una voluntad mínimam
ente consciente de orden. En realidad, aquel amasijo de cosas parecía más bien producto de una floración espontánea y descontrolada, como la que podría inspirar un cementerio medieval. Tan personales una vez, tan útiles y vigorosos, los recuerdos parecían ahora ajenos, pedazos muertos de mí, con la hueca apariencia de un fósil.

En una época en que infinidad de objetos e imágenes de escaso valor proliferan por las casas, sobre paredes, estanterías y televisores, uno no puede tenerlo todo
bajo control. Las cosas siempre pululan de un lado a otro, de un estante a un cajón, en función de factores como la vigencia emocional (quito la foto de Pepita, porque ya no es mi novia) o la adecuación formal (necesito un bolso rosa para mis zapatos rosas), e inmediatamente lo viejo se olvida. Los objetos que nos rodean van siendo desplazados del centro de atención para conformar una extraña construcción en el limes de la consciencia, un territorio que no pisamos pero que teóricamente nos pertenece.



Todas nuestras pretensiones de control sobre las cosas están abocadas al fracaso. Pues, bien que en nuestra mesilla de noche las cosas se mantengan en nuestro ámbito consciente, apenas se desplazan a la periferia de la vida, todo comienza a extraviarse, a emanciparse de nosotros. Allí se seca como un vestigio de un ser que ya no existe. Y poco importa que siga dentro de nuestra casa. El resultado es la conversión del hogar en un almacén ultrabarroco de cacharrada industrial, gobernado a menudo por el mismo horror vacui de quien padece síndrome de Diógenes. No es que la obra necesite de una pared, sino que la pared necesita de una obra, y esto se adapta perfectamente a nuestros enormes excedentes. Nuestro espacio debe llenarse a toda costa. A cualquiera nos parece penosa una estantería vacía. Que objetivamente todo lo que haya allí sea basura, y que aún se reconozca como tal, no impide que aporte una sensación de seguridad casi apotropaica.

Si lo que digo parece un reproche feroz, nada más lejos de las realidad. En mi casa reina la cacharrada, es un hecho evidente. Decía que ayer buceé en la del rocho. Y encontré, encontré cosas. ¡Madre! ¡Qué cosas! Pura basura inútil, que diez minutos antes hubiese sido incapaz de recordar. He aquí otro acontecimiento común: el fortuito regreso de un objeto al centro de atención (el reencuentro de un cuaderno de infancia, etc.) puede otorgarle la cualidad de 'tesoro'. En mi caso, al hallarlos, los 'tesoros' llegan a producirme una inquietud profunda. Una terrible sensación de pérdida, de olvido, y una fogosa ansia por reanimar los cadáveres, por desenterrar todos los tesoros. Cualquier objeto, adorno, juguete, escrito, es objeto de mi codicia. Quiero recuperarlos, para poseerlos y protegerlos.

Pero aún me queda algo de cordura. E inmediatamente caigo en la cuenta de que inventariarlo todo es una tarea imposible. Me deprimo profundamente. Todo se perderá, es irremisible, y no queda otro camino que el de la renuncia. Pues, si aspiro a controlar todos los artilugios que he comprado, todos los cachivaches que me han regalado, todas las fotografías que me he hecho y las líneas que he escrito, necesitaría otras tres vidas por lo menos. Así que la mayor parte de las cosas las envío directas al contenedor. Rescato tres cosillas, tres historias ilustradas que hice con seis u ocho años. De una de ellas recuerdo el mismo momento en que la empecé. Había grapado unos pocos folios a la mitad; entonces escribí el título en la portada:
Fantasmas. Las he metido en una carpeta roja. No pueden perderse.

Imagen: Juan de Valdés Leal, In Ictu Oculi (1670-72)