El gris plomo es el color más sombrío, porque es el color del mundo cuando el sol acaba de ponerse y es domingo y mañana hay cole. Es el color de la resaca, de la hipotensión y del desmayo. Es el color de lo que no tiene color, de lo que no huele a nada. Su mayor intensidad la alcanza en la hora de meterse en cama, cuando el silencio es tan grande que hasta se oye el corazón en los oídos, y las sábanas están frías.
El gris plomo es el color del cielo cuando es más pequeño, cuando ha desaparecido bajo un manto uniforme de nubes; es el color de la niebla, el color de la noche cerrada. Provoca una sensación de intensa realidad, como el pinchazo de una aguja; inhibe el ensueño y la imaginación, inflamando la presencia de los objetos inmediatos, que se aparecen tan sólidos como insulsos. Su acústica corresponde a la de los días de lluvia, a la de los trasteros, donde el mundo queda ensordecido y uno sólo se oye a sí mismo.
El gris plomo es el color del tiempo que se agota, que marcha redoblando hacia atrás; es el color del futuro incierto y del miedo.
Fotografía: Agurdión
27 de abril de 2009
Color #2: gris plomo
5 de abril de 2009
La casa
El agujero: era una muesca cóncava en el centro del umbral de piedra, por donde el lobo metía la patita pintada de blanco. Siempre que yo entraba en la casa, me detenía mirando aquella extraña forma, maravillado por la casualidad que la había colocado justo en aquel lugar.
Las culebras: salían de repente de entre la hierba seca que se apilaba en el zaguán, junto al establo, y ondulaban por el pavimento, barridas por una escoba de retama hacia el agujero del umbral.
Una gran cabeza astada: asomaba en el ventanuco del pesebre, como expuesta en un escaparate, y comía entre ruidosos bufidos tréboles y largas briznas, la lengua morada, la nariz húmeda y la frente dura como el mascarón de proa de un barco.
El piso de arriba: se estremecía con las embestidas del ganado, que por veces levantaba la cabeza más de la cuenta. Cada impacto se propagaba como un redoble por todo el entablado, e iba animando gemidos y tintineos en los objetos.
El reloj de pie: tenía un péndulo abollado de color dorado, una clavija para dar cuerda y, según mi padre, un peligroso mecanismo en tensión que, si se manipulaba, podía dispararse como una ballesta. Custodiaba la entrada a un pasillo lleno de armarios donde, como en la caja de una guitarra, reverberaban los segundos.
El moribundo: había sido un hombre infame, y ahora moría solo en aquella habitación, al fondo del pasillo. Yo fui a visitarlo en secreto, picado por la curiosidad, porque quería saber cómo era la muerte. Lo encontré allí, tendido en su cama, respirando ruidosamente, iluminado por la ventana que daba al campo de los manzanos. Y me vio; se percató de que yo lo miraba como si sólo fuese un objeto asombroso, como si fuese una culebra retorciéndose al sol. Recuerdo nítidamente aquella escena y el tétrico espacio alrededor: colgado en la pared, un gran reloj de madera sin agujas; en el otro extremo de la habitación, una cama vacía, sólo con un gran somier de horribles alambres oxidados. Tuve miedo y me fui corriendo.
El desván: se accedía al bajocubierta por una escalera muy deteriorada que se escondía tras un armario del pasillo. El lugar estaba tenuemente iluminado durante el día, cuando la luz del sol se filtraba por entre la pizarra del tejado. Allí había mucho polvo y muchas cosas viejas. Lo más impresionante era una tremenda colección de cabeceros de cama. Estaban apoyados los unos sobre los otros, todos recios, enormes y petulantes, cada uno en su forma y estilo, aquí y allí volutas, listones y pináculos. Y todos estaban enterrados bajo el mismo polvo ceniciento.
*Imagen: Caspar David Friedrich, Vista desde la ventana derecha del estudio (1805-06)