A veces, mirar a la Historia suscita una especie de sensación de certeza y seguridad. Frente a lo incierto del presente-futuro, el pasado aparece ya dibujado, con grandes trazos esquemáticos y fácilmente inteligibles. Cuando el mundo de hoy se aparece como un puzzle caótico en espera de su digestión por las generaciones venideras, el pasado está prácticamente escrito, perfectamente definido en sus fronteras y en sus engranajes.
Es entonces cuando, para algunos, la Historia puede convertirse en un consuelo. Pues pone al alcance de la mano la posibilidad de reflejar en lo que hoy parece incierto, difícil e incluso ominoso, un pasado ordenado y riguroso en sus posibilidades y, por extensión, hasta pacífico y feliz.
El nostálgico suele ver decadencia en el presente, cierta carga de tristeza en las cosas, que se presentan como acabadas, como un estertor, un apéndice deforme e hipertrofiado de una época canónica. Y, en ese presente, es capaz de descubrir lo que se da en llamar comúnmente “territorio” como un exponente de continuidad o de perdurabilidad de aquella sagrada esencia antigua.
Por espesa que sea la pátina con que el presente recubre el invariable perfil de las tierras o el adusto semblante de los monumentos históricos, el nostálgico es capaz de ver a través de ella la serenidad de lo eterno.
Pero, tal pátina es, obviamente, una ilusión. Y el recurso a la imaginación una dulce artimaña que oscurece la visión de la realidad. El presente no tiene pátinas. Todo es presente, y sólo a él pertenecen la tierra o las catedrales. La tierra que ocuparon los hechos pasados no existe, ha desaparecido. Tampoco nada de lo que hoy podamos ver con nuestros ojos ha existido antes. Pretender barruntar el mundo fenicio o romano bajo los cimientos de ese horror urbanístico que son hoy por entero litorales como el valenciano es sencillamente una aberración. Y proponer que pueden hermanarse dos civilizaciones por la mera coincidencia de un perfil cartográfico es quimérico.
No lo digo en la suposición de que éste es el momento más sórdido de la historia, ni de que haya sido más plácida la existencia para un fenicio en la Costa del Sol; lo digo en la certeza de que nuestro presente al final será sólo nuestro. Y los hombres futuros tan sólo podrán aspirar a imaginarlo, a dibujarlo con trazos resueltos sobre sus mapas y a entreverlo en el paisaje de tierras que aún no existen.
31 de agosto de 2006
El consuelo de la Historia
17 de agosto de 2006
Atardecer
"La puesta de sol fue tan bella, tan grandiosa, con sus masas de nubes de colores espléndidos, que se congregó casi una multitud en el paseo que bordea el precipicio del viejo cementerio para contemplar tanta belleza. Antes de que el sol se hundiera tras la oscuridad (...), una miríada de nubes de todos los colores del crepúsculo marcó su camino descendente: fuego, púrpura, rosa, verde, violeta, y todos los tonos de dorado; aquí y allá, cúmulos no demasiado grandes, pero de una negrura aparentemente absoluta, con formas de todo tipo, delineadas como colosales siluetas."
15 de agosto de 2006
Vivir es ver volver
"... Vivir es ver volver. El tiempo pasa; las cosas que quisimos son caedizas, fugitivas; se van. Y esto es morir: borrarse de sí mismo, borrarse dentro de sí mismo y sentir que se nos van desvaneciendo, que se nos van secando, poco a poco, aquellas cosas que nos hacen el alma, aquellos seres que hemos amado un día y a los cuales debemos lo que somos. Pero vivir es ver volver. Es justo y necesario conservar los afectos como eran y los recuerdos como serán, y atar los unos y los otros, en una misma ley de permanencia; es justo y necesario saber que cuanto ha sido, todo cuanto ha temblado dentro de nosotros, está aún como diciéndose de nuevo en nuestra vida y en la vida..."