«Amé tanto a mi padre que ya nunca he podido amar a nadie más, te habrás dado cuenta, no te habrá pasado inadvertido, tú lo sabes, le amaba como todos los niños aman a su padre, pero sin alegría, yo le amaba con dolor, un dolor que formó parte de mi vida desde que tengo uso de razón, recuerdo con toda claridad el punzante dolor a los dos años, a los tres años, un dolor tenaz, como un tornillo que gira y perfora sin llegar nunca a ajustar, yo me preguntaba si alguna vez cesaría el dolor, si llegaría un día, cuando fuera un adulto como mi padre, en que el dolor desaparecería, pero no cesó, se fue espesando hasta hacerse como una nube y yo vivía en esa nube, dentro de esa nube, hoy el dolor continúa igual que entonces hincado en mi corazón, no me deja respirar, muy pocos saben lo que es el dolor metido en la cabeza de un niño, aunque esté gozoso está dolorido, todo es dolor y formas del dolor, ése es mi mundo.
(...)
El dolor es una niebla, la llevas contigo a donde vayas, estás sumergido en el dolor, un niño no tiene defensa, no sabe ni siquiera lo que le duele, no puede luchar contra el dolor porque no sabe que está poseído por el dolor, a veces está alegre, parece jovial, juega con los otros niños, pero es una imitación, imita a los otros niños con mucha obediencia para no distinguirse, pero está separado de ellos por una barrera, está encerrado en la burbuja de su dolor, sin escapatoria, se ve a sí mismo jugando con otros niños y hace esfuerzos para ser como los demás niños, pero sólo puede imitar y sabe que está imitando, no tiene más compañía que su dolor, por eso no he podido ayudarte ni podré ayudar a nadie nunca (...).»
Barcelona: Anagrama, 2003
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