Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

29 de novembro de 2008

El dolor (II)

«Amé tanto a mi padre que ya nunca he podido amar a nadie más, te habrás dado cuenta, no te habrá pasado inadvertido, tú lo sabes, le amaba como todos los niños aman a su padre, pero sin alegría, yo le amaba con dolor, un dolor que formó parte de mi vida desde que tengo uso de razón, recuerdo con toda claridad el punzante dolor a los dos años, a los tres años, un dolor tenaz, como un tornillo que gira y perfora sin llegar nunca a ajustar, yo me preguntaba si alguna vez cesaría el dolor, si llegaría un día, cuando fuera un adulto como mi padre, en que el dolor desaparecería, pero no cesó, se fue espesando hasta hacerse como una nube y yo vivía en esa nube, dentro de esa nube, hoy el dolor continúa igual que entonces hincado en mi corazón, no me deja respirar, muy pocos saben lo que es el dolor metido en la cabeza de un niño, aunque esté gozoso está dolorido, todo es dolor y formas del dolor, ése es mi mundo.

(...)

El dolor es una niebla, la llevas contigo a donde vayas, estás sumergido en el dolor, un niño no tiene defensa, no sabe ni siquiera lo que le duele, no puede luchar contra el dolor porque no sabe que está poseído por el dolor, a veces está alegre, parece jovial, juega con los otros niños, pero es una imitación, imita a los otros niños con mucha obediencia para no distinguirse, pero está separado de ellos por una barrera, está encerrado en la burbuja de su dolor, sin escapatoria, se ve a sí mismo jugando con otros niños y hace esfuerzos para ser como los demás niños, pero sólo puede imitar y sabe que está imitando, no tiene más compañía que su dolor, por eso no he podido ayudarte ni podré ayudar a nadie nunca (...).»


Félix de Azúa, Momentos decisivos
Barcelona: Anagrama, 2003


Entradas relacionadas: El dolor (I); La rueda de Ixión

20 de novembro de 2008

Lugares comunes

Recuerdo un día de verano en que había ido a bañarme a aquel pedregal del río. Yo estaba dentro de un Seat León aparcado en la cuneta. A través del parabrisas, me había quedado mirando a otro León aparcado justo delante. Estaba enfrentado a mí, con sus acharoladas líneas de fuerza, con su simétrica mirada de esfinge. Cara a cara, uno y otro coche parecían representar cierto parentesco entre sus dueños. Conformaban una imagen heráldica, perfecta, que parecía remitir a esas formas comunes a todos los hombres, a esas visiones esenciales de la vida, que preexisten a los sentidos y que no caducan.

Obviamente, era una ilusión. Si en algún luga
r existen estas formas preexistentes, el último donde las encontraremos es en el mundo del diseño industrial. Porque es un mundo fabricado esencialmente con fecha de caducidad, o para tener fecha de caducidad, la cual se calcula con extrema precisión para garantizar la reproducción del mercado. La imagen del tráfico rodado, vegetación urbana por antonomasia, cambia en ciclos de pocos años que volatilizan el paisaje. Paradójicamente, los diseños industriales se nos aparecen constantemente como formas definitivas, como descubrimientos que presumen de trascender la historia. Para muchos consumidores, los concesionarios son depositarios del progreso científico y las radiofórmulas lo son de la vanguardia musical. Muchos piensan que viven un momento histórico maravilloso, que cada nuevo gadget hace palidecer el descubrimiento del fuego.

Pero ahí fuera del coche hay un mundo inmenso que pervive lleno de serenidad y belleza, tal cual existía hace mil años. A mí me interesan las formas duraderas, las imágenes compartidas con gentes de otro tiempo, sobre las cuales seguramente pensaron cosas similares a las que yo pienso. No el mundo de lo hipercodificado, que se comercializa con significados cerrados y atados. Sino las imágenes abiertas del mundo real, las que han espoleado desde siempre la imaginación de los hombres: los árboles, las nubes, un campanario recortado sobre el cielo de la ciudad, contemplado por las generaciones durante cientos de años.


Nuestra cabina espacial es un telón multicolor que nubla la verda
dera materia de la vida. Vivimos rodeados de una constelación de artefactos cuya existencia es efímera, y que no obstante dotamos de una dimensión universal. Por momentos, se nos invita a creer en el presente como un estado absoluto, definitorio de la esencia humana. Pero imagino algún lugar remoto de la historia: algún lugar de la Creta minoica, o del reino lombardo. Cualquiera que desde allí nos viese estaría convencido de que no somos humanos. Sin embargo, seguimos siéndolo porque, en lo esencial, el mundo es el mismo: las estrellas que miramos son las mismas, literalmente las mismas.

Imagen: Guarino Guarini. Cúpula de la capilla del Santo Sudario (1667-90), en la catedral de Turín.

1 de novembro de 2008

Día de Difuntos

En la orilla del Lete reina el mismo espíritu que en un primero de noviembre. Ése es precisamente el clima psicológico que se ha perfilado con el tiempo, la emoción que quiero recoger. Por eso, En la orilla del Lete tiene este tufillo a naftalina, el aire amanerado, caduco y chocho de las viejas historias, de los que piensan demasiado en el tiempo, de los que tienen un recuerdo enquistado y lo rumian constantemente.

Es el ánimo meditabundo con que visitamos el cementerio, la parálisis y la melancolía, que despiertan la furia de quienes ofrecen una alta reactividad a la realidad inmediata, de quienes se reinventan a cada segundo. Como en el cementerio, en este blog hay un sentido kitsch de la belleza y una poética de lo añejo, tanto como en la etiqueta de Brugal Añejo. El diseño, con sus colores pastel y su petulante cursiva inglesa, tiene algo de delicadeza impostada, repipi, como en los viejos cuadros pompier. Ya sólo el título delata a todo el blog, estirado e idiota, como esos paragüeros estampados con un cuadro rococó.

Sea de buen o de mal gusto, este blog no se plantea dejar de ser lo que es, es decir, una larga y sostenida visita al cementerio. Pero no al cementerio de la Almudena, no a un cementerio civilizado, en el peor sentido del término, sino a uno apartado y remoto, a un auténtico camposanto rodeado de silencio. Se trata de un lugar muy concreto que está en el limbo del mundo, en un anochecer perpetuo de frío y de lluvia. Es un cementerio lleno de hierbas y de hojas secas, al abrigo de una capilla con una espadaña barroca y de un gran roble que, derribado por su propio peso, se pudre desde hace años con las raíces al aire.

Esta tarde, hallé una tumba bajo la hierba al raspar un poco con el pie. La lápida era una plancha de mármol amarillento, ligeramente inclinada sobre el suelo por el paso del tiempo. Había grabada en su parte superior una cruz muy adornada, y en el centro una leve inscripción de color negro que aún permitía leer la fecha de defunción de 1919. Me conmovió estúpidamente descubrir que nadie iba a llevar flores a aquella tumba.

Tal es el espíritu de este blog, tal su insensata preocupación. No busca un estado lacrimógeno o depresivo, sino al contrario, el brillo del oro entre la hojarasca. Como el cementerio, este blog es para quien lo escribe sólo una parcela de la vida y, al tiempo, un referente vital. La esencia de las formas del mundo cementerial, particularmente cristiano, no es el dolor y el planto, sino la memoria.


Imagen: Caspar David Friedrich, Abadía en el robledal (1808-10)