Llego a un pabellón gigantesco, abajo una llanura de mármol llena de gente y de colores, arriba un inmenso cielo oxidado, y comienzo a rastrear las miradas con la esperanza de dar con unos ojos familiares. Ella está aquí en alguna parte, buscándome entre el tumulto para decirme adiós. Pero no hay deseo, por compartido que sea, que pueda doblegar las leyes de la física.
La megafonía anuncia la inminente partida de su tren. La máquina es una muralla inmensa que, afilada como un cuchillo diamantino, quiebra de un lado a otro la estación. Voy hacia el andén frenético, aterrorizado, batiendo el espacio en todas las direcciones. Pero el oleaje humano se agolpa y rebulle frente a la máquina, hasta quedarse poco después el andén vacío.
Vuelvo la vista atrás, contemplo la enorme llanura inhóspita. Nadie. Tan sólo en las alturas la mujer de un anuncio me mira ferozmente, como si me conociese. Y por un instante, sueño que ella es la persona que busco y que suya es la voz dulce y amorosa: “por su seguridad, mantenga vigiladas sus pertenencias en todo momento”.
Contemplo ahora el tren interminable, sus vertiginosas líneas de fuga de uno a otro confín de la estación. Busco el anhelado rostro en las ventanillas del tren, pero sus tintados cristales tan sólo me devuelven mi propia imagen. Pienso que tal vez ella me esté viendo en este instante, pero eso no me sirve de nada; sólo me hace sufrir. Echo a andar a la par del tren esperando un milagro.
Se ilumina el tren y se pliegan sus puertas. Empieza a moverse lentamente. Me acerco a él hasta casi tocarlo y me sumerjo en su tibio aliento. Tan cerca, me doy cuenta de que puedo ver vagas sombras de los pasajeros a través del cristal. Pegadita a él me la encuentro, mirando al infinito. De repente, sus ojos se iluminan y sonríe. La mirada queda complacida durante un segundo porque alguien, allá al fondo, la envía de vuelta. Después, el tren se hunde centelleando en el oscuro agujero de la tierra.
[Ver también: Feedback, en Historias Eléctricas]