A veces voy a pasar la tarde al río, a un lugar lleno de rocas que el agua atraviesa formando raudales. Cerrado por la arboleda, es un lugar poco concurrido, que algunos habitantes de la ciudad usan como playa en los días de verano. La ensenada que se forma detrás de una pequeña presa es utilizada como lugar de baño.
Me fijé esta tarde en una mujer joven, que estaba rayando algo en una libreta junto a otra mayor, tal vez su madre. Bajo su peña, se abrazaba una pareja de hippies totalmente desnudos, ocultos tras unas hierbas. Ajena a ellos, la mujer rayaba con extraño afán, con el esmero de un niño, su vista perdida en un lugar lejano, e iba haciendo pausas para morder el lápiz.
Los hippies se levantaron, se pusieron la ropa y se marcharon. Inmediatamente las mujeres se levantaron también, y fueron a ocupar la roca inferior, a resguardo del viento. Fue al ponerse del pie, al caminar un poco, cuando la joven demostró no sólo que era especialmente guapa, sino también que no debía tener más de quince o dieciséis años. Desarrollada en altura, en piernas, en caderas, delataban su edad una piel demasiado fina, unos pies pequeños y blandos, y un extraño deje de ingenua curiosidad en su mirada.
Tiempo más tarde, la vi paseando por las rocas. No le di importancia al principio. Pero luego comencé a apreciar algo extraño en su actitud. Su paseo era especialmente frenético. Había algo de juego en los recorridos que trazaba. No se trataba simplemente de acercarse a la presa para bañarse, o al otro lado para estirar un poco la piernas y contemplar distraídamente el paso del río. Se trataba en realidad de una investigación exhaustiva del lugar y, dicho sea de paso, de las cualidades motrices de su propio cuerpo.
La chica atravesaba una y otra vez el roquedal, de una punta a la otra, dando saltos ágiles y entusiastas. Iba, como presa de una extraña ansiedad, pintando aspas con su insólito itinerario. Después de cada escapada, regresaba junto a su madre, con quien no permanecía más de medio minuto, y volvía a levantarse para hacer una nueva batida. Cada vez buscaba un recorrido nuevo, a cada cual más difícil, como si estuviese buscando algo que tuviese la certeza de haber perdido en algún punto de este lugar.
Algunos comenzaron a mirarla con cierto asombro. La cría saltaba sobre las toallas ajenas, desentendida de los seres humanos del lugar, sólo concentrada en su misión. Alguien a mi lado insinuó que la niña debía de ser hiperactiva, y afirmó conocer un método para quitarle dicha hiperactividad.
Nos habíamos olvidado por un momento de la chica cuando llegó a nuestra apartada roca y se encaramó a ella, para luego descolgarse por la parte de atrás, por una arista casi impracticable. Un pie delante del otro, alcanzó una pequeña plataforma, desde la que salvó de un salto una grieta enorme. La madre de la criatura la exhortó para que volviese. Donde había llegado, había una cavidad llena de piedras de colores por la que circulaba el agua. Se mojó allí las manos, luego se incorporó para contemplar el paso del río e inmediatamente, y sin despeinarse, regresó por donde había venido.
El caso me dejó enormemente impresionado, por cuanto la actitud de aquella mujer era similar a la que poseen muchos niños pequeños; yo mismo tengo la impresión de haberme comportado de este modo muchas veces en mi infancia, muchas veces con batacazo incluido. Lo sorprendente es que una adolescente mantuviese aquella curiosidad tan infantil y desvergonzada, tan desentendida de quienes la observaban a su alrededor, en un momento de la vida en que todos nos empeñamos en ser aceptados, en socializarnos a cualquier precio.
Hasta ese punto, la imagen de aquella chica me pareció espléndida y milagrosa, un verdadero tesoro. Independientemente de que alguien, uno o dos meses más tarde, fuese a quitarle la hiperactividad de una forma u otra. Eso, al fin y al cabo, es el otoño que algún día le llega a todas las cosas bellas.
Imagen: fotograma de Muerte en Venecia, de Luchino Visconti (1971)
31 de xullo de 2008
La niña
22 de xullo de 2008
La rueda de Ixión
De pequeño, solía despertarme en plena noche con ganas de vomitar. Incitado por el pánico, me levantaba a todo correr de mi cama, atravesaba el pasillo a oscuras hasta la habitación de mis padres y, apenas alcanzaba su cama, vomitaba sobre ella. Luego, me caía una enorme bronca por haberlo puesto todo perdido. La respuesta de mi madre siempre era igual de insensata: me preparaba una manzanilla que me hacía vomitar otra vez.
Cuando ya empezaba a recuperarme, yo todavía temblaba por el miedo. Tenía la impresión de que aquello era la peor experiencia imaginable en la vida, y sólo deseaba que nunca más volviese a suceder. Pero la vomitera, tarde o temprano, solía regresar de improviso, una madrugada cualquiera, sometiéndome a la angustiante sensación de estar siendo acechado, de no saber el día ni la hora.
Con los años, las vomiteras cesaron. Desde aquel tiempo, para mí, vomitar es una experiencia horripilante que evito siempre que puedo. Mientras que para muchos es un alivio, un fin deseable por diversos motivos, un aspaviento del que se puede echar mano eventualmente por el mecánico recurso de meterse los dedos, yo prefiero rehuirlo, quedarme quietecito, deseando con todas mis fuerzas que se me pasen las ganas.
Para mí, aquellos trances de infancia, aquellas sensaciones, representan simbólicamente mi descubrimiento del dolor, el fatal encuentro de lo ajeno en lo propio. Recién estrenada la vida, no comprendía el sentido del sufrimiento. ¿Qué era aquello que no me dejaba vivir, aquello cuya sombra debilitaba los colores del mundo y tornaba oscuras las cosas bellas? ¿Acaso nos sirve el dolor para sobrevivir si nosotros no podemos remediarlo, si es siempre el dolor mismo quien decide remediarse?
El sufrimiento, del tipo que sea, es una sensación que nos estrangula por dentro y nos aleja del mundo; es un pensamiento que nos hace esclavos de nuestra carne y de sus mecanismos fisiológicos; es una tiniebla que reduce el espacio de nuestra vida a nuestro propio cuerpo, limitándolo en el punto justo en que termina la piel que lo envuelve. El dolor nos aplana contra el mundo como se aplana una mano contra un cristal.
El tiempo pasa cicatrizando las puntuales heridas, pero la estructura de la vida no cambia en absoluto. Los motivos son distintos, pero el dolor y el miedo que producen son exactamente los mismos. En la vida, el dolor es siempre un rumor de fondo. Apenas remite un sufrimiento determinado, apenas se nos olvida una profunda preocupación, otra ocupa su lugar y la anterior pierde toda justificación; incluso nos parece estúpida y pensamos: “cambiaría todos mis problemas por aquél”. Pero, por más que comprendamos que nuestros actuales sufrimientos también serán pasto del tiempo, no hay razón que nos haga olvidarlos, excepto la autoridad de un cambio en nuestra voluntad profunda.
El brutal mecanismo es parte inevitable de la vida. Pero no tiene por qué significar la vida entera. En ella, hay algunos momentos fugaces en los que conseguimos salir, asomar la cabeza, sobreponernos a la furia de nuestra carne. Entonces, podemos atender a lo que existe fuera de nosotros y, con suerte, arañar un instante feliz.
Imagen: Miguel Ángel, Esclavo despertando (1519-36)
8 de xullo de 2008
Postcoitum
Uno mismo es también un poco Otro, en la medida en que no nos basta estar aquí dentro para conocer lo que somos. Sólo con la práctica podemos sospechar cuáles van a ser nuestras reacciones y nuestras emociones ante una circunstancia futura. Sólo podemos dar una definición de nosotros mirando hacia el pasado, pero ni el presente ni el futuro nos dicen gran cosa.
Cuando tenemos práctica, no tememos a las emociones. Toda tristeza tiene entonces un poso cómico, por previsible; mientras que toda alegría conlleva cierta melancolía. En las tormentas del alma, subsiste la sospecha de que el tiempo, de una forma u otra, acabará pasando, y de que tendremos una nueva oportunidad de ver el cielo. Otra vez al sol, sentimos la lánguida emoción del guerrero victorioso, superviviente, y nos cogemos una buena borrachera, e imaginamos que el tiempo ha dejado de contar…