Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

25 de novembro de 2006

Puntos de vista (II)

Benidorm en positivo

[extracto del artículo de Juan Fernández Galiano publicado en el suplemento Babelia de El País del 3 de agosto de 2002]

Benidorm es una hamburguesa: el McDonald's del turismo, una admirable combinación de calidad y precio que el esnobismo ignorante contempla desdeñosamente, pero cuyo testarudo éxito debería suscitar más emulación que recelo. Benidorm es también la ciudad de España con más rascacielos, una colosal acumulación de torres que el viajero descubre, tras una curva de autopista entre cerros abrasados, como una alucinación de la fatiga o un espejismo del calor. Y Benidorm es sobre todo un extraordinario experimento social, una invención económica y publicitaria que en medio siglo ha construido una empresa urbana de excepcional eficacia en el uso del territorio y los recursos naturales.
(...)
Robert Venturi y Denise Scott Brown mostraron a los arquitectos el atractivo estrepitoso de Las Vegas; los 'nuevos urbanistas', liderados por Andrés Duany y Elizabeth Plater-Zyberk, extrajeron lecciones de la seducción ciudadana de Disneylandia; y Rem Koolhaas descubrió fascinado la energía violenta de la congestión en las nuevas ciudades de la costa pacífica de Asia. Pues bien, Benidorm amalgama los placeres vulgares de Las Vegas, la amabilidad peatonal de Disneylandia y la implacable eficacia de las urbes asiáticas en una síntesis mediterránea y valenciana que convence por igual a los británicos o a los holandeses, a los madrileños o a los vascos.
(...)
Cuando este periódico publicó en la portada del suplemento dominical una extraordinaria imagen aérea del centenar de torres que se aglomeran en la playa de Levante de Benidorm, inmediatamente las cartas de los lectores deploraron que fuese aquélla la imagen de España. Pero esta ciudad vulgar y vibrante es una colosal maquinaria para hacer circular el dinero y el placer, una versión vertical de la urbanidad mediterránea y un teatro titánico o trivial del ocio bacanal y banal de la Europa subalterna.

Ver artículo completo en El País

19 de novembro de 2006

Del paisaje: puntos de vista



Las cosas vividas, recordadas como algo entrañable y puro, invitan a la defensa de una supuesta esencia permanente como medida de protección contra el caos. He aquí un punto de partida para el pensamiento conservador que no es nuevo. Lo que es novedoso, es la nueva sensibilidad por el paisaje. Los recuerdos suelen ser para muchos el principal argumento a favor del paisaje. El instinto conservador del territorio nace por el temor de que nos toquen algo tan sagrado como nuestra memoria de lo que fuimos, quizá despersonalizándonos.

Y es que no corren buenos tiempos para quienes dejan su memoria al recaudo de un lugar concreto, de una montaña, de un acantilado, de un claro en un bosque o de una peña escondida. Los territorios, el suelo mismo, están cambiando a una velocidad de vértigo en muchos puntos del planeta. En España, se alían al crecimiento económico las taras de la legislación sobre el suelo, de la que se ha dicho que es la que más incentiva la especulación del conjunto de los países desarrollados. (a este respecto, véase artículo de Manuel Villoria)

Pero no debemos engañarnos: a lo largo de los siglos el paisaje ha cambiado. Lo ha hecho en muchos lugares y de forma muy drástica. Porque se trata de un organismo vivo que se liga y adapta a la actividad humana. Por ejemplo, desde la Edad Media los holandeses han estado cambiando su paisaje a gran escala a base de la creación de pólderes, consecuencia de la desecación de cientos de miles de hectáreas de marismas. O, por ejemplo, París y Londres conocieron mutaciones en el XIX que, en proporción, todavía no conoce ninguna ciudad española.

Quizá sea duro de encajar, pero nuestro venerable anciano suele ser más joven de lo que pensamos y ha estado sujeto a constantes mutaciones. Los eucaliptos, por ejemplo, han cambiado de forma determinante el paisaje gallego en muchas zonas en las últimas décadas, y sobra gente que critique su plantación. Sin embargo, yo soy más joven que los eucaliptos y los pinos que ahora inundan Galicia, y por ello me sensibilicé mucho menos a ese respecto.

Sabemos por sentido común que lo que hoy no es “autóctono” en nuestro paisaje, sí lo será dentro de uno o dos siglos, como ya lo son las terrazas de la Ribeira Sacra o ese curioso perfil que da a nuestros campos el minifundio. Las generaciones, en general, consiguen asimilar lo que no asimilaron sus padres, por duros y vertiginosos que sean estos cambios.
Y no podemos asegurar que dentro de dos mil años Marina d’Or no sea una zona arqueológica de máximo interés.

Pero lo que tengo claro es que no es desproporcionado ni fascista defender una autoctonía o un espacio dado, cuando la única coartada para su desfiguración no se basa en el progreso ni en el bienestar general, sino en el único y privado interés de unos cuantos jerifaltes que no ven en el suelo otra cosa sino negocio.

*Fotografía: perfil de Benidorm.

11 de novembro de 2006

Ídolos (II)

“Igualdad” es una palabra que a todos nos suena, porque es un viejo mito de la Ilustración. Se refiere a que, de primeras, todos los hombres tienen la misma dignidad. No conozco a nadie, por muy mendrugo que sea, que se cague en la Igualdad. Es como la palabra “Miguel Ángel”: es un tipo arraigado en la cultura popular, y nadie le echa huevos a decir “vaya mierda de artista”, a pesar de que a muchos sólo les suene el nombre. Es uno de esos ídolos sacrosantos, impuesto por élites intelectuales, cuyo prestigio se mantiene por pura inercia.

La Igualdad es un ídolo que nos reconforta. Es una luz que rellena, pule y uniformiza la escabrosa superficie de la realidad. Gracias a ella, no son tan graves las pequeñas injusticias cotidianas, ni las que sufrimos, ni las que cometemos nosotros. Por ella, no es tan grave sufrir un arrebato de soberbia, burlarnos un ratito de algún negado o preferir, sencillamente, follarnos a la más guapa.

Funciona como en los programas de cotilleo que echan por la tele. Se surten de periodistas que apelan constantemente a los venerables valores de la profesión: la Verdad, las Pruebas, los Hechos. Estas vacas sagradas presiden siempre el discurso de forma más o menos manifiesta. Pero la realidad es que tales valores sólo son coartadas para legitimar un pasatiempo bastante más antiguo que el periodismo.

Por encima del placer que nos produce la violencia, de lo extravagante que resulta pensar demasiado, de David Bisbal, de Paris Hilton, de nuestra incapacidad de renunciar a aplastar al débil [que es poder, sexo y dinero], palabras grandes como Razón, Sensibilidad, Tolerancia, Verdad, Civismo, Respeto o Igualdad persisten como ídolo de las masas, y ni el más pintado les escupe.

Porque allá, en las alturas, parece reinar un fantasma que nos hace a todos igualmente respetables y dignos de las mismas satisfacciones. Es un fantasma que todavía legitima a Miguel Ángel, a los filósofos griegos y a las legiones de artistas incomprendidos. Ahora bien, en la práctica, es obligatorio reconocer que son todos bastante pelmazos.









Imagen: A la izquierda, la reservista Sabrina Harman, del ejército de los Estados Unidos, posando sobre el cadáver de un recluso de Abu-Ghraib. A la derecha, cartel propagandístico estadounidense que presenta a Rosie "la Remachadora", figura alegórica del compromiso femenino en la Segunda Guerra Mundial.

5 de novembro de 2006

Ídolos (I)

Sobre la realidad de la vida, cruda, implacable, gravitan ilustres ideologías cuya función es dignificar todo lo malo o defectuoso y absolverlo ante la eternidad. Así, parece que las religiones monoteístas hayan sido durante siglos una garantía de redención de los crímenes para quienes los cometían.

Siguiendo el mismo esquema, los códigos de la guerra, igual en el Japón feudal que en la Convención de Ginebra, están a la altura de los códigos de honor de cualquier grupo criminal, mafioso, o de adolescentes que se citan para darse una paliza. Son todos ellos altos referentes que, no se sabe cómo, eclipsan cualquier cosa que pase convirtiéndola en anécdota.

El resultado es que los altos ideales, en vez de servirnos de medida de lo que somos, acaban por suplantar nuestra identidad independientemente de lo que hagamos. Gracias a los altos ideales, nuestra alma no corre peligro. Si tenemos ideales, nada puede suceder que nos quite la garantía última de que en el mundo reina la justicia. Que mueran unos cuantos civiles en un bombardeo se debe a una situación extrema e inevitable. Una pequeña dosis de brutalidad es necesaria para que el mundo siga adelante…

4 de novembro de 2006

Creer en Dios

Cada vez que bebo alcohol, tengo la certeza de que no hay nada tras la muerte. Pues en esos instantes nada queda de mí. La conciencia, tan voluble, se deforma y se disipa, se convierte en la de otro. Al día siguiente, me intento recordar y no me encuentro. Sólo recuerdo a otro. Siento entonces miedo. Tanto miedo. Tanto, tantísimo miedo... Porque constato que no hay en nosotros nada permanente, no hay un sólo yo para nosotros mismos, un carácter estable, un ídolo donde resguardarse de la eternidad. Pero resisto. Resisto con una única esperanza: encontrar a una mujer más fuerte que yo, a quien creer sin reparo todas sus mentiras. Una mujer sólida a quien llorarle, que me diga "tengo la certeza de que, al morir, volveremos a encontrarnos". Y sentir en el corazón que dice la verdad. Y creer en Dios.