Cada vez que bebo alcohol, tengo la certeza de que no hay nada tras la muerte. Pues en esos instantes nada queda de mí. La conciencia, tan voluble, se deforma y se disipa, se convierte en la de otro. Al día siguiente, me intento recordar y no me encuentro. Sólo recuerdo a otro. Siento entonces miedo. Tanto miedo. Tanto, tantísimo miedo... Porque constato que no hay en nosotros nada permanente, no hay un sólo yo para nosotros mismos, un carácter estable, un ídolo donde resguardarse de la eternidad. Pero resisto. Resisto con una única esperanza: encontrar a una mujer más fuerte que yo, a quien creer sin reparo todas sus mentiras. Una mujer sólida a quien llorarle, que me diga "tengo la certeza de que, al morir, volveremos a encontrarnos". Y sentir en el corazón que dice la verdad. Y creer en Dios.
4 de novembro de 2006
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