Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

29 de outubro de 2006

Del paisaje

Cuando veraneé por primera vez en San Miguel rondaría el año 1986 y el cámping todavía estaba entre la playa y la carretera. Mis recuerdos, seguramente deformados, se reducen a imágenes salteadas e inconexas. Recuerdo las tiendas apostadas tras grandes dunas de arena clara. Recuerdo la rejilla oxidada que cerraba el recinto, flanqueando la calzada. Recuerdo una valla vieja pintada de verde, completamente llena de caracoles de distintos colores. Y el campo todo, extendiéndose alrededor, como una masa oceánica, y elevándose allá a lo lejos hasta devenir en una gran montaña.

Nadie me inculcó nunca el amor por el paisaje. Lo aprendí yo solo, y desde bien pequeño. Me parece un misterio la forma en que empecé a apreciarlo, pero el hecho es que, sin darme cuenta, me fui haciendo con una colección de panorámicas de enorme valor sentimental. Hoy, más que nunca, el paisaje me parece un hecho fascinante, un organismo con alma que influye subrepticiamente en quienes lo habitan.

Pero tan simple devoción es para mucha gente algo difícil de entender. A menudo, las quejas levantadas contra los desmanes y chapuzas urbanísticas son vistas como fruslerías de unos pocos quisquillosos. Para muchos, el paisaje no tiene entidad; es simplemente territorio que debe estar al servicio de la productividad, y en la medida en que no lo esté será un desperdicio. Quienes piensan a
sí se quedan boquiabiertos cuando oyen hablar de la "privatización del espacio público", sencillamente porque no entienden cuál es el "uso concreto" que puede tener un monte o un trozo de cielo enfrente de los ojos. Para esta gente, el valor patrimonial de la riqueza paisajística es una sensiblería, y el espacio público es una montaña informe de materia tumbada a la bartola sin oficio ni beneficio.

















*Imagen: John Constable, La bahía de Weymouth

21 de outubro de 2006

Al nacer

Al nacer, todos somos iguales. Verdaderamente, es poético el parecido entre dos bebés. La experiencia acumulada por uno y otro es, en ese punto de la vida, casi calcada. Al margen de unos cuantas diferencias de apariencia física y de salud, no hay mérito o demérito achacable a uno o a otro.

Los dos se presentan con una misma categoría moral, que es nula. Y tantean con la misma torpeza el mundo que les rodea, libres de la mirada de los jueces. Ambos se observan y se tocan en impecable simetría. Cada uno ocupa con su cuerpo un lugar en el espacio, pero no hay nada que ponga a uno por encima del otro. En esencia, son el mismo ser, la misma persona, aunque materializadas de forma distinta.

¿En qué momento deja esto de ser así? ¿Qué misterioso proceso trastoca el noble empate? ¿Qué despiadada ley permite que luego, con el tiempo, uno pase por encima del otro y se sienta orgulloso por ello? ¿Cuándo aprende el triunfador a esgrimir que las virtudes y miserias humanas resultan de una decisión libre y concienzuda? ¿De qué manera se infiltra en la joven mente el insolente oficio de juez?

14 de outubro de 2006

Molinos: viceversa

Se puede mirar al enemigo sin temor cuando no lo observas directamente, cuando te ocultas tras un cristal que sus ojos no pueden atravesar. Le puedes brindar una mirada atrevida y descarada, una mirada sin la más mínima vergüenza, recorriendo lentamente cada centímetro de su piel. Una mirada indiscreta, llena de odio y de francos prejuicios.

Así pude mirar a aquella chica. No se subió al tren como una más. Contonéandose, se escurrió por entre los asientos, ondeando paños y cabellos, taconeando sobre el pasillo con aquellas botas afiladas, ceñidas como un guante a las coyunturas de hueso. Llegó articulada como espinazo serpentino, blanda como caucho, recia como chapa de acero. Y se sentó justo delante de mi asiento. Despedía un olor fortísimo a fresa, y mascaba chicle ruidosamente, inundándome la nariz de recuerdos que me enfurecían.

Al poco rato de trayecto advertí que se la veía perfectamente reflejada en la ventanilla, y que yo la podía mirar directamente sin que nadie lo advirtiese. Podía escrutar cada centímetro de su piel; tenía tiempo y tiempo para conocer cada uno de sus poros. Era una piel perfecta, sin una sola marca, sin un solo rasguño, sin una sola vena, sin una sola gota de sangre. Y, sin embargo, palpitaba allí detrás, vertiginosamente, con su olor y con su chiche.

Miré fijamente su garganta larga, suave, su correoso cuello, cuyo perfil, atravesado por el sol, revelaba una minúscula pátina de terciopelo. Me entraron unas ganas insoportables de recorrerlo con mi boca, de verlo convulsionarse entre suspiros. Pero siquiera el aire se atrevía, y electrizado se replegaba para no mancharlo.

Llegué con mi desfachatez a sus hombros desnudos, arrebujados en la pulida carne, en aquella piel misteriosa. La fiebre que allí bullía lo hacía por propia inercia natural, como desconectada de toda conciencia, de toda voluntad humana. Ya no podía verla sino desnuda, toda ella era una desnudez escandalosa, era todo carne, todo terciopelo palpitante, todo pornografía...

Tragó saliva. Y vi su garganta moverse, las correas tensarse, subir de golpe y luego declinar lentamente arrastrando el jugo de fresa. Comprendí entonces que mi juicio era cruel e inhumano. Pues su luz era débil. En verdad, ella era madera frágil y volátil. El aire, que parecía retirarse asustado al tocar su piel, estaba en realidad alimentando sus poros, igual que alimenta las llamas que devoran la leña. El aire la mantenía con vida al tiempo que la iba consumiendo poco a poco, haciéndola chispear como una bengala.

Imagen: Gustave Moreau, Júpiter y Semele

11 de outubro de 2006

Molinos de viento

A veces, las cosas más banales se aparecen espectaculares a nuestros ojos. Es una cuestión de actitud. Hay días en que uno está tan cansado, tan arrasado por dentro, que guarda silencio. Basta el silencio del alma, ese ronco rumor cavernario que invade nuestra conciencia en los días de resaca, para poder oír algo fuera.

En silencio, puede oírse algo con sentido, algo que nos emocione. Y no entenderemos por qué lo hace. No podremos darnos un sólo argumento convincente para nuestra emoción. Simplemente es algo que pasa, que nos recorre la mente, que nos paraliza. Por un momento nos parece que, tras el fragor del mundo, se oculta una cadencia lapidaria; un acorde descomunal, de una gravedad tremenda. No podemos decir más. Es belleza.

La belleza no hace desear la carne de una mujer, obviamente. La de ninguna. La belleza pasa por encima de todo eso. Es inabarcable. Se escapa a la razón. La belleza, no es una necesidad. Se puede vivir sin ella. Pero es mejor que todo lo demás. Irónicamente, el protagonista de fondo de toda esta reflexión, es algo tan ordinario y tan banal como la “belleza” de un certamen de belleza: el panorama de una fiesta de pueblo, con sus tenderetes, sus atracciones y sus luces.

El asunto es peliagudo. No tiene fácil explicación. Sólo quien ha sentido algo similar puede entender sensación semejante. Ningún texto del mundo puede ser comprensible cuando nada de lo que dice se puede vincular a la experiencia del lector. Las palabras evocan, aprietan teclas en la expectativa del destinatario, pero no son en sí mismas información. La información está en quien escucha, latente, a la espera de que algo la despierte.

El caso es que la emoción me llegó de repente, en un momento vulgar, cotidiano, al girar la cabeza por la ventanilla del autobús. Era de noche. Me iba para Santiago, como siempre cada domingo. Y entonces vi Lugo,
recostado como siempre en la loma, más allá del río. Siempre pensé que el mejor perfil de la ciudad se ve desde este punto: un tramo de apenas doscientos metros al pasar el Puente Nuevo.

Pero esta vez, era distinto. La ciudad era una quimera mecánica, un amasijo eléctrico. Porque era todo luz, una luz azul estridente, irreal, de casino, que se reflejaba en bloque en las nubes. Por la ladera, se desperdigaba nítida toda aquella maraña animada de artefactos enormes, apenas clasificables, como monstruos con vida propia. La catedral, a un lado, cerraba el flanco de la asamblea y, sin duda, también se movía vomitando centellas.

Todo esto duró unos tres segundos. Después los árboles empezaron a interponerse, y la visión se entrecortó tras las ramas hasta disiparse. Fue tan breve, tan insuficiente, que me deprimió. Me vencí entonces a pensar que hubiese estado bien sacar un foto. Coger una cámara y un trípode, irse al Segade y hacer una de esas fotos nocturnas de larga exposición, por si no me creían. O, al menos, ir sin cámara, a mirar sin más.

Pero enseguida me di cuenta de que esas cosas no deben hacerse. De que la gente suele mirar con extrañeza a quienes tienen arrebatos de hacer cosas poco habituales, como dar paseos por lugares raros o bañarse en el mar los días de invierno. De que es razonable descerrajar cincuenta fotos en un botellón, pero sacar molinos de viento es un disparate. Al viajar en bus, hay que atenerse a las paradas estipuladas.

Estoy a tiempo de bajarme, pero ya está escrito que no lo haré.

Imagen: Caspar David Friedrich, Ciudad a la salida de la luna

7 de outubro de 2006

Fotos

Recuerdo con enorme nitidez la última vez que visité mi escondite. Recuerdo el sol llameante, escurriéndose entre las ramas de los árboles, y la tierra vacía, en sepulcral silencio.



















Mis mejores recuerdos no están en fotos. Hace pocos años que se ha generalizado el uso de máquinas registradoras de imágenes. Casi todo el mundo tiene una cámara de fotos o de vídeo digital, pequeña, fácil de llevar y con capacidad infinita. Por desgracia, sólo graban imágenes.

Creo que, si hubiese fotografiado aquella puesta de sol, me la habría perdido para siempre. Nada habría quedado de ella si se hubiese perdido en un disco duro con otras quinientas mil imágenes, todas ellas reliquias de un tiempo imposible de rememorar.

Y aún atinando con ella por casualidad en el abismo de archivos, no vería más que las briznas de hierba, una a una desplegadas sobre el campo; la infinitud de la materia, llena de imperfecciones, terriblemente prosaica. Y el sol diminuto, como un motivo anecdótico dentro del cuadro.

El que se baja del bus cámara de vídeo en mano no mira; delega su posibilidad de mirar en un aparato incapaz de rentabilizar las sensaciones al nivel de un ser humano, porque el aparato no siente; delega su capacidad de recordar en el material que ha registrado, porque espera hacerlo más cómodamente sentado en un sillón frente a una pantalla; aspira a meter toda su vida en unos cuantos cientos de discos.

Pero para visualizar todos esos discos haría falta, al menos, el mismo tiempo invertido en grabarlos y, en el mejor de los casos, sólo nos recordarán que mientras la vida discurría nosotros grabábamos.

Imagen: Vincent van Gogh, Campo de trigo y sol naciente