Artículos relacionados: El despertar del fantasma
31 de decembro de 2011
15 de decembro de 2011
Los últimos habitantes del escondite
Los últimos habitantes del escondite nunca fueron muy amigos míos, pero debo reconocerles su mérito en las horas finales de aquel lugar. Su fama se la ganaron al ser heroicamente los últimos en abandonar el barco, demostrándose los únicos preparados para ello. Y cuando ya no quedaba nadie, ellos aún se mantuvieron años allí, encarnando la esperanza de la rama verde en el árbol seco.
Aquel era todo un equipo, variable en número, de más de veinte gatos de todos los colores y tamaños, todos ásperos, rudos y esquivos, que pululaban por la casa sobre todo a la hora de las comidas. Entre ellos había figuras bien conocidas, miembros distinguidos por su color o porte, para los que existía un nombre e incluso una pequeña historia; otros en cambio eran del todo anónimos, bien porque pertenecían a esa familia de gatos grises sin otra singularidad, bien porque sólo se sumaban de pascuas en ramos. Con todo, ausencias y rotaciones eran de sobra compensadas por las nuevas camadas que periódicamente inundaban el pasillo y los establos.
Yo les guardaba a todos estos gatos abierto rencor, porque no se dejaban coger ni acariciar, porque no se comportaban como amorosas mascotas de salón, y apenas uno se acercaba a dos metros salían escopetados por cualquier rendija. Todo juego que con ellos podía establecerse era el de raspar el suelo delante de ellos con una ramita de retama, que los hipnotizaba como el paso de una culebra; y todo contacto venía después, cuando se abalanzaban sobre la ramita o sobre las manos que la movían con sus garras afiladas. Cuánto me arrepiento hoy de querer que fuesen de otra forma.
Una vez, con la ocasión de una de aquellas nuevas camadas, alguien tuvo la ocurrencia de que podía entregar uno de los diminutos y llorones gatitos como regalo a una chica de la ciudad. Y la emplazó tranquilamente a venir a recogerlo, como si esperase empaquetado y con un lazo. Toda la tarde estuvieron todas las gentes de la casa movilizadas para atrapar uno y, ya a punto de desistir, un último intento sirvió para arrinconar a uno de aquellos animalitos, que se marchó en una caja de cartón con una cara de terror inolvidable.
Los gatos se marcharon más tarde que todos los demás animales: más tarde que las vacas, por supuesto; y más tarde también que el gallo; incluso más tarde que Gris, que fue el primero que tomó las de Villadiego cuando ya no quedaba persona alguna en el lugar, mudándose a una aldea de la parroquia. En las visitas semanales que aún pudimos hacer durante un tiempo, los gatos siguieron fieles a su estilo: surgían inmediatamente de la maleza para colarse por entre las rendijas de los muros, como si viviesen misteriosamente agazapados en los desolados campos, y se arremolinaban en torno a la comida que les llevábamos, reanimando el aire estancado de la casa con sus colas tiesas y sus delicados maullidos.