Es un buen trabajo el de vigía. Lo único que debe hacerse es contemplar. Mirar el mundo alrededor encaramado en las alturas. Y no se cansa uno de ver siempre lo mismo, porque nunca es lo mismo; en cada instante que pasa, todo es nuevo.
Miro aquí y allá; no hay nada que me tape la vista. La calma es pura emoción. Me deleito en las formas y los colores del mundo, en las crestas de plata, en las vetas de espuma, una infinidad de lucecillas que se encienden y se apagan, que repican como un tambor en mis ojos. Recorro la nebulosa línea del horizonte y, con la parsimonia de un pintor, me subo por un enorme tirabuzón de nubes que se enredan en el sol, y allí se incendian, se desmigan en mil centellas, atravesadas por los furiosos rayos.
Busco en el cofín de los mares. Siempre veo una tierra, una vela, una sirena…
Imagen: Salida de la luna sobre el mar, Caspar David Friedrich
25 de febreiro de 2007
La torre
18 de febreiro de 2007
Autosuficiencia
Otra noche más, me fumé un cigarrillo mirando las estrellas desde el castillo de proa. Después, me despedí del océano, encendí un candil y me adentré por una escotilla en las penumbrosas entrañas de nuestro velero.
Cada vez que me voy a la cama, tengo la misma sensación. Es una sensación extraña, primaria, intestinal de perennidad, de autosuficiencia. Aquí, escondido en las profundidades de este cofre de madera, me da la impresión de que el mundo se ausenta y se disipa. A mi alrededor, las tablas cierran mi existencia en una urna impenetrable. Y no hay mar ni viento capaz de perturbarla.
Aquí lo tengo todo, nada necesito de fuera. Tengo este lecho caliente y estas sábanas suaves para enredarme; montañas de suministros, galletas y agua para varios siglos; este dulce balanceo, que me mece como a un niño en su cuna; el oscuro silencio, en el que desplegar a placer mis pensamientos; las murallas de roble, que impiden que me caiga en el abismo oceánico, o que el abismo oceánico se caiga sobre mí.
Por la noche, viajamos de incógnito. Sigilosamente, surcamos las oscuras aguas del mundo y hasta las tinieblas se nos alían con su vivificante abrazo de seda. Me basta cerrar los ojos para esconderme, igual que a un niño. Otros no consiguen sentirse seguros ni en la montaña más remota.
El mejor escondite no es un lugar; está en nosotros mismos.
Imagen: Cachopo, Castelao.