Todavía no nos lo creemos. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Demasiado ya. Demasiado tiempo perdido. Demasiado tiempo aquí parados, momificados en un océano de piedra. Para compensarlo, busco en esta bitácora la palabra perfecta, la palabra que rompa el hechizo. Pero cada vez que lo hago, recuerdo que no hay palabra que cambie el mundo. Porque las palabras son un artificio para despistar a las conciencias de la realidad aplastante.
Fortuna nos ha engañado. Nos hizo creer durante largos años que éramos nosotros quienes navegábamos, quienes conquistábamos el mar. Nos hizo confiar en nosotros mismos, en nuestra voluntad de ir hacia delante. Nos hizo arrogantes, nos hizo pensar que la vida que vivíamos era la que nos correspondía, y que siempre sería así. Mientras tanto, ella nos ha llevado a donde ha querido, por el camino que ha querido, y ahora nos ha encadenado aquí, en este triste agujero, donde todo está inmóvil y en silencio.
No hay marineros en este barco, nunca los ha habido. Este viaje ha sido para cualquiera de nosotros el primero. Todos saben tanto como yo de barcos y de tripularlos, porque no saben nada. Tal es nuestra incapacidad, que nos escudamos en que tenemos un sueño del que pronto despertaremos. Ojalá Fortuna nos engañase otra vez, como una amante, con esas palabras tan reconfortantes: “te querré siempre”. Ojalá volviese a soplar nuestras velas sólo un instante, para volver a sentir la placentera ilusión de que somos gente afortunada.
Imagen: El amor defraudado, Francis Danby.
29 de abril de 2007
La pesadilla
14 de abril de 2007
Encadenados
Llevamos dos semanas parados en el mismo lugar, arriba el sol, en mediodía perpetuo, abajo el mar, como una tabla. La tripulación está tan afligida, que es incapaz de atar un cabo, de darse un chapuzón, siquiera de alimentarse, y desesperada se esparce por el suelo de la cubierta, como un montón de brasas amarillas.
Camino vacilante entre los cuerpos. Apenas parecen de marineros. Se han desgarrado la ropa, se han arañado hasta hacerse sangre, y luego se han quedado quietos, respirando ruidosamente, recogiendo con la legua el enorme charco de sudor que crece por el entablado.
La cabeza me da vueltas y la luz rechina en lo más hondo de mis pensamientos. Me siento en una esquina agotado y me pongo a escarbar una sombra minúscula. El calor me hunde en la madera, apisonado. Alrededor, las frescas aguas del océano están demasiado lejos. No quiero ni mirarlas.
Imagen: Amanecer con monstruos marinos, William Turner.