Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

19 de febreiro de 2009

Color #1: azul pálido

El azul pálido es el más hermoso de los colores, pero el menos común. Su mayor intensidad la alcanza el primer día de primavera, cuando languidece la tarde, acaso si el día está soleado y la piedra caliente. Es el color del viento que regresa cada cierto tiempo, que nos saluda descorriendo largas nubes serpentinadas, y que se va dejando el espacio infundido de olores lejanos.

El azul pálido es el color del cielo cuando parece más grande. Provoca una sensación de anestesia y sueño, donde las imágenes proliferan libres y vaporosas, y se deslizan como la seda entre los sesos. La acústica del azul pálido corresponde a la de los lugares abiertos, a la de las cumbres sobre el páramo, donde puede apreciarse en lo más profundo el ronco acorde del mundo, la respiración del gigantesco animal que duerme.

El azul pálido es el color del tiempo detenido, el color del recuerdo y del escondite.

Fotografía: Agurdión

8 de febreiro de 2009

Fósiles (II)

Los objetos, decía, parecen nuestros algún tiempo, y luego se van quedando relegados en el ostracismo, sedimentados en los arrabales del espacio de la vida, al lado del camino, donde ha crecido la maleza. Un día nos salimos casualmente fuera del carril y tropezamos con una de aquellas cosas; la desenterramos, la contemplamos fascinados y la devolvemos a la civilización, al centro del camino, para poder admirarla todos los días resucitada como un bronce de Riace, que infunde su historia a un presente incierto y sin espíritu.

Más allá del ardor posesivo, hay valores informativos escondidos en los objetos de nuestro alrededor. Los objetos pueden ser contenedores del pulso de la vida pasada y,
en el acto de describirlo, pueden infundirnos por un instante sensaciones olvidadas. Pero una cosa es tropezar con algo, devolver al mundo lo que estaba bajo el mar, y otra es que previamente lo hayamos estado buscando, con la mera intención de devolverlo a nuestra zona de control.

El material con el que he topado esta vez son los correos que intercambiaba con una amiga hace unos diez años. Quizá no sean muchos años, aunque como por aquel entonces estaba yo aún en el instituto, la distancia me impresiona. Los descubrimientos que se pueden hacer en este tipo de documentos no tienen precio. En particular, reparé en uno de mis envíos. Lo más llamativo (y vergonzoso) para mí fue ver cómo una y otra vez me enredaba en el lamento, en una visión ominosa de la vida, cuando andado el tiempo me he fabricado una imagen idílica de aquella época. Otra vez, he vuelto a caer en la cuenta de que los recuerdos son pura representación, y no nos dicen toda la verdad acerca del presente al que remiten.

Al final de este correo, yo hacía referencia a un curioso documento que ahora no sabría encontrar, una carta recibida por mi madre a finales de 1981, que yo usaba como coartada para hablar de uno de los comunes denominadores de mi vida. Se trata de la preplejidad ante el hecho mismo de existir, una perplejidad absurda por cuanto ha llegado intacta hasta el presente, sin haber producido nada, como el insistente golpeteo de una mosca sobre el cristal de una ventana.
Esto decía yo:

«El otro día vi una carta que una prima de mi madre le escribió a ella hace bastantes años. De repente, al leer, advertí que decía: "¿y cómo estás?, ¿ya se te nota?, ¿y qué sientes?, ¿se ha movido alguna vez el muchachito? No te imagino a ti así". Me quedé soprendido y casi espantado. Porque se refería a mí. Cuando determinados sucesos te hacen pensar en lo que de verdad fuiste un día, tu cabeza pega muchas vueltas. No sabes si preguntarte si eras o no eras tú en realidad aquel engendro que vivía, pero que no recuerdas. (...) Es fascinante y macabro tener que admitir "que un día naciste", que un día no eras y al día siguiente ya eras. Que nos hemos pasado muertos infinitos años del pasado, y estaremos muertos infinitos años del futuro, pero que, en un momento dado, en un ínfimo espacio temporal, una lucecita se encendió y vivimos.»

Yo creo que la grandeza de este tipo de hallazgos es que nos colocan ante nuestra propia vida, nos permiten observarnos desde fuera, como un objeto más en el mundo. Me pregunto, ¿qué pasará con todas estas cosas cuando ya no estemos? ¿Dejaremos que sean devoradas por entrometidas manos? ¿O será mejor quemarlas antes?

Imagen: Urbano Lugrís, Habitación de un viejo marinero (1946)
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