En
cierto modo, el tío Zacarías era el señor de la casa. No ostentaba para
ello ningún título, pero en la práctica se había convertido en el
patrón de la hacienda. Había alcanzado aquella posición tras una larga y
no del todo consciente maniobra que lo había llevado, cerca del final
de su vida, a reinar sobre una población ya escasa y compuesta casi
siempre de mujeres solteras como él, sus hermanas, las cuales carecían
de toda ambición de ocupar su puesto.
El
resultado fue demoledor: el que había sido considerado el más guapo y
en cierto sentido prometedor de los hermanos se quedó anclado en el
resentimiento y la pérdida, y el resto de su vida ya no le ofreció más
que una rápida degradación moral y física en la que intervinieron a
partes iguales el duro trabajo del campo y la incansable ingesta de vino
peleón.
Unos doce años coincidió mi vida con la de aquel hombre, tiempo suficiente para formarme de él una imagen temible. No podía verlo entonces como un cascarrabias, porque esa palabra implica una cierta condescendencia o menosprecio hacia la persona en cuestión o sus problemas. Se trataba más bien de miedo, puro y simple, hacia un personaje autoritario, uniformemente malhumorado y sombrío, que encarnaba la naturaleza del lobo en aquel dominio y cuya larga y penosa muerte se apareció al final como un previsto colofón revestido de justicia divina.
Visto desde ahora, lo que aparentaba un lobo se revela como un perro trastornado por el sufrimiento: aquella fiereza y aquellas blasfemias que periódicamente se descolgaban resonando por los campos carecían de la gratuidad con que la maldad se presenta en los cuentos, y una vez convertidas en imágenes puras, en recuerdos que ya no infunden miedo, iluminan buena parte de sus conexiones lógicas: allí los visitantes éramos intrusos.
De las formas de intrusión éramos responsables principalmente mi hermano y yo, aunque la mayoría de las veces habría que imputar a mi padre su autoría intelectual, pues era quien solía inspirarnos los gestos y actividades con que inocentemente gastábamos el día. No es que Zacarías fuese una máquina, un adicto al trabajo, un incansable vigilante de los tiempos y de la perfección en los resultados; mucho peor, es que parecía infinitamente cansado, carente de toda pasión o eficiencia, un lánguido autómata mentalmente obcecado en las faenas agrícolas y oprimido por la obligación de mantener su feudo. Y al lado de este sacrificio, de esta feroz mortificación, nuestras actitudes tomaban forma de puro pitorreo. [sigue aquí]
La
vida de este hombre, sin embargo, estaba lejos de corresponder a sus
deseos. No era que le disgustase ser el único de cinco hermanos varones
que había apostado por trabajar la tierra; antes bien, se enorgullecía
de una forma un tanto febril y martirial de ser el único de todos ellos
que había consagrado su sudor a la casa de sus antepasados. El problema
de aquel hombre partía del hecho de que su padre, el anterior patriarca,
le había negado la herencia de la casa en favor de uno de sus hermanos
urbanita y negociante. Y no sólo porque éste estaba mejor dotado para la
gestión inmobiliaria, al margen de su nulo contacto con el terruño,
sino sobre todo porque el solterón de Zacarías, aparte de parecer
demasiado ansioso de la propiedad, no garantizaba la continuidad
familiar.
Unos doce años coincidió mi vida con la de aquel hombre, tiempo suficiente para formarme de él una imagen temible. No podía verlo entonces como un cascarrabias, porque esa palabra implica una cierta condescendencia o menosprecio hacia la persona en cuestión o sus problemas. Se trataba más bien de miedo, puro y simple, hacia un personaje autoritario, uniformemente malhumorado y sombrío, que encarnaba la naturaleza del lobo en aquel dominio y cuya larga y penosa muerte se apareció al final como un previsto colofón revestido de justicia divina.
Visto desde ahora, lo que aparentaba un lobo se revela como un perro trastornado por el sufrimiento: aquella fiereza y aquellas blasfemias que periódicamente se descolgaban resonando por los campos carecían de la gratuidad con que la maldad se presenta en los cuentos, y una vez convertidas en imágenes puras, en recuerdos que ya no infunden miedo, iluminan buena parte de sus conexiones lógicas: allí los visitantes éramos intrusos.
De las formas de intrusión éramos responsables principalmente mi hermano y yo, aunque la mayoría de las veces habría que imputar a mi padre su autoría intelectual, pues era quien solía inspirarnos los gestos y actividades con que inocentemente gastábamos el día. No es que Zacarías fuese una máquina, un adicto al trabajo, un incansable vigilante de los tiempos y de la perfección en los resultados; mucho peor, es que parecía infinitamente cansado, carente de toda pasión o eficiencia, un lánguido autómata mentalmente obcecado en las faenas agrícolas y oprimido por la obligación de mantener su feudo. Y al lado de este sacrificio, de esta feroz mortificación, nuestras actitudes tomaban forma de puro pitorreo. [sigue aquí]