Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

23 de febreiro de 2008

La mala suerte

Con la mala suerte hay que tener cuidado. Porque, cuando se ceba, se apodera de nosotros y nos enfurruña el semblante. Lentamente nos va convirtiendo en unos roñosos, en unos amargados, en esa clase de gente que evitamos porque sólo suelta borderías, en sombras solitarias llenas de suficiencia. Cuanto más nos perturban los fracasos, más fracasamos.

Llegado ese punto, hemos quedado insensibilizados ante el dolor ajeno. Nadie nos pide consuelo, porque sólo sabemos decir: "bienvenido al mundo real". En nuestro páramo de tristeza, creemos haber desenmascarado la realidad de la vida. Sin embargo, la vida es feliz para la mayoría. Y esta evidencia es difícil de soportar cuando las cosas siguen empeñadas en salir mal.

La mala suerte quiere que perdamos los nervios. Quiere que entremos al trapo, que pensemos en ella. Cada vez que la recordamos, crece. Cuando nos encabronamos y maldecimos el mundo, todo empieza a salir verdaderamente mal. Cuando nos sentimos ingeniosos al defender en público que las mujeres son malas -sólo porque no nos eligen-, olvidamos que justo así obtendremos doble ración de maldad. Cuando encontramos mil argumentos sólidos para persuadir a los demás de que efectivamente nuestra vida es cruel, nos dan la razón. Pero redoblando su crueldad. Pronto no faltará quien nos haga responsables de nuestras desgracias: "él se lo busca".

Si estamos jodidos, hemos de llevarlo con elegancia. Nos jugamos todo lo que nos queda. Si la partida va mal, romper el tablero es la peor forma de perder. Conviene tener calma y paciencia; respirar profundamente y agarrarse fuerte; esperar agazapados a que cambie el viento, lo que supuestamente puede suceder en cualquier momento.

Imagen: Goya, No hubo remedio, de la serie de Los caprichos (1797-98)

15 de febreiro de 2008

La buena suerte

Si tenemos un día de suerte, decimos que la suerte está ahí, que hay que esperarla, y que siempre termina por llegar. Pero hay, seamos justos, a quien no le llega nunca, quien se muere en la extrañeza de haber sido olvidado en todas las fiestas. El día en que nosotros aparecemos en la lista, el mundo nos parece lleno de bellezas. Y los afortunados, armados de luces, nos reunimos para convenir que la desdicha es un timo, y quienes la padecen una casta exótica en permanente lucha por enterrarse.

Es normal que lo hagamos. Es parte de la fel
icidad. La felicidad conlleva cierta sensación de altura, de estar subido al carro, en el negocio de las cosas que se mueven, que son normales, que nos mezclan con los demás. La humildad, en cambio, nos debilita, nos ancla a la tierra, nos tira del tren, nos amenaza de muerte. Tantas luces encendidas, allá en el fondo de la vía, son demasiado tentadoras como para no dejarnos hechizar por un instante.

Imagen: Goya, Niños inflando una vejiga (1777-78)

2 de febreiro de 2008

El letargo

Me da la impresión de que ando un poco desganado. En particular, se me nota cuando me hablan de ir de fiesta. Por ejemplo, pensar en disfrazarme en Carnaval se me antoja una tarea moralmente imposible, una cuesta arriba extenuante. Pensar en ponerme una cosa encima, cualquier cosa, y salir a la calle, me provoca tal sueño, que me pondría a dormir en el medio de la acera.

Otra vez parece que tengo un síndrome prefestivo. Y eso que hace un día espléndido, un precioso sol de invierno y un airecillo tibio cargado de esencias.

Ahora me estoy dando cuenta de la encantadora sonoridad de los días despejados. Del eco que lo inunda todo, que rebota en los patios, en los tejados soleados, y que luego se desvanece por el abismal hueco del cielo. Un taladro a lo lejos, una sirena, un batir de alas, palpitan ligeros por el vacío. Y de fondo, ese pedal que es el rumor del tráfico se confunde con el silencio, con la respiración del gigantesco animal que duerme bajo la ciudad.

1 de febreiro de 2008

Teletransportes

Coger un avión es, para muchos, una gestión insípida. La confianza con que atraviesan el control de seguridad lo dice todo al respecto. No necesitan pensar en lo que hacen; pueden ocupar su cabeza en sus negocios. Entretanto, se dejan ir por el carril, tan maquinales como despreocupados. Se recorren el infinito pasillo sabiendo exactamente a dónde se dirigen y, finalmente, proceden a trasladarse de galaxia por arte de birlibirloque.

Pero a mí el avión no me gusta. Y me pregunto por qué, dadas las estadísticas. No tengo respuesta; éste es un asunto primario y visceral. El miedo es pura voluntad, pienso. Como el dolor: "de repente, el cielo no dice nada". El tiempo se para y no pensamos, sólo sentimos. Como a Orfeo, el mundo, el mismo mundo, ahora no nos reconforta, no nos ofrece nada que parezca hermoso. La naturaleza amable, las montañas y los prados alrededor son de pronto heraldos de una naturaleza ominosa y desencantada.

Trato de reanimarme mirando a la azafata que da las consignas de seguridad. Se ríe como una tonta. Algo le ha hecho gracia, o se siente estúpida quizá porque es la primera vez que hace semejantes aspavientos. Me da la risa también. Constato que, efectivamente, estoy insensibilizado. No hay tacones que puedan conmigo. Intento olvidarme en
La peste, de Camus, mientras el avión enfila la pista de despegue. Apenas la tiene, da gas al máximo, se lanza a toda velocidad, retemblando como el mimbre, y luego se levanta.

Debo de ser un poco rancio. Cuando nací, hacía años que funcionaban las líneas aéreas regulares. Sin embargo, no dejo de sorprenderme de que podamos atravesar Europa sin ver una sola montaña, sólo una galería tubular infundida de luz fluorescente. Como si algo se me perdiese en otra época, siento nostalgia de la verdadera extensión de las tierras, ésa que llevaba semanas atravesar, llena de parajes secretos a los que no llegaba Google Earth.

La tierra se aleja y se convierte en un enorme cojín lleno de remiendos. Estoy volando, me digo. Volar siempre ha sido un sueño humano y los pájaros símbolo de libertad. Pero los objetos allá abajo, lejos de ser una invitación a la felicidad, son una amenaza. Recuerdo entonces el
Viajero sobre un mar de nubes, de Friedrich. Y pienso por un momento si no seré todo lo contrario a un romántico al tomarme tan a pecho la situación. No parece, desde luego, la actitud con que Turner se amarró cuatro horas al mástil de un barco durante una tormenta para luego pintar la Tormenta de nieve.

Las ideas se me enredan con las turbulencias. Los remiendos, el abismo, la Peste, la azafata. En avión, perdemos la perspectiva del espacio recorrido. Los espacios ya no se recorren, porque nuestras ciudades florecen en el vacío, formando como un archipiélago, o se apilan virtualmente unas sobre otras. Podemos acceder directamemnte al meollo de los más afamados lugares, y no llegar, sino simplemente aparecer: ¡flop! Leo que la peste de Orán fue tan terrible, que hombres y mujeres hubieron de mezclarse en la misma fosa. Luego, levanto la cabeza y veo la larga columna de habitantes del avión. Si nos estrellamos, podría con suerte acabar mezclado con los delicados huesos de la azafata. Poética forma de acabar juntos.

¿Será este miedo una faceta de lo sublime? Burke propone que lo sublime no tiene nada que ver con lo bello, e incluso es antitético. Se refiere a una naturaleza violenta que, dada nuestra insignificancia, amenaza con destruirnos. Pero acabo de darme cuenta; estoy sufriendo una confusión. El truco de lo sublime reside en la seguridad experientada. Es la contemplación del oleaje cerca del acantilado, pero no colgado de él. Es estar cerca, pero no DEMASIADO CERCA. Lo sublime exige que no nos involucremos, es decir, que nos abandonemos, que dejemos de ser protagonistas de nuestra vida. Si tengo miedo de verdad, hago justo lo contrario.

Imagen: J. M. William Turner, Lluvia, vapor y velocidad (1844)