¡Qué difícil es sobreponerse a la propia mente! Pues la mente es eterno horizonte de la vida. Pues es ella quien rige todo destino, quien condiciona toda alegría, toda pena. No hay, fuera de ella, argumento o razón suficiente, ni hay voluntad que no proceda de la mente misma.
Todo lo que somos está ahí. Si no nos gusta, mala suerte. Constantemente afrontamos las propias limitaciones con la extrañeza de reconocerlas y de ser incapaces de ponerles remedio. Y es que sólo podemos cambiar nuestra cabeza usando nuestra cabeza, y esto complica las cosas.
Fuera de nosotros, no hay ninguna razón objetiva para la felicidad; las razones las decide caprichosa la mente. Esto nos deja solos para reponernos de la frustración, para racionalizar la tristeza, para modular la euforia... No es difícil; muchos lo consiguen. Pero, en esos casos, nunca es por una determinación puntual, por una visión repentina del deber, por una voz milagrosa que espolea: "ánimo chico, debes ser optimista".
Porque todo pensamiento, todo impulso vital, o mortal, es producto de una inercia profunda e insondable que se remonta a la infancia, y de la que muchas veces somos los últimos responsables. Nuestra psicología constituye un animal enorme, lento y testarudo, un mastodonte difícil de gobernar, anclado en la costumbre y en etapas olvidadas de la vida. Y todo intento por disciplinarlo sólo toma cuerpo a largo plazo, a veces de la forma menos deseada.
12 de agosto de 2007
Horizontes
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