El sueño sirve para las grandes celebraciones lo mismo que la borrachera, porque ambas cosas son esencialmente lo mismo. Se trata de dos territorios donde los lazos espaciotemporales y causales con el mundo se ven debilitados. La correlación de las experiencias es casi arbitraria, no obedece a otro orden que al de las palpitaciones, al momentáneo color del ánimo. En consecuencia, la realidad del cuerpo lo invade todo, y los objetos alrededor se tornan órganos suyos impregnados de sangre y de humores cambiantes.
El ensueño y la embriaguez son dos maneras hermanas de probar la voluntad, de romper con la agobiante solidez de los hechos. Lo mismo que la borrachera se destina tanto a culminar la alegría como a aliviar la tristeza, el sueño no sólo ayuda a digerir un día de mierda, sino que también puede poner la guinda a un día fantástico. Conozco a gente que duerme religiosamente sus preocupaciones, como si fuesen una gripe: asume que no hay nada que arreglar ahí fuera y que la recuperación es sólo cuestión de tiempo. Por el contrario, otros sólo concilian el sueño cuando pueden celebrar que todo está en orden. Así, yo me he pasado las mejores fiestas durmiendo.
Imagen: los objetos alrededor.
27 de decembro de 2008
"Dormir es de cobardes"
13 de decembro de 2008
La puerta
Se entraba por un camino recóndito, situado en el final mismo del océano, a través de una cala ceñida por acantilados de roble. El portal era un paraje lleno de asimetrías, un atrio caprichoso armado por piezas irregulares. Los muros, el sendero y las ramas se entrelazaban en un espasmo casual y transitorio y la mirada era guiada al calor de las formas particulares, de los pequeños sucesos.
El buzón: era toda una novedad; antes el correo se recogía muy lejos, cerca de la carretera. Ahora podía recogerse allí, a las puertas, colgado con alambre de un árbol, en una cajita metálica con el dibujo de una corneta de posta.
La tumba: a los pies del árbol que sostenía el buzón crecían los helechos y, entre ellos, en algún lugar, estaba la tumba de un perro. Se había muerto allí, escondido entre el matorral, y durante largas temporadas inundó el lugar de pestilencia, hasta que se desintegró entre varias capas de hojas secas.
La piedra: el sendero estaba flanqueado por paredes toscas de granito levantadas a hueso, pequeños murillos de pedruscos apilados intuitivamente, que con el tiempo se despeñaban, se esparcían por el suelo y bloqueaban el paso. Cuando esto sucedía, había que detener el coche, bajarse, coger la piedra entre las manos y apilarla de nuevo intuitivamente en algún recoveco del muro.
Los dinosaurios: del otro lado del muro y mezclada con el bosque, emergía de la tierra una comunidad de grandes rocas grises y peladas, de las cuales la mayor de todas invadía parte del camino con una gran concavidad que había sido, según mi padre, el lecho de un dinosaurio.
La coda: la única vez que vi un zorro de verdad fue en aquel lugar. Era un cuerpecillo naranja erguido entre las peñas, el semblante afilado y el rabo peludo, que se quedó mirando a nuestro coche como un animal de safari, hasta que las ramas lo ocultaron.
Imagen: fotograma de El viaje de Chihiro (2001), de Hayao Miyazaki.