Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

31 de xullo de 2008

La niña

A veces voy a pasar la tarde al río, a un lugar lleno de rocas que el agua atraviesa formando raudales. Cerrado por la arboleda, es un lugar poco concurrido, que algunos habitantes de la ciudad usan como playa en los días de verano. La ensenada que se forma detrás de una pequeña presa es utilizada como lugar de baño.

Me fijé esta tarde en una mujer joven, que estaba rayando algo en una libreta junto a otra mayor, tal vez su madre. Bajo su peña, se abrazaba una pareja de hippies totalmente desnudos, ocultos tras unas hierbas. Ajena a ellos, la mujer rayaba con extraño afán, con el esmero de un niño, su vista perdida en un lugar lejano, e iba haciendo pausas para morder el lápiz.

Los hippies se levantaron, se pusieron la ropa y se marcharon. Inmediatamente las mujeres se levantaron también, y fueron a ocupar la roca inferior, a resguardo del viento. Fue al ponerse del pie, al caminar un poco, cuando la joven demostró no sólo que era especialmente guapa, sino también que no debía tener más de quince o dieciséis años. Desarrollada en altura, en piernas, en caderas, delataban su edad una piel demasiado fina, unos pies pequeños y blandos, y un extraño deje de ingenua curiosidad en su mirada.

Tiempo más tarde, la vi paseando por las rocas. No le di importancia al principio. Pero luego comencé a apreciar algo extraño en su actitud. Su paseo era especialmente frenético. Había algo de juego en los recorridos que trazaba. No se trataba simplemente de acercarse a la presa para bañarse, o al otro lado para estirar un poco la piernas y contemplar distraídamente el paso del río. Se trataba en realidad de una investigación exhaustiva del lugar y, dicho sea de paso, de las cualidades motrices de su propio cuerpo.

La chica atravesaba una y otra vez el roquedal, de una punta a la otra, dando saltos ágiles y entusiastas. Iba, como presa de una extraña ansiedad, pintando aspas con su insólito itinerario. Después de cada escapada, regresaba junto a su madre, con quien no permanecía más de medio minuto, y volvía a levantarse para hacer una nueva batida. Cada vez buscaba un recorrido nuevo, a cada cual más difícil, como si estuviese buscando algo que tuviese la certeza de haber perdido en algún punto de este lugar.

Algunos comenzaron a mirarla con cierto asombro. La cría saltaba sobre las toallas ajenas, desentendida de los seres humanos del lugar, sólo concentrada en su misión. Alguien a mi lado insinuó que la niña debía de ser hiperactiva, y afirmó conocer un método para quitarle dicha hiperactividad.

Nos habíamos olvidado por un momento de la chica cuando llegó a nuestra apartada roca y se encaramó a ella, para luego descolgarse por la parte de atrás, por una arista casi impracticable. Un pie delante del otro, alcanzó una pequeña plataforma, desde la que salvó de un salto una grieta enorme. La madre de la criatura la exhortó para que volviese. Donde había llegado, había una cavidad llena de piedras de colores por la que circulaba el agua. Se mojó allí las manos, luego se incorporó para contemplar el paso del río e inmediatamente, y sin despeinarse, regresó por donde había venido.

El caso me dejó enormemente impresionado, por cuanto la actitud de aquella mujer era similar a la que poseen muchos niños pequeños; yo mismo tengo la impresión de haberme comportado de este modo muchas veces en mi infancia, muchas veces con batacazo incluido. Lo sorprendente es que una adolescente mantuviese aquella curiosidad tan infantil y desvergonzada, tan desentendida de quienes la observaban a su alrededor, en un momento de la vida en que todos nos empeñamos en ser aceptados, en socializarnos a cualquier precio.

Hasta ese punto, la imagen de aquella chica me pareció espléndida y milagrosa, un verdadero tesoro. Independientemente de que alguien, uno o dos meses más tarde, fuese a quitarle la hiperactividad de una forma u otra. Eso, al fin y al cabo, es el otoño que algún día le llega a todas las cosas bellas.

Imagen: fotograma de Muerte en Venecia, de Luchino Visconti (1971)

4 comentarios:

lukas dixo...

NO sé si has escrito esto, Agurdión, por la extrañeza del comportamiento de la joven, o porque en el fondo te gustaba un poco... Sea como sea, estoy de acuerdo en lo que dices al final, esa joven puede darse un batacazo, la sociedad la hará calmarse, o ser como todos..., y si no, será vista como un bicho raro. El juego frenético (errático, más bien), ¿como sustituto del acto sexual? No sé si te atraen las lolitas...

Agurdión dixo...

Creo que es difícil concretar esas cuestiones, Lukas. Un poco como en Muerte en Venecia, el término real se confunde con el término imagen. Quien no tiene ni pajolera, se lanza a decir que el viejo es un completo degenerado. Pero hay otros que captan el sentido de la ambigüedad: se trata de un impreciso sentimiento de nostalgia por la vida y por la juventud, la cual se encarna a través de la sexualidad floreciente. Nada que ver con la parrilla de los 40 Latino, verdadero ejemplo de perversión. Se trata de una sexualidad homologable a la belleza, y reconocible de forma parecida quizá en un prado verde, quizá en una lagartija que se tuesta al sol.
Un saludo.

Carlos dixo...

A la inocencia es un tipo de sabiduría.

P.D. El tema de la Lolita es interesante, el tiempo entre la adolescenica y la madurez, pero es una sensualidad que jamás debe ser perturvada. De todas maneras el rpotagonista de muerte en Venezia, aunque no lo calificaría de degenerado da bastante pena, es una persona completamente desilucionada con su vida y es algo patético como persigue al muchachito polaco por las calles de Venezia. "¡Cuidado con el amorcito!".

lukas dixo...

Eso es, la persecución de la belleza y la perversión van de la mano, en el caso de estas dos obras literarias, sobre todo en el caso de Mann, pero también de la novela de Nabokov. Es verdad que añoramos nuestra juventud, pero ese sentimiento no es inocente, no es estético y nada más, sino que lo manchamos con nuestras garras ya oxidadas...

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