31 de decembro de 2010
Agua (y II)
Publicado por Agurdión ás 12:00 3 comentarios
Categorías: Amarillo, debuxos propios, el escondite, los cuatro elementos
19 de decembro de 2010
Agua (I)
Como hechizada con fatídicas propiedades magnéticas, la aldea de Aguas atraía sigilosamente hacia el abismo del valle cualquier cosa que habitase la ladera:
El regato: venía de algún punto de la montaña, pasaba por detrás de la casa alimentándose de agrestes manantiales, se lanzaba por un terraplén y luego se marchaba encajando entre dos muros limitadores en otro tiempo de un camino, hasta al fin desparramarse en un prado verde y esponjoso.
El humo: de la cocina salía de la casa haciendo piruetas, se colaba trabajosamente por entre la lluvia y se iba reptando ladera abajo zarandeado por el viento.
Los árboles: velaban el horizonte en cualquier dirección, extendidas sus ramas desnudas y retorcidas hacia el agujero del valle por donde desaguaba su savia toda, y hasta de la ansiedad se desplomaban algunos con sus raíces fuera de la tierra.
La música: era el fragor de una ciénaga, donde los ecos lejanos quedaban empantanados entre la niebla y el barro, pero aún llegaban ensordecidos y abombados los ladridos de algún perro y el repicar de la campana de la abisal aldea.
Las salamandras: y demás monstruos anfibios marchaban en procesión por la pendiente, confundidos entre la hierba de los barrizales, convocados todos en las profundidades del valle.
Yo: había salido naturalmente, como todos los demás, a llenarme de agua las katiuskas por los campos que había tras la casa, aquéllos por los que prefería la soledad que la compañía, la naturaleza inhóspita que la entretenida urbe, el frío que la manga corta.
Amarillo: salió de repente de la maleza con los ojos encedidos, pero no venía a buscarme, sino que marchaba desbocado donde las salamandras. Hizo un leve ademán de detenerse al reconocerme, cuando el terrible sonido de la campana lo arrojó otra vez por el precipicio.
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Categorías: Amarillo, el escondite, los cuatro elementos
30 de novembro de 2010
Cuestión de tiempo
Algunas personas solemos sentirnos abrumadas por el ritmo normal de las cosas, y reclamamos nuestro tiempo diciendo: "no me apures, que a mí me lleva más; es que tú lo haces en una hora, pero a mí me lleva tres; es que prefiero hacerlo despacio, pero bien". Sin embargo, por más engorroso que nos resulte el factor tiempo, no vamos a vivir más que aquéllos que viven en hora, que aquéllos que tienen siempre el reloj de su mente ajustado con el de sus vísceras y que viven en perfecta armonía con el pulso del mundo real.
Que a nosotros el tiempo nos apabulle es algo que nuestro animal, nuestra envoltura orgánica, no conoce ni entiende. Sencillamente baste vernos a nosotros mismos en una grabación de vídeo, gesticulando estúpidamente, mirando aquí o allí, encarnando un personaje que nos es absolutamente ajeno, desconocido, que no hace ningún honor a lo que suponemos nos pasaba en ese momento por la cabeza.
Quizá por no habernos pasado horas suficientes amándonos ante el espejo, viéndonos desde fuera, el vínculo con nuestra representación ha quedado por lo general obsoleto, y ya apenas conocemos al que está ahí delante. Nuestro cuerpo pasa ante nosotros con la misma velocidad con que pasa el tráfico o el tiempo estipulado para un examen, del todo ajeno a nuestro particular ritmo cognitivo, y no va a compensarnos por nuestra falta de reflejos. Su compás es el de los ciclos naturales, independientes de que la mente tenga su propio calendario. La película corre siempre hacia delante, pensemos lo que pensemos, y se acaba cuando se acaba, por mucho que sintamos que acaba de arrancar.
Tras tomar conciencia de la situación, comprendemos que sólo un camino puede sacarnos del atasco: la radical determinación de marchar hacia delante, redoblando como el segundero, impasibles a cualquier cosa que se interponga, a que las horas empleadas sean cinco o veinticinco. Se trata de dedicarnos a los objetivos mucho más tiempo de lo normal; de concentrarnos en el menor número de cosas posible mientras sacrificamos el resto; de entregar masivamente nuestros días a unas pocas tareas que otro normalmente resolvería en un par de horas sin necesidad de aislamiento. ¡Y aún le quedaría tiempo para todo lo demás!
Imagen: Salvador Dalí, La persistencia de la memoria (1931). Detalle.
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17 de novembro de 2010
Facebook, del otro lado
En la orilla del Lete me he encontrado cómodo desde el principio, porque es un lugar urbanizado conforme a mis deseos, donde cada trazo está bajo mi control y no es el resultado inesperado de lo que para hoy ha decidido un conjunto de informáticos. En términos relativos, un blog tiene como soporte una infraestructura muy personalizable y flexible, que por ello puede mantenerse estable y en segundo plano, y permite que prevalezcan los contenidos siempre al gusto del autor. Casi como si partiese de una hoja en blanco, siento que aquí tiro las líneas a mi gusto, que puedo diseñar una ciudad entera desde sus calles y sus plazas hasta los más remotos rincones de sus buhardillas.
En Facebook las cosas son muy distintas para mí, pues cada vez que participo me invade una cierta angustia. Sin pretender profundizar en las razones personales de esta angustia, me llaman la atención varias características del servicio. Allí, los contenidos creados por el usuario –que son el combustible de una potente maquinaria publicitaria– ven su espacio reducido a pequeñas celdillas cuya estructuración y difusión están enteramente asignadas por el sistema. Por si fuera poco, esta asignación obedece a criterios dinámicos, por los cuales el escenario se redefine con frecuencia entorpeciendo la aclimatación del usuario. En este sentido, el conjunto de opciones personalizables que se ofrecen es cambiante y confuso, puesto que los administradores suelen reformarlo de manera unilateral. En Facebook no es fácil decir qué opciones tiene el usuario sobre su privacidad, porque nacen y se volatilizan a menudo en función de decisiones estratégicas en las que el usuario no toma parte, y que no siguen tanto un criterio funcional o de mejora de la experiencia, como el que aproximadamente usan los supermercados o las tiendas de ropa para revolver periódicamente sus artículos.
Pero claro, la mayoría de las diferencias entre Facebook y un blog –más concretamente éste– se deben a que son herramientas distintas para cosas distintas, por lo que no se anulan necesariamente. Tal y como está concebido, Facebook parece servir como un panóptico de todos nuestros contactos, algo que, dada su popularidad presente, prácticamente ha conseguido. Como ha sucedido con muchos estándares de la vida moderna, cada vez contamos a menos amigos indiferentes a la red social, y quedan descolgados a lo sumo los que militan en rechazarla. Por ello, Facebook nos permite verlos a todos, unificarlos en un único canal y establecer una comunicación fácil con cualquiera de ellos.
Facebook es una herramienta de comunicación, lo mismo que un blog. Ahora bien, define un tipo de comunicación muy distinto, del que me llaman particularmente la atención sus medios y sus objetivos. En primer lugar, me parece que la forma de interactuar en Facebook está demasiado predefinida, en la medida en que impone un rígido código a todos los usuarios. Por ejemplo, para su mejor aprovechamiento, hacen falta ciertas dosis de exhibicionismo que contentan al sistema: se reclama que nos presentemos con nuestra identidad real, y también se demanda que cuchicheemos en voz alta –lo suficiente como para que nos escuche todo el bar–, como cuando posteamos majaderías en muros ajenos, o exhibimos en público conversaciones que mejor habrían estado en privado. Podrá alegarse que cada uno llena sus casillas libremente, con el mensaje que quiere, y que cada uno es libre de leer lo que le interese. Pero el hecho es que Facebook dista de ser un folio en blanco: el mensaje está marcadamente modulado en función del contexto comunitario y las relaciones responden a una estructura determinada por los ingenieros del sistema, que se aparece como una espesa malla intermediaria.
La principal función de Facebook también está predeterminada: lista para ser asumida por los usuarios en el grado que gusten, pero difícil de cambiar por otra. ¿Y cuál es esta función? Promocionarse, publicitarse, exponerse, presentarse uno mismo públicamente ante el máximo número posible de personas, fabricarse una imagen de marca con la que reforzar las relaciones sociales. Tal que si estuviésemos en una fiesta de gala, el mejor aprovechamiento de Facebook tiene lugar cuando asumimos que nuestro caché estriba en nuestra imagen y en nuestros contactos. En el extremo opuesto está la decisión de quedarse en casa, la creencia de que las relaciones sociales son prescindibles porque siempre subyace en ellas una lucha de poder: el sutil empeño por controlar a los demás y por inducirlos a cumplir nuestros deseos. En este panóptico podemos reunir, catalogar y gestionar en un mismo espacio y tiempo el desparrame de personas con que hemos coincidido en la vida y coserlas a todas a través de una vasta roseta de puertas de enlace. Pero a cambio uno debe ponerse bien alto y visible.
Frente al aéreo torreón todo forrado de ventanales que supone la red social, este blog se configura en función del concepto de claustro, como jardín cerrado y replegado sobre sí mismo. El claustro mira hacia su ombligo, donde se ha fabricado una representación del universo, mientras brinda al verdadero mundo su hermética espalda de piedra.
Imagen: Proyecto de Panopticon, Jeremy Bentham (1791)
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15 de outubro de 2010
Deus ex machina
Los recuerdos son, desde el principio, el combustible de este blog. El ejercicio de una vida que mira hacia atrás para coger fuerzas, porque recela de la incertidumbre y del salto al vacío. Pero, sobre todo, la experiencia de un presente que se mira con la intuición de saber lo que va a ser para siempre recordado, porque se aparece milagrosamente ritmado y cargado de sentido. Como una baliza para la que siempre hay espacio en el cerebro, porque ya estaba allí.
Éste es el presente que no pulsa sobre la nada, que no se descuelga indistinto por el agujero del tiempo, sino que pasa arañando la carne más sensible para prolongar la rama principal de la vida, para añadir un nuevo capítulo a la trama principal. Un amplio y despejado trecho de camino se desvela bajo el sol, como si de las vagas y amorfas sonoridades de la orquesta emergiese de nuevo, más potente que nunca, el tema del protagonista.
Fotografía: marca de sendero, O Courel.
19 de setembro de 2010
El sol
El sol se presentaba siempre a las cinco en punto de la tarde, entraba por la reja con sus largas serpentinas doradas y dulcemente iba derramándose en el oscuro rincón de Lucía, proyectando sobre las paredes, como un cinematógrafo, la maravillosa danza del polvo flotante.
A la esperada hora de salir al patio, el sol se presentaba como una fuerza liberadora que iba desenredando las frías correas del miedo, deslizándose con su cálido abrazo sobre la piel amoratada de los brazos y del cuello.
Lucía salía la última, a paso lento; cerraba los ojos, aún jóvenes, y dejaba que la luz cegadora le atravesase los párpados, como si no hubiese más, y entonces el radiante torrente se desbordaba por los rincones de su cerebro, encendía de pronto todos sus recuerdos como un árbol de navidad y el mundo se tornaba una miríada de imágenes.
En lo que duraba, el sol era el mundo entero y era la vida; pero al poco las pupilas se contraían y la vista se acostumbraba para enfocar de nuevo el ominoso edificio de la cárcel y su oscura puerta de retorno.
Imagen: abadía de Fontenay (Borgoña), vista de la nave central de la iglesia hacia el testero. Fotografía de Sacred Destinations.
23 de xuño de 2010
Fuego
El fuego de la cocina: siempre estaba encendido. En invierno, los habitantes de la casa se quedaban dormidos a su alrededor con la cabeza apoyada entre los brazos. A mí me gustaba sentarme delante del cálido soplo para jugar a ver cómo ardía una ramita. No tardaba en reñirme alguien por tener abierta la portilla de la leña, pero yo siempre volvía a abrirla para quedarme absorto frente a la hipnótica llama.
El fuego del pasillo: aparecía cuando llegaba el frío, justo al salir de la cocina, plantado sobre el negro pavimento de la estancia que comunicaba con el zaguán, los establos, la bodega y la despensa. Su densa humareda lo inundaba todo, impregnaba los alimentos arriba suspendidos y luego se filtraba lentamente por las rendijas del tejado. En aquel suelo se mezclaban montones de paja, escobas de retama y arcones de madera; en las paredes, una colección de herraduras coronaba las ventanas de los pesebres. Aquel fuego ardía como si nadie le prestase atención, pero nunca provocaba un incendio.
El fuego del horno: no se dedicaba precisamente a cocer pan, pues ardía en el centro de la única habitación de la casita, rodeado igualmente por un montón de trastos ahumados. Aquél era el fuego de uno de los habitantes de la casa, que prefería tener el suyo propio, pues el de la cocina le resultaba demasiado transitado. Con la puerta abierta para aliviar el humo, allí se recluía normalmente con uno de sus mejores amigos, de carácter similar al suyo: el perro Gris, que prácticamente había nacido de aquellas cenizas.
El fuego de un lugar de la viña: no fue un fuego ordinario, como eran los demás, pues solamente se encendió una vez, en primavera, por el capricho de experimentar si, como decía mi padre, servían las señales de humo para comunicarnos. Para aquella hoguera usamos una piña, ramitas muy pequeñas y una hoja de periódico, y la situamos detrás del caseto de la antigua viña, en una zona de hierba muy verde que favoreció que brotase el humo. Terminada la experiencia, apagamos religiosamente los restos con una meada.
El fuego del huerto: fue una gran hoguera encendida a principios de verano, unos días después de la muerte de uno de los habitantes de la casa. En ella se emplearon como combustible las prendas, las toallas, las sábanas y hasta el colchón de lana del difunto. Se instaló en una zona abandonada de huerto, en la hondonada del lado oriental de la casa, desde donde el edificio adquiría una apariencia enorme, monumental, que acentuaba la vejez y aspereza de los muros de piedra y el hermetismo de su rostro de pequeñas y escasas ventanas. Los habitantes de la casa bajaron como hormigas por la pendiente portando los materiales de la pira, que se desarrolló en silencio y que arrojó una de las humaredas más negras que recuerdo.
Imagen: hoguera, Suecia (fotografía de David Castor)
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Categorías: el escondite, la casa, los cuatro elementos
13 de xuño de 2010
Dispepsia
«Cerrar de vez en cuando las puertas y ventanas de la conciencia; no ser molestados por el ruido y la lucha con que nuestro mundo subterráneo de órganos serviciales desarrolla su colaboración y oposición; un poco de silencio, un poco de tabula rasa de la conciencia, a fin de que de nuevo haya sitio para lo nuevo, y sobre todo para las funciones y funcionarios más nobles, para el gobernar, el prever, el predeterminar (pues nuestro organismo está estructurado de manera oligárquica) – éste es el beneficio de la activa, como hemos dicho, capacidad de olvido, una guardiana de la puerta, por así decirlo, una mantenedora del orden anímico, de la tranquilidad, de la etiqueta: con lo cual resulta visible en seguida que sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente. El hombre en que ese aparato de inhibición se halla deteriorado y deja de funcionar es comparable a un dispéptico (y no sólo comparable–), ese hombre no "digiere" íntegramente nada...»
Trad. de A. Sánchez Pascual Madrid: Alianza, 2006
Imagen: anuncio de prensa, 1916
23 de maio de 2010
Sinestesia
El presente en sí suele carecer para mí de emoción y de sentimiento. El presente por sí solo es una marea de estímulos que repican en la piel y en la retina. Toda emoción estriba en el recuerdo, en virtud del cual las sensaciones fluyen de un sentido a otro hasta derivar en una experiencia de orden sentimental.
El olfato me parece el sentido de la memoria, el lugar por el que se filtran las sensaciones que llegan al alma. Todo pasa por la nariz antes de que importe, porque a través de ella queda ligado con todos los tiempos. En cambio, la vista me parece el sentido del presente, el de menor capacidad evocadora, tanto más cuanto más nítidas y evidentes son las imágenes que produce. Cualquier imagen del recuerdo se encuentra profundamente distorsionada por los afectos, muy lejos de lo que informó la retina en algún anodino presente.
Un día, lo que era anodino, insulso y hasta confuso deja, tras una larga y pesada digestión, de flotar en el estómago de la memoria, y queda definitivamente asimilado al organismo. Las vivencias se recuperan de su desconcertante insignificancia y se entrelazan con la musculatura de los sentimientos, y lo que estaba perdido en el presente se aparece resumido en un olor singular e inimitable. Cuando algo ya se ha pasado, cuando más lejos está de mí, cobra olor, se revela por entero en la lejanía, como un inmenso valle cuando se ha tomado suficiente altura. Aquel valle, tan grande y con tantos colores, ya no es mi casa, pero a cambio lo siento por primera vez coleteando en el alma.
La fragancia del aire contiene más emociones que las vivencias mismas. Cuando llega el aire que anuncia el verano, las sensaciones son más intensas que en pleno agosto. En medio de sus calores, cuando ya han pasado muchos días de monotonía, el aire parece que no huele a nada. Pero cuando llega sutil la fragancia de algún día olvidado, las sensaciones pueden ser hasta brutales, porque penetran donde están los recuerdos. Las imágenes se producen muy adentro y salen a iluminar el mundo con su signo: el paisaje no es ya el que está ahí delante, porque la mitad en él es el reflejo del alma.
Imagen: Castelao, Milagro o Viático (período 1922-29)
9 de maio de 2010
Nocturno (II)
El patio: está oscuro. No alumbra aquí fuera ni una sola luz, ni una bombilla, ni una farola. El ayuntamiento ha prometido poner un foco en lo alto del poste de la entrada, un foco que se encienda cada tarde a la hora programada y que no se apague hasta la mañana siguiente. Pero, hasta que no lo haga, las noches son oscuras y huecas, sólo balizadas por moradas paredes y por ecos informes.
El horizonte: está conformado por una muralla de esqueléticas ramas, retorcidas por el frío, que ocultan cualquier farola, cualquier bombilla, cualquier faro que alguien haya encendido del otro lado de la dehesa. Así que en la distancia tampoco hay luces fijas ni móviles que balicen la tierra, ni que se entrometan por el rabillo del ojo reclamando atención, ni que perviertan la frágil belleza de las sombras proyectadas por las estrellas.
Un murciélago: se recorta contra el resplandor del cielo abismal. Es un espectro vibrante que vuela frenético en torno al patio. El batir de sus alas produce un eco siniestro que se propaga por las concavidades de la noche invernal.
El sapo: tiene su casa debajo del hórreo. Normalmente se lo ve por allí, arrastrando muy lentamente su morado cuerpo, grande y viejo. Ahora se encuentra absolutamente quieto y en silencio, dándose un reconfortante baño de estrellas. No debo molestarlo, pues, como dice mi padre, tiene la costumbre de levantar una pata y orinar directamente a los ojos.
El camino: que sale del patio se adentra en una oscuridad absolutamente tupida. Puedo quedarme mirando absorto el abismo todo el tiempo que quiera, con la plena y reconfortante certeza de que nadie va a aparecer por allí.
Imagen: Mark Rothko, Sin título (1969)
23 de abril de 2010
El bosque
Un bosque no es un parque. A un bosque no se va a hacer relaciones sociales, ni espera uno encontrarse allí con nadie, salvo quizá con alguna ardilla que cruce por delante a toda velocidad. Es un hecho que cualquier persona que podamos encontrar en un bosque va a mirarnos con recelo, va a disgustarse de que estemos allí, al igual que cualquier animal que habite la espesura.
Los osos saben muy bien que un bosque es para la soledad y la intimidad. A veces, para la intimidad de dos. Los grupos de gente en un bosque traen siempre consecuencias nefastas. En el mejor de los casos, son un grupo de excursionistas ruidosos; otras veces, son cuadrillas de operarios, que llegan con sus máquinas para sustituir el bosque por otra cosa.
Por eso, hay que echar del bosque a los niños que tanto alborotan, y luego amurallarlo para que llegue el invierno, la estación en que están más hermosas las ramas y son más profundos los ecos, y colgar fuera un cartel que diga: "se procederá contra los intrusos".
Imagen: San Lourenzo de Trasouto (Santiago de Compostela), vista de la cerca del bosque.
8 de abril de 2010
Memento mori
«¿Quién, ante una casa de pisos parisién, no ha pensado nunca que era indestructible? Puede hundirla una bomba, un incendio, un terremoto, pero ¿si no? Una ciudad, una calle o una casa comparadas con un individuo, una familia o hasta una dinastía, parecen inalterables, inasequibles para el tiempo o los accidentes de la vida humana, hasta tal punto que creemos poder confrontar y oponer la fragilidad de nuestra condición a la invulnerabilidad de la piedra. Pero la misma fiebre que hizo surgir del suelo estos edificios, en Les Batignolles como en Chichy, en Ménilmontant como en La Butte-aux-Cailles, en Balard como en Le Pré-Saint-Gervais, no parará ahora hasta destruirlos.
Vendrán las empresas de derribos y sus brigadas romperán los enlucidos y los alicatados, hundirán los tabiques, doblarán los herrajes, dislocarán las vigas y los cabios, arrancarán los morrillos y los sillares: imágenes grotescas de una casa derruida, reducida a sus materias primas, cuyos montones vendrán a disputarse unos chatarreros de guantes gruesos: el plomo de las cañerías, el mármol de las chimeneas, las madera de los armazones y los entarimados, de las puertas y los zócalos, el cobre y el latón de los picadores y los grifos, los grandes espejos y el oro de sus marcos, el mármol de los fregaderos, las bañeras, el hierro forjado de la barandilla de las escaleras...
Las incansables excavadoras de los niveladores vendrán a cargar el resto: toneladas y más toneladas de cascotes y polvo.»
Traducción de Josep Escué
21 de marzo de 2010
Primavera (III)
Cuando todo está en silencio, cuando todo lo que existe es el hormigueo de la sangre por el cuerpo entero, pienso en ella un segundo antes de dormirme, y pienso que es una suerte poder hacerlo, que es una suerte ser adormecido por los latidos del deseo. Pese a no poder llegar a ella de verdad, pese a que toda ella es una leve figuración de la mente, sólo imaginarla se me lleva dulcemente, me aviva la sensibilidad, presiento el viento que vuelve, aparta de mí el mortal aburrimiento...
Con los ojos cerrados, replegado bajo las sábanas, cualquier imagen mental resulta luminosa y, por contraste, parece más real que la oscuridad misma.
11 de marzo de 2010
Tierra
Mi padre solía decir, en otra de sus frecuentes invenciones, que en alguna parte de la antigua viña estaba enterrado un tesoro. Hasta tal punto se había convencido, que planeaba comprarse uno de aquellos artilugios para detectar metales que anunciaban en la teletienda. Y casi pareció decidirse un verano, cuando un amigo suyo, aficionado también a los artilugios, sacó de la playa una impresionante colección de tornillos.
El principio por el que estos objetos salían a la luz no era tanto la curiosidad del arqueólogo como la del jugador, donde muchas veces el dinero ganado es mera coartada para una experiencia mucho más intensa: ver la misteriosa sonrisa de la suerte. Por este principio, a mi padre se le aparecían con extraña frecuencia sobre la acera monedas, billetes y tornillos, siempre recogidos con gran emoción.
El mito de la existencia de un tesoro en la antigua viña emanaba del dominio físico y simbólico que ejercía sobre ella la ruina de una torre medieval. Por entonces, lo que quedaba de sus muros apenas alcanzaba los dos metros de altura, y prácticamente se confundía con las tortuosas cercas de mampostería que limitaban las fincas de la comarca. Conocida como frecuente morada de víboras, esta ruina encerraba una explanada destinada a era, aparentemente asentada en el antiguo pavimento, y estaba enfatizada por un nogal grande y viejo que había conquistado con los años la altura que habría tenido el edificio.
Alrededor de la ruina, la tierra parecía repleta de huesos y objetos antiguos que, con una parsimonia de siglos, iban aflorando con el paso del arado. Al igual que en las aceras de la ciudad, mi padre había encontrado en aquellos campos muchas monedas antiguas, a las que llegaba, como una urraca, guiado por un brillo o centella mínima. Su hallazgo más sonado fue lo que él bautizó como la "punta de lanza", o quizá "de flecha", una pieza puntiaguda absolutamente oxidada, que le dio pie para inventarse una batalla por la torre, con ballesteros encaramados entre las almenas, saetas silbantes y caballeros acorazados.
Imagen: Jean-François Millet, Las espigadoras (1857)
22 de febreiro de 2010
Aire
Cuando se avecina tormenta, me pongo eufórico. Las correas del alma se me aflojan, el corazón se me sale del pecho y quiero echar a correr por los tejados. La tormenta no me da miedo, ni me aprieta la garganta, ni me oprime el pecho; al contrario, me descomprime las arterias y me aclara la vista. Cuando empieza a redoblar allá a lo lejos, el mundo adquiere una maravillosa nitidez, y el aire se torna aromático y refrescante.
Ya cae la tarde. Después de un día de calor y de picores, se anima una leve brisa y el aire cambia de perfume. Media tarde he tirado en vano de una cometa a través de la hierba alta, y al final me he encerrado vencido en la sombra de la casa. Pero ahora que entra el aire redoblando por la ventana, siento que tengo una nueva oportunidad. Monto la cometa y salgo corriendo monte abajo, y con la velocidad el juguete se tensa y se levanta, y luego va alejándose de mí en las alturas, sacudiendo sus cintas.
El viento se vuelve intenso y maravilloso; el cielo se llena de mil colores, y una marea de nubes lo va estrechando como un río en lo profundo de un cañón rocoso. Ahora quiero ir más arriba, y rápidamente remonto la colina hasta la antigua viña, donde ahora hay un prado muy grande y verde. Y allí, en aquella cima, la cometa sube más alta que nunca, enterrándose en el abismo gris del cielo, y noto cómo tira de mí hacia arriba. Ya los rayos repican en la cresta de la montaña y los truenos se desploman ladera abajo con estrepitoso galope.
Y entonces, el hilo que sujeta la cometa se rompe y ésta se marcha hacia arriba haciendo tirabuzones y perdiéndose en alguna parte del cielo.
Imagen: William Turner, Sombra y oscuridad - la tarde del Diluvio (1843)
7 de febreiro de 2010
Los preparativos
MEMORIA REFERENTE A LA EDIFICACIÓN DE UNA FORTALEZA EN LA MARGEN IZQUIERDA DEL RÍO LETE, A LA ALTURA DEL PASO DE LAS ALMAS (extracto)
a) SITUACIÓN
La orilla izquierda del Lete por donde pasan las almas está conformada en su mayor parte por un arenal salpicado de piedras volcánicas y de abedules secos. Asomada al río, en un pequeño recodo, se levanta una gran roca balsáltica de aproximadamente 15 metros de altura y con la cima plana, apenas accesible a través de una rampa en su vertiente norte.
Hacia oriente prolifera la vegetación, primero en forma de arbustos, luego de bosques, y más allá está la tierra de los hombres con sus campos y ciudades. Hacia occidente está el río, oscuro e inmenso, cuya otra orilla apenas se divisa, porque está sumida en una niebla densa y lechosa que oculta el sol todas las tardes.
b) DIMENSIONES
En proyección, la actual finca tiene una superficie total de nueve mil trescientos cuarenta y seis metros cuadrados, de los cuales se segregarán mil setecientos veintiuno por quedar extramuros, quedando reducido el fundo a siete mil seiscientos veinticinco metros cuadrados entre líneas murales.
c) OBJETO Y MAGNITUD DE LA OBRA
Destinada la finca hasta el presente a acoger un campamento, el propietario trata de fortificarla para asegurar las funciones defensivas y, de paso, para dar mayor amplitud y comodidad a las funciones de vivienda. Se trata principalmente de dar respuesta a las amenazas llegadas periódicamente, no del negro río, sino de las profundidades de oriente, las cuales perturban la vida de la ribera, así como el normal tránsito de los peregrinos. Para ello, se prevé construir una fortaleza con arreglo a los planos adjuntos, disponiéndose una torre en lo alto de la roca, y a sus pies, cerrando el frente de tierra, una muralla de traza italiana con revellín exterior y foso.
d) SISTEMA DE CONSTRUCCIÓN
Se adoptarán muros de sillería de granito con núcleo de mampostería tanto en la torre como en la muralla, salvando en el revellín, cuyo relleno será de tierra, que absorbe con eficacia los impactos de artillería. La torre, de planta cuadrangular, presentará en sus tres lados al arenal muros macizos sólo abiertos puntualmente por aspilleras, y un remate almenado. La muralla del frente de tierra dispondrá de dos bastiones romboidales, cada cual con seis troneras para cañones. Adelantado entre ambos bastiones y con una altura inferior, el revellín contará con el mismo número de troneras.
El lado de la torre que mira al río, es decir, la fachada de la zona residencial, recibirá un tratamiento diferenciado del resto de la construcción: muros de fábrica de mampostería con luces, pilastras e impostas de sillería de granito; balcones con antepechos de hierro y galerías de madera; azotea con revestimiento y antepecho de zinc. En el interior, presentará techos con cielo-raso de barrotillo; tabiques de ladrillo o barrotillo, según su destino; suelos de cemento en la planta baja y de entramado de madera en los superiores, con revestimiento de cemento en los cuartos de limpieza y de mármol en los de baños y retretes.
Imagen: Pantalla de Heroes of Might and Magic III, New World Computing (1999)
23 de xaneiro de 2010
Conjuntivitis alérgica (II)
Las cosas que están a nuestro alrededor tienen la capacidad de agredirnos o de provocarnos placer. La forma en que lo hacen, sin embargo, no depende sólo de la cosa en sí, sino de la materia de la que estamos compuestos, que unas veces es más resistente y otras más sensible. La gravedad con que algo nos golpea depende muchas veces de la forma en que recibimos el impacto. Se puede caer de un segundo piso de muchas maneras, algunas seguras y otras mortales.
Una hilera de pinos se alza junto a la carretera, y sólo uno de ellos aparece abatido tras el temporal. El mismo accidente permite salir a uno por su propio pie, y al otro lo mata en el acto. Porque cada cuerpo es distinto, y posee distinta resistencia al medio, así como diferente capacidad de restaurar las heridas. El veneno de las serpientes parece configurado para agredir; pero las flores sólo dañan a algunos. ¿Cómo puede el polen de la primavera -el verdor del bosque y de la hierba, el aire tibio y oloroso que regenera la vida- provocar tantas molestias? ¿Cómo puede el organismo particular interpretar como una agresión a los ojos aquello que la vista ama?
También la parte psicológica funciona como un órgano de carne y sangre, y posee en cada caso una distinta capacidad de absorción de los impactos del medio. El dolor no tiene que ver con el intelecto, lo mismo al romperse una pierna que al sufrir un disgusto. Pese a su apariencia ordenada y lógica, los pensamientos con que se intenta combatir el dolor son sólo una consecuencia equivalente al pus infecto de las heridas. Un disgusto no puede neutralizarse mediante la reflexión porque no existen razones contra él; todo pensamiento que se le oponga es en realidad una excrecencia del dolor mismo.
Un disgusto es, más que el hecho que lo desencadena, una brecha o un moratón en la carne de la mente, y por eso se cura -si es que se cura- a través de la espera, exactamente igual que un catarro. Esta curación no depende del objeto con que se produjo la lesión, sino de las capacidades del sujeto lesionado, y sólo en función de ellas la espera será más o menos larga y penosa. Al esguinzado le es irrelevante haber caído sobre hierba o sobre hormigón, pues intelectualizar ese factor no va a rebajar la gravedad de su lesión; igualmente, intentar racionalizar los motivos de la tristeza suele ser inútil, pues no suele ceñirse literalmente a los hechos, y no atiende a razones intelectuales, sino fisiológicas.
La tristeza está hecha de carne y sangre, lo mismo que el amor, las cosquillas o la gripe, y sólo la suerte de una sutil primavera, de un viento favorable, puede resucitar de nuevo la savia en el organismo.
Entradas relacionadas: Conjuntivitis alérgica; Horizontes
4 de xaneiro de 2010
Gris
Gris era sobre todo un perro miedoso, un animal profundamente desconfiado y huidizo, que desde el día en que llegó, traído como todos en el maletero de un coche, rehuyó las caricias y el contacto con las personas. Nadie se lo tuvo en cuenta en aquella casa, pues al fin y al cabo todo lo que de un perro se pedía era que alertase de cualquiera que llegase al lugar.
La primera vez que vi a Gris, estaba metido en la casita del horno, agazapado con sus ojos negros entre cenizas viejas. Apenas me acerqué se revolvió aterrorizado, aullando, y se fue culebreando con su pequeño cuerpo por alguno de los agujeros de la pared. Recuerdo que fue decepcionante no encontrarme con un perro mimoso, con un juguete, como suponía que debían ser los perros, y más siendo cachorros.
Así que yo odié a aquel perro. No lo quería, porque no era un perro. Era un bicho huraño, estúpido, llorica. Mi padre sospechaba que era consecuencia del maltrato que debió de haber recibido en sus primeros días de vida, en las manos de tres hermanos expertos en dar de fumar a los sapos. Probablemente unos buenos petardazos lo habían dejado medio sordo, y explicarían el exagerado terror que le provocaba la pólvora de la feria. En todo caso, yo odiaba a aquel perro. Lo odiaba en parte por su terca memoria; por ser incapaz de digerir cualquier cosa que le hubiese sucedido, pese al paso de los días, de los meses, de los años.
Gris vivió en los últimos días de Amarillo, y durante ese tiempo fue su sombra sigilosa, siempre temerosa, siempre varios metros por detrás. Cuando Amarillo escuchaba ladrar, allá en la aldea de Aguas, y subía a responder a lo alto de la viña, Gris lo observaba perplejo, celoso de su euforia y de su entusiasmo. Y cuando Amarillo se lanzaba corriendo al cenagoso abismo, Gris se daba la vuelta desalentado y desaparecía bajo algún matorral al que no llegaba el griterío de la guerra.
Gris murió mucho más tarde que Amarillo, en otro lugar, cuando ya no quedaba nadie. Murió de viejo, ciego, decrépito, lentamente consumido por el tiempo, mezclado con las cenizas viejas.
Imagen: Castelao, Perro acostado (1916-36)