Como hechizada con fatídicas propiedades magnéticas, la aldea de Aguas atraía sigilosamente hacia el abismo del valle cualquier cosa que habitase la ladera:
El regato: venía de algún punto de la montaña, pasaba por detrás de la casa alimentándose de agrestes manantiales, se lanzaba por un terraplén y luego se marchaba encajando entre dos muros limitadores en otro tiempo de un camino, hasta al fin desparramarse en un prado verde y esponjoso.
El humo: de la cocina salía de la casa haciendo piruetas, se colaba trabajosamente por entre la lluvia y se iba reptando ladera abajo zarandeado por el viento.
Los árboles: velaban el horizonte en cualquier dirección, extendidas sus ramas desnudas y retorcidas hacia el agujero del valle por donde desaguaba su savia toda, y hasta de la ansiedad se desplomaban algunos con sus raíces fuera de la tierra.
La música: era el fragor de una ciénaga, donde los ecos lejanos quedaban empantanados entre la niebla y el barro, pero aún llegaban ensordecidos y abombados los ladridos de algún perro y el repicar de la campana de la abisal aldea.
Las salamandras: y demás monstruos anfibios marchaban en procesión por la pendiente, confundidos entre la hierba de los barrizales, convocados todos en las profundidades del valle.
Yo: había salido naturalmente, como todos los demás, a llenarme de agua las katiuskas por los campos que había tras la casa, aquéllos por los que prefería la soledad que la compañía, la naturaleza inhóspita que la entretenida urbe, el frío que la manga corta.
Amarillo: salió de repente de la maleza con los ojos encedidos, pero no venía a buscarme, sino que marchaba desbocado donde las salamandras. Hizo un leve ademán de detenerse al reconocerme, cuando el terrible sonido de la campana lo arrojó otra vez por el precipicio.
19 de decembro de 2010
Agua (I)
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