El fuego de la cocina: siempre estaba encendido. En invierno, los habitantes de la casa se quedaban dormidos a su alrededor con la cabeza apoyada entre los brazos. A mí me gustaba sentarme delante del cálido soplo para jugar a ver cómo ardía una ramita. No tardaba en reñirme alguien por tener abierta la portilla de la leña, pero yo siempre volvía a abrirla para quedarme absorto frente a la hipnótica llama.
El fuego del pasillo: aparecía cuando llegaba el frío, justo al salir de la cocina, plantado sobre el negro pavimento de la estancia que comunicaba con el zaguán, los establos, la bodega y la despensa. Su densa humareda lo inundaba todo, impregnaba los alimentos arriba suspendidos y luego se filtraba lentamente por las rendijas del tejado. En aquel suelo se mezclaban montones de paja, escobas de retama y arcones de madera; en las paredes, una colección de herraduras coronaba las ventanas de los pesebres. Aquel fuego ardía como si nadie le prestase atención, pero nunca provocaba un incendio.
El fuego del horno: no se dedicaba precisamente a cocer pan, pues ardía en el centro de la única habitación de la casita, rodeado igualmente por un montón de trastos ahumados. Aquél era el fuego de uno de los habitantes de la casa, que prefería tener el suyo propio, pues el de la cocina le resultaba demasiado transitado. Con la puerta abierta para aliviar el humo, allí se recluía normalmente con uno de sus mejores amigos, de carácter similar al suyo: el perro Gris, que prácticamente había nacido de aquellas cenizas.
El fuego de un lugar de la viña: no fue un fuego ordinario, como eran los demás, pues solamente se encendió una vez, en primavera, por el capricho de experimentar si, como decía mi padre, servían las señales de humo para comunicarnos. Para aquella hoguera usamos una piña, ramitas muy pequeñas y una hoja de periódico, y la situamos detrás del caseto de la antigua viña, en una zona de hierba muy verde que favoreció que brotase el humo. Terminada la experiencia, apagamos religiosamente los restos con una meada.
El fuego del huerto: fue una gran hoguera encendida a principios de verano, unos días después de la muerte de uno de los habitantes de la casa. En ella se emplearon como combustible las prendas, las toallas, las sábanas y hasta el colchón de lana del difunto. Se instaló en una zona abandonada de huerto, en la hondonada del lado oriental de la casa, desde donde el edificio adquiría una apariencia enorme, monumental, que acentuaba la vejez y aspereza de los muros de piedra y el hermetismo de su rostro de pequeñas y escasas ventanas. Los habitantes de la casa bajaron como hormigas por la pendiente portando los materiales de la pira, que se desarrolló en silencio y que arrojó una de las humaredas más negras que recuerdo.
Imagen: hoguera, Suecia (fotografía de David Castor)
23 de xuño de 2010
Fuego
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