(...) Recuerdo bien la primera vez que experimenté la presencia de un fantasma, es decir, la intrusión de un espectro entre los objetos de mi alrededor. Mi reacción fue poner en marcha un viejo ritual: echar a andar por un camino familiar balizado de objetos apotropaicos, con el mismo espíritu con que los bizantinos salían en procesión con sus iconos cuando los turcos amenazaban sus murallas.
La mía era una ronda que comenzaba y terminaba junto a un nogal, con las siguientes etapas intermedias: 1) un pozo escondido entre unas peñas; 2) un castaño seco, como muchos otros del lugar; 3) una línea de piedras puntiagudas sobre la hierba; 4) una robleda tortuosa, salpicada de las únicas setas comestibles que reconozco; 5) una gran sábana negra de plástico suspendida entre unas ramas; 6) un portón de salida, en dirección al río; 7) un caseto de pedruscos asentados a hueso que presidía una viña abandonada; 8) una lata oxidada de aceite CEPSA; 9) un pantano de arenas movedizas, lleno de vegetación flotante, ranas y salamandras; 10) un pastor eléctrico que hacía ruiditos.
Pero aquella vez el ritual no funcionó. Recuerdo que me miraba los pies al pasar por la viña, mientras iba aplastando los viejos muñones de vid, golpeado por una extraña desesperación. Pues algo alrededor había cambiado; el paisaje estaba infundido de una presencia intrusa, abstracta y extrasensorial, sobre la que no conseguían imponerse los objetos concretos, sólidos y hermosos que ondeaban delante de mis ojos.
Desde entonces, el sentimiento ha sido normalmente opuesto al original. Me siento más bien como si tuviese una colección de muñecos vudú repartidos por muchos lugares; como si fuese dejando por ahí trocitos míos sobre los que otros pueden operar y provocarme dolor. Tengo la sensación de que la Gestapo sabe donde me escondo, no en vano ahora publico chismes como éste. A veces me escudo en que Google Earth, Facebook y la telefonía móvil ya no nos permiten vivir los espacios como si fuesen jardines cerrados, pero en el fondo no se trata de eso. No se trata de que el ruido nos persiga hasta el lugar más remoto en forma de sms.
Se trata simplemente de que mi sentimiento ha cambiado sigilosamente de color, como cambia el de las piedras de las iglesias con el simple contacto con el aire. Pero no es una actitud, no parte de mí; el sentimiento es un suceso que viene de fuera y que me alcanza como un flechazo. Cuando se va, permanece en el recuerdo, como aquella mesa camilla. Allí debió de nacer mi atracción por la estética de la defensa, por los castillos, las fortalezas y las murallas abanderadas; por el catenaccio, Minas Tirith y Constantinopla.
Imagen: detalle de la tabla de fortificación de la Cyclopaedia (1728)
21 de novembro de 2009
La fortaleza (2/2)
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