Las cosas que están a nuestro alrededor tienen la capacidad de agredirnos o de provocarnos placer. La forma en que lo hacen, sin embargo, no depende sólo de la cosa en sí, sino de la materia de la que estamos compuestos, que unas veces es más resistente y otras más sensible. La gravedad con que algo nos golpea depende muchas veces de la forma en que recibimos el impacto. Se puede caer de un segundo piso de muchas maneras, algunas seguras y otras mortales.
Una hilera de pinos se alza junto a la carretera, y sólo uno de ellos aparece abatido tras el temporal. El mismo accidente permite salir a uno por su propio pie, y al otro lo mata en el acto. Porque cada cuerpo es distinto, y posee distinta resistencia al medio, así como diferente capacidad de restaurar las heridas. El veneno de las serpientes parece configurado para agredir; pero las flores sólo dañan a algunos. ¿Cómo puede el polen de la primavera -el verdor del bosque y de la hierba, el aire tibio y oloroso que regenera la vida- provocar tantas molestias? ¿Cómo puede el organismo particular interpretar como una agresión a los ojos aquello que la vista ama?
También la parte psicológica funciona como un órgano de carne y sangre, y posee en cada caso una distinta capacidad de absorción de los impactos del medio. El dolor no tiene que ver con el intelecto, lo mismo al romperse una pierna que al sufrir un disgusto. Pese a su apariencia ordenada y lógica, los pensamientos con que se intenta combatir el dolor son sólo una consecuencia equivalente al pus infecto de las heridas. Un disgusto no puede neutralizarse mediante la reflexión porque no existen razones contra él; todo pensamiento que se le oponga es en realidad una excrecencia del dolor mismo.
Un disgusto es, más que el hecho que lo desencadena, una brecha o un moratón en la carne de la mente, y por eso se cura -si es que se cura- a través de la espera, exactamente igual que un catarro. Esta curación no depende del objeto con que se produjo la lesión, sino de las capacidades del sujeto lesionado, y sólo en función de ellas la espera será más o menos larga y penosa. Al esguinzado le es irrelevante haber caído sobre hierba o sobre hormigón, pues intelectualizar ese factor no va a rebajar la gravedad de su lesión; igualmente, intentar racionalizar los motivos de la tristeza suele ser inútil, pues no suele ceñirse literalmente a los hechos, y no atiende a razones intelectuales, sino fisiológicas.
La tristeza está hecha de carne y sangre, lo mismo que el amor, las cosquillas o la gripe, y sólo la suerte de una sutil primavera, de un viento favorable, puede resucitar de nuevo la savia en el organismo.
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