De pequeño estaba inquieto, daba vueltas presa del impulso de ir hacia delante; asomaba la cabeza intentando ver lo que habría por encima de aquellas piedras, más allá de aquellos bosques y aquellos prados. Esperaba con emoción lo que estaba por venir, la inmensa extensión de la vida, las experiencias que me saciarían. Como se me antojaba una promesa de felicidad, encontraba que el mundo circundante era un lugar hermoso. Aquella euforia, que parecía un lugar de paso, un estado previo a otro mucho mejor, era en realidad la cota máxima de felicidad que he conocido.
Es un discurso viejo, la vieja historia del hijo pródigo, de quien busca mucho algo que siempre tuvo ante sus narices, o la de quien emprende el regreso a sus raíces tras haber visto lo suficiente del mundo. Como por una especie de impulso biológico, el final se encuentra justo al principio y entonces todo encaja. Las viejas historias, los cuentos de la infancia, se aparecen plenos de sentido ante los ojos. El impulso de la vida se enfría; la carga de caballería empieza a debilitarse, a titubear, a perder velocidad; los caballos se van deteniendo y, desordenadamente, dan media vuelta. Cuando se cancela la promesa, cuyo rostro nebuloso e inconcreto nos impulsaba por la tierra, es posible descubrir el amor en lo que tuvimos.
5 de xaneiro de 2009
La promesa
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