El arte es el poso, el sedimento de la vida. Una excrecencia física de nuestra forma de pensar y de actuar, y que permanece, como vestigio, cuando ya no estamos. Desde un punto de vista amplio, arte es toda producción humana, mejor o peor, consciente o no, que nos permite inferir, pasado el tiempo, la mentalidad que la produjo. Por debajo de las grandes obras, de los grandes programas, de los museos y galerías, y de sus reputados artistas, subyace uno de los aspectos que mejor definen la relación que mantiene el hombre con los objetos: la voluntad de acumulación.
Ayer, cediendo a la insistencia de mi madre, hice limpieza del rocho. Hoy, preferiría no haberla hecho. Tengo la sensación de haber violado una tumba faraónica, y ahora andan sus fantasmas rondándome. El caso es que lo que allí había era difícil de relacionar con una decisión personal, con una voluntad mínimamente consciente de orden. En realidad, aquel amasijo de cosas parecía más bien producto de una floración espontánea y descontrolada, como la que podría inspirar un cementerio medieval. Tan personales una vez, tan útiles y vigorosos, los recuerdos parecían ahora ajenos, pedazos muertos de mí, con la hueca apariencia de un fósil.
En una época en que infinidad de objetos e imágenes de escaso valor proliferan por las casas, sobre paredes, estanterías y televisores, uno no puede tenerlo todo bajo control. Las cosas siempre pululan de un lado a otro, de un estante a un cajón, en función de factores como la vigencia emocional (quito la foto de Pepita, porque ya no es mi novia) o la adecuación formal (necesito un bolso rosa para mis zapatos rosas), e inmediatamente lo viejo se olvida. Los objetos que nos rodean van siendo desplazados del centro de atención para conformar una extraña construcción en el limes de la consciencia, un territorio que no pisamos pero que teóricamente nos pertenece.
Todas nuestras pretensiones de control sobre las cosas están abocadas al fracaso. Pues, bien que en nuestra mesilla de noche las cosas se mantengan en nuestro ámbito consciente, apenas se desplazan a la periferia de la vida, todo comienza a extraviarse, a emanciparse de nosotros. Allí se seca como un vestigio de un ser que ya no existe. Y poco importa que siga dentro de nuestra casa. El resultado es la conversión del hogar en un almacén ultrabarroco de cacharrada industrial, gobernado a menudo por el mismo horror vacui de quien padece síndrome de Diógenes. No es que la obra necesite de una pared, sino que la pared necesita de una obra, y esto se adapta perfectamente a nuestros enormes excedentes. Nuestro espacio debe llenarse a toda costa. A cualquiera nos parece penosa una estantería vacía. Que objetivamente todo lo que haya allí sea basura, y que aún se reconozca como tal, no impide que aporte una sensación de seguridad casi apotropaica.
Si lo que digo parece un reproche feroz, nada más lejos de las realidad. En mi casa reina la cacharrada, es un hecho evidente. Decía que ayer buceé en la del rocho. Y encontré, encontré cosas. ¡Madre! ¡Qué cosas! Pura basura inútil, que diez minutos antes hubiese sido incapaz de recordar. He aquí otro acontecimiento común: el fortuito regreso de un objeto al centro de atención (el reencuentro de un cuaderno de infancia, etc.) puede otorgarle la cualidad de 'tesoro'. En mi caso, al hallarlos, los 'tesoros' llegan a producirme una inquietud profunda. Una terrible sensación de pérdida, de olvido, y una fogosa ansia por reanimar los cadáveres, por desenterrar todos los tesoros. Cualquier objeto, adorno, juguete, escrito, es objeto de mi codicia. Quiero recuperarlos, para poseerlos y protegerlos.
Pero aún me queda algo de cordura. E inmediatamente caigo en la cuenta de que inventariarlo todo es una tarea imposible. Me deprimo profundamente. Todo se perderá, es irremisible, y no queda otro camino que el de la renuncia. Pues, si aspiro a controlar todos los artilugios que he comprado, todos los cachivaches que me han regalado, todas las fotografías que me he hecho y las líneas que he escrito, necesitaría otras tres vidas por lo menos. Así que la mayor parte de las cosas las envío directas al contenedor. Rescato tres cosillas, tres historias ilustradas que hice con seis u ocho años. De una de ellas recuerdo el mismo momento en que la empecé. Había grapado unos pocos folios a la mitad; entonces escribí el título en la portada: Fantasmas. Las he metido en una carpeta roja. No pueden perderse.
Imagen: Juan de Valdés Leal, In Ictu Oculi (1670-72)
3 de xaneiro de 2008
La huella de la vida
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10 comentarios:
...como lágrimas en la lluvia...
"La nostalgia del sol en los terrados,
en el muro color paloma de cemento
-sin embargo tan vívido- y el frío
repentino que casi sobrecoge.
La dulzura, el calor de los labios a solas
en medio de la calle familiar
igual que un gran salón, donde acudieran
multitudes lejanas como seres queridos.
Y sobre todo el vértigo del tiempo,
el gran boquete abriéndose hacia dentro del alma
mientras arriba sobrenadan promesas
que desmayan, lo mismo que si espumas.
Es sin duda el momento de pensar
que el hecho de estar vivo exige algo,
acaso heroicidades- o basta, simplemente,
alguna humilde cosa común
cuya corteza de materia terrestre
tratar entre los dedos, con un poco de fe?
Palabras, por ejemplo.
Palabras de familia gastadas tibiamente."
(Arte Poética, J. G. de Biedma)
Perdona la extensión, pero me negué a reducirlo.
Es cierto que la mayor parte de cosas que guardamos son cachivaches sin valor que ya nos son ajenos. Aún así, a mí me cuesta desprenderme de la mayoría de las cosas si estas están ligadas con algo que para mí fue importante, aunque el tiempo distorsione la percepción primigenia. El secreto está en el orden. Así, cuando uno acude al trastero o donde sea que guardemos las cosas del pasado, puede bucear en ellas como en estratos arquelógicos y reconstruir nuestra historia con serena ternura. Una saludable terapia.
Yo no sé prescindir de casi nada. Soy una coleccionista voraz. Sólo un orden férreo me salva del desastre.
Precisamente los fantasmas son los más imprescindibles.
Celebro que que no redujeras el texto, sol de invierno.
... X
Madame X, para mí los objetos también son muy importantes. Quizá sea algo absurdo conservar, por ejemplo, un peluche raído de la infancia. Pero el hecho es que a mí también me gusta conservarlo todo. ¿Seremos personas materialistas por esto? Aunque en el post pinté un panorama bastante desolador, lo cierto es que uso la misma receta que tú para mantener los 'tesoros' bajo control: el orden. Y me va dando resultado.
Roy: volveré a ver Blade Runner, me has metido el gusanillo. Y Sol de Invierno: dale con la extensión... Ya te lo dije, que cuando hay algo que decir, mejor decirlo entero. No dejes de traer poemas. Los agradezco y los necesito. Ya sabes que ando un poco encasillado en la prosa.
Por cierto, O pastor eléctrico ha llamado mi atención sobre una palabra del post: 'rocho'. Resulta que es un galleguismo, uno de esos que muchos gallegos solemos usar también en castellano, pensando incluso que son una palabra castellana (en cambio, digo 'post' sabiendo que es inglés). Por el contexto, intuiréis que un rocho es simple y llanamente un trastero.
Yo diría que no es una cuestión de materialismo. Guardar peluches raídos de la infancia es ser un jodido sentimental, mon amour. Bienvenido al club.
... X
Conservar objetos sin más valor que el sentimental, para mí, responde más a una cuestión de conservación de la memoria que de materialismo. De otra forma sería casi imposible recordar algunas vivencias pasadas.
Sin embargo, el apego en general a las cosas no me parece práctico, y cuando me toca una mudanza o necesito espacio, trituro mis recuerdos con alevosía. Luego me arrepiento hasta que se me olvida.
YO hice algo parecido con la última mudanza, en 2006. Había demasiado. Ahora acumulo esas cosas queridas en un trastero (¡antes no tenía!), pero están ordenadas, o eso creía yo, porque hace tiempo que no bajo al trastero (desde que murió mi padre), y seguro que se han desordenado.
Necesitamos esos trastos, son parte de nuestra historia. Si las tirase, no podría seguir viviendo, estaría desnudo...
Materialismo es una palabra con bastante mala reputación; veo que no os gusta. Lo comprendo. Sin embargo, hay veces en que creemos 'necesitar', como dijo Lukas (y me incluyo) ese tipo de objetos. Rata perezosa ha apuntado el revés de la cuestión: este apego no es práctico.
Hay momentos en que creo que los recuerdos materiales son un lastre. Por una parte, nos hacen más débiles: bastante tenemos con protegernos a nosotros mismos, como para también tener tener que proteger un patrimonio vulnerable a incendios, inundaciones, extravíos, etc... Entonces, no estamos tan lejos de Gollum.
En cierto modo envidio a la gente descuidada, que es capaz de perder cualquier cosa y quedarse tan ancha.
Ahora bien, ¿qué sería del arte, de todos nuestros monumentos, sin el espíritu de conservación? Para mí, las razones por las que conservamos un peluche son esencialmente las mismas por las que la sociedad conserva una catedral.
La respuesta parece ser la de siempre: todo es bueno, si es con moderación. Siempre y cuando no nos haga daño.
Fode mirar atrás, eu paso de mirar cando me toca urgallar no vello, tiro con todo e a tomar por saco.
Mañá estou en Compostela amigo^^
Albertucho
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