31 de decembro de 2012
24 de novembro de 2012
La tumba
A simple vista, se diría que la casa está abandonada y tal vez arruinada en su interior, pues la pared de su fachada, lejos de haber gozado de alguna de esas restauraciones que dominan la ciudad antigua, se encuentra muy deteriorada, con el enlucido destrozado y emborronado por la suciedad de muchos años. Mientras, la destartalada puerta de madera, negra y podrida como la de una vieja cuadra, con su manija oxidada de hierro, parece no haber sido abierta en muchos años.
Pero un domingo a la noche, cuando la ciudad araña al fin algo parecido al silencio, se filtra un destello extraño a través de una de las ventanas del segundo piso que me hace detenerme y retroceder. Al volver a mirar, me doy cuenta de que allí, en lo profundo de aquel abismo oscuro, brilla una bombilla con un mortecino fulgor, delatando la morada de alguna sombra arcana profundamente triste y temerosa. Y otro día, por la tarde, veo a una anciana arrugada asomada al segundo piso con un paño viejo, como si hubiese estado limpiando la cocina después de comer. Reposa el brazo en el alféizar y mira a la calle con melancolía, apenas emergiendo de la oscuridad de la vivienda, con la dignidad de una prisionera atada a una rutina inmemorial.
El túmulo Tinghøjen, en Dinamarca [foto de Kim Hansen] |
27 de outubro de 2012
Otoño (III)
La melancolía es una sustancia grande, importante, que contiene el sentido mismo de mi vida. Cuando se vierte a través de los poros de mi nariz, se me aclara la vista, se desvela el orden de las cosas alrededor y tiene lugar, en definitiva, el estado vital por excelencia, el contacto con la vida en su acepción más plena. Por supuesto, la vida es enormemente compleja y su práctica no puede ser la misma para todo el mundo: intervenir en la realidad es una tarea admirable que requiere mucho esfuerzo e inteligencia y que puede producir tantas respuestas magistrales como matices contiene. Pero la melancolía no forma parte de los afanes por estar en el ajo, de hecho consiste en la suspensión de toda urgencia, de todo acoso de la realidad. Se trata de una fuerza simple y esclarecedora a un tiempo, que se presenta de improviso, y lo hace vacía de conceptos como un golpe de viento procedente de tiempos remotos, como la inyección de una sustancia narcótica que viene a revelar el mundo como un objeto completo y armónico.
Y así la melancolía, lejos de ser un rincón oscuro, es la fuerza más íntima y profunda que me empuja a la calle cada día. Es a cielo abierto donde se lanza a filtrarlo y abarcarlo todo, despegándose de la tierra y yéndose hacia las alturas como un globo aerostático, separándome primero de los flecos de las cosas y descubriéndome allá arriba un panorama global y transparente que permite al fin que la vista enfoque el mundo en todo su misterio. Pero al tiempo es este mismo mundo quien marca su límite y su final, bien porque algún escollo aéreo desgarra el globo, o porque lo engulle la tormenta, o porque desemboca en el yermo mortal de la estratosfera. Por eso la melancolía es enormemente frágil, un estado siempre transitorio y volátil.
Es tan sutil la melancolía, que su preparación sólo puede ser una tarea minuciosa y delicadísima. Es cierto que el mejor placer viene normalmente cuando no se le espera, porque su mejor aliado es la falta de expectativas; pero una vez probado es difícil conformarse con la esperanza, y es común afanarse en preparar el terreno para repetir la experiencia. Ya sabemos que mucha gente obsesionada con el sexo tiende a maquinar con éxito situaciones y prácticas paulatinamente más estimulantes, columpiándose a veces en lo extremo, con objeto de alcanzar esa zona sensible cada vez más enterrada bajo el callo de lo rutinario. Del mismo modo en busca del placer, yo dedico mucho esfuerzo en calcular el momento del año, el estado de la atmósfera y del cielo, el espacio geográfico y la fracción de tiempo disponible que son necesarios para darme, por ejemplo, una larga caminata. Se trata de sacar la cabeza por encima de las cosas que normalmente estorban a la vista, que estrangulan los pensamientos, y es entonces cuando puede presentarse el milagro: es como si se arremolinasen todos los recuerdos en un efecto de pura sinestesia, provocando no dolor por su pérdida sino la violenta impresión de que siguen vivos y en desarrollo. Lo que comúnmente se llama nostalgia florece como una especie de manto protector que lejos de tumbarme me lleva hacia delante, me hace pensar joder, aquí vivo, porque al fin tengo memoria, porque al fin recuerdo todo lo que amo y porque comprendo de manera definitiva que el pasado sucede constantemente. Es el viento de los equinoccios, soplado desde tierras remotas, que regresa para surcar todas las calles del laberinto.
Imagen: Alberto Durero, Melancolía I (1514)
17 de setembro de 2012
La improvisación
Es decir, la gratuidad en el trabajo del artista no suele jugar a favor de su reconocimiento, porque el público, y especialmente los sectores académicos, son dados a proyectar en aquello que les gusta mensajes con sentido. Al verdadero artista se le presupone de algún modo una reflexión honesta y concienzuda, un grado de perfeccionismo, exactitud, esmero y, en definitiva, una voluntad de significar incompatible con el gesto arbitrario, fortuito y vacío. Así, es comprensible que la historia y la crítica del arte estén cargadas de referencias a normativas, de búsquedas de justificaciones intelectuales, de especulaciones sobre intenciones y hasta de alusiones a códigos secretos. Consecuencia de todo esto es su obsesiva preocupación por el detalle y por la minucia, cuyo análisis queda totalmente justificado al entenderse de la plena intencionalidad del artista y, por lo tanto, parte indispensable del conjunto de la obra. Desde luego, este descenso al detalle no es un proceder natural de la audiencia, pero es una habilidad que se empieza a desarrollar cuando surge la atracción por el objeto, al igual que se aprende gradualmente a escudriñar maquinaria informática o alineaciones de fútbol. Así, no extrañan las muchas veces que los compañeros de facultad caíamos en el escepticismo cuando nos empezaban a hablar de arquitecturas parlantes, de motivos con segundas intenciones, de influencias rebuscadas o de líneas compositivas tan rígidas y exactas como invisibles. Pero sin ser una docencia infalible, finalmente no sólo vinieron a revelarse las líneas ocultas, sino también los fundamentos de un enfoque que parte de considerar al artista un ser pensante y perseguidor de la excelencia.
Aún así, dista de ser un enfoque universal: todavía hay quienes defienden una especie de inocencia o neutralidad de los objetos, como si fuesen conformados por el puro azar o por nada más que las leyes de la física. Desde esta perspectiva, no queda nada del hombre en los objetos que toca: carecen de sentido y todo lo que se puede decir a partir de ellos es vacua exhibición sin fundamento: cualquier estilo adopta ante la vista la gratuidad de la moda de la temporada, pues su forma podría ser cualquier otra y el lugar que ocupa se debe a que alguien se lo ha dejado ahí. Un síntoma que demuestra a la perfección esta actitud lo encontré el otro día, después de unos años teniéndolo ante la vista en la casa de mis padres, quienes al igual que yo nunca han gozado de una especial sensibilidad para la decoración ni han puesto apenas celo en las cuestiones de imagen. Se trata de una composición de objetos distribuidos simétricamente y que cuelga de una de las paredes del salón, a modo de escudo heráldico: 1) en el centro una foto de mi madre, con mi hermano y yo de pequeños, que en realidad corresponde a una fotocopia en blanco y negro de pésima calidad, hecha con impresora casera sobre papel corriente, de una fotografía en color que se conserva en otra parte; 2) en los flancos y levemente más abajo sendas fotografías enmarcadas de mi hermano y mía, algo más crecidos, en color y sobre papel fotográfico normal, dos piezas que estaban pensadas en un principio para ser las únicas ocupantes de la pared; 3) justo bajo el elemento central un medallón cerámico que representa el Vytis, el caballero blanco símbolo nacional de Lituania, rodeado por doce estrellas y por la leyenda "Lietuva"; 4) en la parte inferior, a modo de cinta o cartela, una pequeña bufanda otra vez con el lema "Lietuva", que como la pieza anterior recuerda la estancia erasmus de mi hermano en el país báltico; y 5) coronando todo el conjunto, un machete curvo y puntiagudo, a modo de cimitarra, con empuñadura y vaina de madera, supuesto regalo que a mi abuelo le hizo un soldado marroquí durante la guerra.
Pretender que semejante capricho contiene algún mensaje coherente acerca de mi familia es una pérdida de tiempo. En realidad, parece un objeto concebido para demostrar todo lo contrario: que no hay nada que decir, que cualquier comentario se va del tema y es pura especulación. Al primer golpe de vista, puede parecer un pequeño retablo donde se guarda la memoria de una familia de campesinos lituanos, salidos adelante en la emigración a golpe de machete. Pero al poco se revela como la viva demostración de que los objetos pueden conformarse a golpe de arrebato, sin ton ni son, al margen de toda meditación. La cuestión va mucho más allá de ser un problema de ingenuidad o de creatividad naif: es que hay lugares donde la opinión crítica está de sobra y hay objetos tan ruines que todo lo que se diga de ellos parece petulante verborrea.
Johan Christian Claussen Dahl, Estudio de nubes (ca. 1825) |
30 de agosto de 2012
El señor de la casa (II)
1) Una de las primeras y más destacadas intrusiones que llevamos a cabo en el dominio de Zacarías fue la de establecer en pleno pastizal una tienda de campaña improvisada. Se componía ésta de dos palos con forma de Y clavados en vertical y un travesaño horizontal, que tensaban sobre el suelo una lona plástica marrón, de las de cubrir equipajes, formando una cubierta a dos aguas sobre una manta de lana de cuadros escoceses. En principio, aquel artilugio estaba destinado a observatorio astronómico, pero lógicamente alguna necesidad agrícola seria, urgente, incontestable, impidió que se mantuviese en pie hasta la noche.
2) El afán constructivo tuvo más éxito en otra ocasión, cuando, a falta de poder edificar una casa habitable, decidimos hacer una en miniatura, en lo alto de una peña alejada, y bien prevenidos de que si no la poníamos en un lugar lo suficientemente desapercibido, desaparecería sin aviso ni rastro. Sus paredes se concretaron con unas cuantas piedras redondas y unos fragmentos de ladrillo unidos por cemento, y la cubierta la hicimos con un tablero viejo forrado de retama. A mí me pareció una obra exitosa cuando, unos diez años después, las paredes aún sobrevivían en lo alto de la peña ocultas por varias capas de hojas secas.
3) Pasada la robleda que abrigaba estas rocas, aparecía un prado pequeño, separado de la extensa superficie de la antigua viña, escorado y semioculto, que llevaba por nombre un diminutivo acorde con su intimidad. Hasta este rincón llegó Zacarías para retirar una portería de fútbol estupenda, no simplemente formada por dos estacas clavadas en el suelo, sino completada con una tercera que, a modo de travesaño, se apoyaba en los extremos de las otras dos para cerrar el arco. Casi puedo sentir la ira con que el hombre afrontaba que hubiese quienes se empeñaban en desfigurar con bobadas el orden que había dado a las tierras que trabajaba, como tratando de arrebatarle jurisdicción sobre ellas.
4) Lo de edificar una casa habitable para nuestros juegos era sin duda una vieja aspiración que una y otra vez se hacía patente en diferentes contextos. Lejos de conformarnos con la casita en miniatura del peñascal, el sueño de construir una en lo alto de un árbol estuvo siempre vigente, alentado en buena parte por una televisión que lo promocionaba como un elemento transitorio del american way of life, consumado después en el trinomio casa-coche-esposa. Con vistas a esto, pasé mucho tiempo buscando el árbol idóneo para albergar la estructura: tenía en mente sobre todo dos robles viejos cuyas gruesas ramas se abrían formando una amplia plataforma en lo alto del tronco, uno situado en un camino de acceso y el otro bastante más oculto en un bosque. Pero al final este plan no prosperó: me resultaba más fácil escalar un manzano del campo trasero, en cuyas ramas altas acostumbraba a inscribir con navaja el nombre de las chicas que me gustaban. Afición no menos inspirada por la televisión, que Zacarías sólo pudo interpretar como una descarada agresión a su patrimonio.
5) Especialmente desconcertante debía de parecerle al patrón que pasásemos medio día tocando y acariciando a los perros, tratando descaradamente de forzar el significado que los animales tenían en aquel lugar. Más cuando al menos dos de los que conocí se prestaron en bastantes ocasiones a asumir el rol de mascotas, incluso cuando se los sometía a disciplinas del estilo tráeme el palito, salta la comba, siéntate, acuéstate y hasta llévame a lomos. Los demás no querían saber nada de estas chorradas, y consecuentemente uno llamado Chucho a mucha honra me sacudió un mordisco en la cabeza con todas las de la ley, más como advertencia que por lastimarme, ante lo cual sólo mi padre, sin duda algo responsable, pasó la vergüenza de reñir al animal. Por el contrario, Negro y Amarillo eran en general tolerantes con nuestra disciplina inspirada en Lassie o en Rin Tin Tin; hasta que el segundo, por perseguirlo durante horas tratando de ponerle un collar, decidió retirarme su confianza. Con los gatos la cosa era muy distinta, pues increíblemente para mí no sólo no se dejaban manosear sino que ni siquiera podía acercarse uno a menos de dos metros, algo a lo que yo reaccioné desarrollando un menosprecio concienzudo por la personalidad de estos animales, que injustamente aún arrastro. Uno fue llevado por la fuerza una tarde con objeto de servir como animal de compañía en un piso, y aún me pareció que el gato quedaba en mal lugar cuando la convivencia se demostró imposible.
6) Hasta tal punto éramos ignorantes del verdadero valor de las cosas en aquel lugar, que nos pusimos a jugar a la diana, con dardos de punta metálica, sobre la puerta de un alpendre, juzgándola destartalada y de escaso valor. Ante semejante tropelía el escándalo fue grande, pero yo aún discutí largamente que aquella puerta fuese inadecuada para aquel juego, pues me parecía absolutamente insignificante añadir unos cuantos agujeros más a los que ya habían hecho las polillas.
7) Muchas más incursiones colonialistas podrían agregarse a esta lista, todas diversiones burguesas que golpeaban la línea de flotación de aquel lugar y que, como se demostró al poco, ponían en evidencia sus fragilísimas posibilidades de sobrevivir. Quizá la última de ellas que conviene señalar, para no extenderme, es la que tiene que ver con su documentación en los últimos años de su existencia, en un mundo huérfano de fotos, planos, dibujos o textos, fuesen particulares u oficiales, que contribuyesen a fijar la imagen de aquel lugar en la memoria de sus generaciones. Se trata de los vídeos que grabó mi padre entre 1992 y 1994, de forma un tanto accidental y aleatoria, animado por la curiosidad de haber adquirido una videocámara, que naturalmente a aquellos habitantes, Zacarías a la cabeza, resultaba no sólo molesta e invasiva, sino también ridícula para los fines que marcaba el trabajo de la tierra.
Por último y en honor a la verdad, hay que hacer algunas matizaciones que cuestionan la solidez con que Zacarías se enfrentaba a las invasiones de su feudo. Y es que la pertinacia de mi padre con su artilugio era poca cosa en comparación con las fechorías de los antiguos niños de la aldea, ya fuese dar de fumar a los sapos, lanzar petardos a los perros, saquear el huerto o embarrancar un tractor. Rasgo característico de aquella resistencia errática era su dudoso gusto estético, absolutamente irreverente con lo antiguo, para nada comparable con que sus hermanas aprovechasen las zapatillas de deporte de los sobrinos para ir al huerto. Su obra más importante y representativa consistió en la reforma de la entrada al patio mediante dos calderines esféricos de una bomba de pozo, que anclados con cemento sobre el muro, flanqueaban la cancilla dándoselas de pináculos palaciegos. De esta incoherencia se deduce en parte el fondo de la cuestión: los males de Zacarías fácilmente podían reducirse a lo que él percibía como falta de reconocimiento, como inutilidad de sus esfuerzos al frente de un reino despreciado, desterrado del mapa y donde todos lo ninguneaban.
Imagen: ruinas de la casa de Hernán Cortés, en La Antigua (Veracruz, México) [por Toyorudolf]
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15 de agosto de 2012
La lámpara de la memoria
31 de xullo de 2012
La lámpara del poder
In thus reverting to the memories of those works of architecture by which we have been most pleasurably impressed, it will generally happen that they fall into two broad classes: the one characterized by an exceeding preciousness and delicacy, to which we recur with a sense of affectionate admiration; and the other by a severe, and, in many cases, mysterious, majesty, which we remember with an undiminished awe, like that felt at the presence and operation of some great Spiritual Power. From about these two groups, more or less harmonised by intermediate examples, but always distinctively marked by features of beauty or of power, there will be swept away, in multitudes, the memories of buildings, perhaps, in their first address to our minds, of no inferior pretension, but owing their impressiveness to characters of less enduring nobility to value of material, accumulation of ornament, or ingenuity of mechanical construction. Especial interest may, indeed, have been awakened by such circumstances, and the memory may have been, consequently, rendered tenacious of particular parts or effects of the structure; but it will recall even these only by an active effort, and then without emotion; while in passive moments, and with thrilling influence, the image of purer beauty, and of more spiritual power, will return in a fair and solemn company; and while the pride of many a stately palace, and the wealth of many a jewelled shrine, perish from our thoughts in a dust of gold, there will rise, through their dimness, the white image of some secluded marble chapel, by river or forest side, with the fretted flower-work shrinking under its arches, as if under vaults of late-fallen snow; or the vast weariness of some shadowy wall whose separate stones are like mountain foundations, and yet numberless.»
16 de xullo de 2012
La casa de la señora Angustias
Aquella casa era un edificio de los años 40, de bajo y dos pisos y con tres ventanas de anchura. Un ramal de la avenida se descolgaba hasta él como un tobogán, por lo que tenía buena visibilidad desde aquella altura. Era modesto pero singular en su calle, en particular porque, frente al aspecto rústico o monótono de la mayoría, tenía su fachada moldurada por sencillas cornisas, alféizares y guardapolvos, todo ello revestido de un enfoscado gris muy rugoso; pero sobre todo porque la superficie de la pared estaba animada con bandas horizontales modeladas en el cemento y pintadas de amarillo pálido, separadas entre sí por delgados surcos granates. El portal era un lugar pequeño, centralizado por un dibujo sobre el pavimento de terrazo, y de él partía la escalera con su pasamanos de madera montado sobre anillas metálicas entrelazadas de color verde. Desde el portal, las escaleras también descendían, en primer lugar a una vivienda en el bajo, y después a la planta de sótano. Desde este sótano podía accederse a un patio trasero, pues el nivel del suelo en la fachada posterior estaba por debajo del que correspondía a la entrada principal. Allí había dos galpones donde se almacenaba la leña de las cocinas de hierro y cuyas cubiertas planas se aprovechaban para tendal.
La propietaria del edificio vivía sola en el primero, como muchas otras ancianas en aquella calle. Era una mujer enlutada y achacosa a la que le iba al pelo el nombre de Angustias; pero no por ello le faltaban fuerzas para gobernar y disciplinar la vida de aquella comunidad, siempre inspirada por el recuerdo de un marido legendario. Pasaba los últimos años de su vida lejos de sus hijos, cuyas profesiones y familias prosperaban en el extranjero, lo cual, lejos de despertarle melancolía, le servía como prueba última del éxito de sus aspiraciones burguesas. Su vivienda era muy diferente a la mía, para empezar por aquel olor penetrante y ancestral, pero que en todo caso parecía absolutamente calculado y deseado; y para seguir por aquella singular decoración, tan extraña para mí, compuesta por delicados adornos de carga sentimental perfectamente individualizada, todos colocados estratégicamente en paredes y estanterías, rigurosamente espaciados los unos de los otros. Lejos de desagradarme, en todas mis visitas tenía la esperanza de poder coger uno de aquellos animales disecados, especialmente el pequeño cocodrilo que centelleaba desde lo alto de un armario, pero por supuesto tocar aquellos objetos estaba totalmente prohibido.
Además de nosotros, que vivíamos en el segundo, vivía una familia que criaba canarios en el bajo, cuya hija, Isabelita, se llamaba precisamente como el canario que nosotros teníamos, que se murió en 1987 y que fue enterrado en el campo que aún se extendía más allá del patio trasero. Mi recuerdo de aquella niña, que se marchó de un día para otro con su familia, se encuentra indisolublemente ligado al del canario, de tal forma que siempre me parece que se muriese el mismo día en que se murió el pájaro, motivo por el cual sus padres, muertos de pena, habrían decidido escaparse muy lejos. Caso muy distinto era el del habitante del desván, un chico muy presumido y perfumado, comercial de productos fotográficos, conocido entre los vecinos por tener la casa hecha una pocilga. Lo confirmamos cuando la casera y nosotros sus cómplices allanamos su morada una tarde de lluvia torrencial para averiguar el origen de una gotera: no sólo descubrimos que ésta tenía su origen en un defecto del tejado, sino también que el inquilino tenía una montaña de platos sucios apilados en el fregadero, una estampa que resultó bastante difícil de digerir para una anciana que ya buscaba el modo de darle pasaporte. Sin duda, mucho menos rigor se gastaba aquella mujer con nosotros, teniendo en cuenta que, por nombrar un sólo estropicio, una vez quise fingir que me desangraba ante mi madre vaciándome en las manos un frasco de mercromina, con tan mala suerte que el frasco se volcó en la repisa de la ventana, el líquido se filtró por el carril metálico y se derramó luego por la fachada posterior, sin posibilidad de detenerlo, dibujando una espectacular raya roja de arriba a abajo.
Unos ocho años después de mudarnos de piso, volví a caminar casualmente por aquella calle y me fijé en que los colores de la fachada se habían renovado. Sentí entonces la emoción de ver que la casa y su escenario seguían tan vivos como siempre, como si no hubiese pasado el tiempo. Pero sólo dos años más tarde lamenté no haberle sacado nunca una foto: había desaparecido, como en el sueño. La habían derribado junto a varias colindantes con el propósito de levantar un nuevo edificio, poco después de que los hijos de la señora Angustias viniesen para enterrarla. Fue así como comprendí que la historia urbana tiene unos ciclos muy cortos, pues la ciudad muere y queda en el olvido a cada momento, inaccesible como los restos sepultados de la edad del hierro, suplantada por una nueva. Que el afán que levanta los muros convencido de su solidez y permanencia es exactamente el mismo que luego los reemplaza por otros que se presumen más adecuados para la vida. Y que las demoliciones, lejos de ser como en Las Vegas, suceden de un día para otro sin un particular funeral, rara vez acompañadas de una noticia en la prensa o de alguna resistencia pública, con la promesa de ser un gesto inocente, ordinario e insignificante.
30 de xuño de 2012
El señor de la casa (I)
Unos doce años coincidió mi vida con la de aquel hombre, tiempo suficiente para formarme de él una imagen temible. No podía verlo entonces como un cascarrabias, porque esa palabra implica una cierta condescendencia o menosprecio hacia la persona en cuestión o sus problemas. Se trataba más bien de miedo, puro y simple, hacia un personaje autoritario, uniformemente malhumorado y sombrío, que encarnaba la naturaleza del lobo en aquel dominio y cuya larga y penosa muerte se apareció al final como un previsto colofón revestido de justicia divina.
Visto desde ahora, lo que aparentaba un lobo se revela como un perro trastornado por el sufrimiento: aquella fiereza y aquellas blasfemias que periódicamente se descolgaban resonando por los campos carecían de la gratuidad con que la maldad se presenta en los cuentos, y una vez convertidas en imágenes puras, en recuerdos que ya no infunden miedo, iluminan buena parte de sus conexiones lógicas: allí los visitantes éramos intrusos.
De las formas de intrusión éramos responsables principalmente mi hermano y yo, aunque la mayoría de las veces habría que imputar a mi padre su autoría intelectual, pues era quien solía inspirarnos los gestos y actividades con que inocentemente gastábamos el día. No es que Zacarías fuese una máquina, un adicto al trabajo, un incansable vigilante de los tiempos y de la perfección en los resultados; mucho peor, es que parecía infinitamente cansado, carente de toda pasión o eficiencia, un lánguido autómata mentalmente obcecado en las faenas agrícolas y oprimido por la obligación de mantener su feudo. Y al lado de este sacrificio, de esta feroz mortificación, nuestras actitudes tomaban forma de puro pitorreo. [sigue aquí]
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Categorías: el escondite, los habitantes de la casa, o señor da casa
15 de xuño de 2012
Reinicio
16 de xaneiro de 2012
Residuos
En honor a la verdad, hay que matizar que no todo era aire y hierba fresca en el escondite, pues si había alguna materia que caracterizase su esencia misma, era todo aquello relacionado con los despojos y excrementos, es decir, con la mierda. Y es que, desde la misma cocina de la casa, plagada verano e invierno de las moscas de los establos, hasta los cierres boscosos de los campos, la mierda inundaba la vista y el olfato.
Todo ello para conformar, en estrecha alianza con el telón de árboles y con las tupidas selvas de ortigas, el frente defensivo de aquel reducto, el muro que presionaba contra la inexorable plaga del progreso y adelantamiento de los pueblos, al igual que el frío y el temporal protegen la belleza de las playas del más profundo norte contra la nefasta llegada de los turistas y los hoteles y, en general, contra la demoledora capacidad reproductiva del homo sapiens.
Yo siempre recuerdo la montaña de estiércol, allí frente a la puerta de entrada, como uno de los elementos distintivos de aquel patio, y dada la superficie que ocupaba no fueron pocas las veces que la transité como si fuese de arena. Salía todo aquel material de los establos, que ocupaban la mayor parte de la planta baja de la vivienda a la manera antigua, aportando calefacción a la planta alta durante el invierno e impregnando toda la casa de un olor característico, espeso, penetrante y hasta confortante en combinación con el de la madera, las castañas y el humo.
Lógicamente el ganado inundaba también de excrementos todos los campos alrededor, pero en esto se conjuntaba con los habitantes humanos que, bastante tiempo después de que las habitaciones con baño fuesen normales en los hoteles, todavía carecían de servicios dentro de la casa. El paisaje resultante incluía, por lo tanto, una serie de lugares personales, absolutamente íntimos e intransferibles, a los que últimamente se accedía con hojas de periódico y que tenían en común su situación en un lugar recóndito, sin tránsito y a la sombra.
Fue a finales de la década de 1970 cuando por fin se hizo el llamado saneamiento, habilitando un cuarto con los típicos aparatos sanitarios al fondo de la planta alta de la casa. Curiosamente, este nuevo servicio no resultó lo suficientemente atractivo para algunos de sus destinatarios, que siguieron aferrados a sus costumbres y a sus íntimos lugares, alguno de los cuales descubrí más de una vez con desagradable sorpresa, por culpa de mi inclinación -ya perdida- a investigar debajo del maíz o a través de los túneles entre las retamas. Con todo, tampoco fue aquel saneamiento lo que correspondería a un sistema lógico de gestión de residuos, puesto que se limitaba a recoger todos los desperdicios en un tubo grande y negro que salía de la casa por su parte oeste y se iba circulando por encima de la hierba, a través del campo de los manzanos, para finalmente vomitar todo su pestífero contenido a un tremedal bajo, lentamente infiltrado por las aguas de un regato.
Lo peor sin duda se lo llevaban las aguas de este regato, que pasado el prado se descolgaba con forma de cascada por un barranco lleno de maleza y se perdía de vista. En cierto modo, la mierda siempre se reaprovechaba o se reabsorbía dentro del sistema, como cualquier otro producto de aquel lugar. El problema llegó cuando los residuos empezaron a ser industriales, especialmente envases ligeros de plástico y lata. A falta de un sistema de recogida de basuras, el destino de los desperdicios siguió siendo esencialmente el mismo: el barranco de Aguas. Así que allí iban a parar las botellas de fanta, las cajas de galletas, los tambores de leche en polvo y hasta los de detergente. Recuerdo bien las veces en que fui o acompañé a tirar la basura, no por una acera hasta un contenedor amarillo, sino por aquel prado abajo en dirección al barranco, sin que nadie se preguntase siquiera si había algo equivocado en aquella acción, con la alegre y temeraria convicción de que aquel barro era capaz de digerirlo todo. Alcanzado el tupido barranco, se trataba de hacer un molinete con el brazo para arrojar la basura lo más lejos posible dentro de él, y en su caída la bolsa se descomponía desperdigando todo su contenido.
Imagen: en el centro, balsa de lodos tóxicos de la planta de Alcoa en San Cibrao, que supone el 30% del PIB de la provincia de Lugo. Foto de SIGPAC.