Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

31 de decembro de 2012

La Estrella

La Estrella

24 de novembro de 2012

La tumba

Existe una casa en una calle por la que suelo pasar que tiene bajo y tres pisos, pero que los tiene tan comprimidos que es bastante más baja que las otras de la misma vía, pese a que casi todas tienen bajo y dos pisos. Esta inferior altura se debe a sus proporciones rústicas y pobres, sin duda extrañas a la multiplicación de niveles: la medida de cada planta del suelo al techo es corta respecto a las viviendas más modernas y sigue el patrón de las antiguas casas de aldea. Este mismo patrón lo siguen las ventanas, que aunque dispuestas regulares por la fachada, son muy pequeñas, de hojas de madera muy vieja y dotadas de finos vidrios en algunas partes astillados. 

A simple vista, se diría que la casa está abandonada y tal vez arruinada en su interior, pues la pared de su fachada, lejos de haber gozado de alguna de esas restauraciones que dominan la ciudad antigua, se encuentra muy deteriorada, con el enlucido destrozado y emborronado por la suciedad de muchos años. Mientras, la destartalada puerta de madera, negra y podrida como la de una vieja cuadra, con su manija oxidada de hierro, parece no haber sido abierta en muchos años. 

Pero un domingo a la noche, cuando la ciudad araña al fin algo parecido al silencio, se filtra un destello extraño a través de una de las ventanas del segundo piso que me hace detenerme y retroceder. Al volver a mirar, me doy cuenta de que allí, en lo profundo de aquel abismo oscuro, brilla una bombilla con un mortecino fulgor, delatando la morada de alguna sombra arcana profundamente triste y temerosa. Y otro día, por la tarde, veo a una anciana arrugada asomada al segundo piso con un paño viejo, como si hubiese estado limpiando la cocina después de comer. Reposa el brazo en el alféizar y mira a la calle con melancolía, apenas emergiendo de la oscuridad de la vivienda, con la dignidad de una prisionera atada a una rutina inmemorial.

El túmulo Tinghøjen, en Dinamarca [foto de Kim Hansen]
 

27 de outubro de 2012

Otoño (III)

Si hay una sustancia primaria de la que está hecha la vida, esa es para mí la melancolía. La melancolía en un sentido positivo, estimulante y alentador, contrario a una idea de la tristeza como abismo de dolor, llanto y parálisis. Comprendo que la diferencia puede ser inapreciable cuando la vivacidad y la euforia se suponen el estado ideal de la vida, mientras que todo lo demás se considera negrura del ánimo. Pero la melancolía, en su mejor versión, es para mí generadora de potentes ondulaciones en el alma, como un poderoso viento que hincha las velas, como una música arrebatadora que resucita los sentidos, despeja la mente y suspende las angustias y el miedo.

La melancolía es una sustancia grande, importante, que contiene el sentido mismo de mi vida. Cuando se vierte a través de los poros de mi nariz, se me aclara la vista, se desvela el orden de las cosas alrededor y tiene lugar, en definitiva, el estado vital por excelencia, el contacto con la vida en su acepción más plena. Por supuesto, la vida es enormemente compleja y su práctica no puede ser la misma para todo el mundo: intervenir en la realidad es una tarea admirable que requiere mucho esfuerzo e inteligencia y que puede producir tantas respuestas magistrales como matices contiene. Pero la melancolía no forma parte de los afanes por estar en el ajo, de hecho consiste en la suspensión de toda urgencia, de todo acoso de la realidad. Se trata de una fuerza simple y esclarecedora a un tiempo, que se presenta de improviso, y lo hace vacía de conceptos como un golpe de viento procedente de tiempos remotos, como la inyección de una sustancia narcótica que viene a revelar el mundo como un objeto completo y armónico.

Y así la melancolía, lejos de ser un rincón oscuro, es la fuerza más íntima y profunda que me empuja a la calle cada día. Es a cielo abierto donde se lanza a filtrarlo y abarcarlo todo, despegándose de la tierra y yéndose hacia las alturas como un globo aerostático, separándome primero de los flecos de las cosas y descubriéndome allá arriba un panorama global y transparente que permite al fin que la vista enfoque el mundo en todo su misterio. Pero al tiempo es este mismo mundo quien marca su límite y su final, bien porque algún escollo aéreo desgarra el globo, o porque lo engulle la tormenta, o porque desemboca en el yermo mortal de la estratosfera. Por eso la melancolía es enormemente frágil, un estado siempre transitorio y volátil.

Es tan sutil la melancolía, que su preparación sólo puede ser una tarea minuciosa y delicadísima. Es cierto que el mejor placer viene normalmente cuando no se le espera, porque su mejor aliado es la falta de expectativas; pero una vez probado es difícil conformarse con la esperanza, y es común afanarse en preparar el terreno para repetir la experiencia. Ya sabemos que mucha gente obsesionada con el sexo tiende a maquinar con éxito situaciones y prácticas paulatinamente más estimulantes, columpiándose a veces en lo extremo, con objeto de alcanzar esa zona sensible cada vez más enterrada bajo el callo de lo rutinario. Del mismo modo en busca del placer, yo dedico mucho esfuerzo en calcular el momento del año, el estado de la atmósfera y del cielo, el espacio geográfico y la fracción de tiempo disponible que son necesarios para darme, por ejemplo, una larga caminata. Se trata de sacar la cabeza por encima de las cosas que normalmente estorban a la vista, que estrangulan los pensamientos, y es entonces cuando puede presentarse el milagro: es como si se arremolinasen todos los recuerdos en un efecto de pura sinestesia, provocando no dolor por su pérdida sino la violenta impresión de que siguen vivos y en desarrollo. Lo que comúnmente se llama nostalgia florece como una especie de manto protector que lejos de tumbarme me lleva hacia delante, me hace pensar joder, aquí vivo, porque al fin tengo memoria, porque al fin recuerdo todo lo que amo y porque comprendo de manera definitiva que el pasado sucede constantemente. Es el viento de los equinoccios, soplado desde tierras remotas, que regresa para surcar todas las calles del laberinto.

Imagen: Alberto Durero, Melancolía I (1514)

17 de setembro de 2012

La improvisación

Suele considerarse que cualquier objeto que presuma de ser artístico es resultado de una planificación consciente por parte de sus artífices. Es decir, que no es una formación caprichosa, espontánea y aleatoria, que brota al margen de la inteligencia humana como un grupo de setas en el bosque. Sólo desde este principio puede entenderse que los historiadores del arte hayan construido tradicionalmente su discurso con la firme convicción de que los objetos no son una tirada de dados, sino que han sido hechos tal como son absolutamente adrede. Se podrá decir que hay una concepción antigua del arte, académica, profundamente normativizada y calculadora, encorsetada en un código cuyo grado de conocimiento suele determinar la maestría del artista; y que frente a ella hay una concepción más moderna del arte, abierta a la intuición y a la espontaneidad, cuando no a la clara rebeldía, dentro de la cual no son pocas las veces en que se aboga por dejar al azar parte del trabajo. Pero ni siquiera en este caso se puede hablar de que haya ausencia de control de autor: desde los motivos que a Leonardo le inspiraba la contemplación de un muro, pasando por las pinceladas que componen la forma de una nube de Constable o las visiones abstractas de Kandinski, hasta los procesos de envejecimiento no controlados del land art, una y otra vez se ha ensalzado la capacidad del artista de someter a la materia a unos contenidos teóricos o a un edificio filosófico coherente.

Es decir, la gratuidad en el trabajo del artista no suele jugar a favor de su reconocimiento, porque el público, y especialmente los sectores académicos, son dados a proyectar en aquello que les gusta mensajes con sentido. Al verdadero artista se le presupone de algún modo una reflexión honesta y concienzuda, un grado de perfeccionismo, exactitud, esmero y, en definitiva, una voluntad de significar incompatible con el gesto arbitrario, fortuito y vacío. Así, es comprensible que la historia y la crítica del arte estén cargadas de referencias a normativas, de búsquedas de justificaciones intelectuales, de especulaciones sobre intenciones y hasta de alusiones a códigos secretos. Consecuencia de todo esto es su obsesiva preocupación por el detalle y por la minucia, cuyo análisis queda totalmente justificado al entenderse de la plena intencionalidad del artista y, por lo tanto, parte indispensable del conjunto de la obra. Desde luego, este descenso al detalle no es un proceder natural de la audiencia, pero es una habilidad que se empieza a desarrollar cuando surge la atracción por el objeto, al igual que se aprende gradualmente a escudriñar maquinaria informática o alineaciones de fútbol. Así, no extrañan las muchas veces que los compañeros de facultad caíamos en el escepticismo cuando nos empezaban a hablar de arquitecturas parlantes, de motivos con segundas intenciones, de influencias rebuscadas o de líneas compositivas tan rígidas y exactas como invisibles. Pero sin ser una docencia infalible, finalmente no sólo vinieron a revelarse las líneas ocultas, sino también los fundamentos de un enfoque que parte de considerar al artista un ser pensante y perseguidor de la excelencia.

Aún así, dista de ser un enfoque universal: todavía hay quienes defienden una especie de inocencia o neutralidad de los objetos, como si fuesen conformados por el puro azar o por nada más que las leyes de la física. Desde esta perspectiva, no queda nada del hombre en los objetos que toca: carecen de sentido y todo lo que se puede decir a partir de ellos es vacua exhibición sin fundamento: cualquier estilo adopta ante la vista la gratuidad de la moda de la temporada, pues su forma podría ser cualquier otra y el lugar que ocupa se debe a que alguien se lo ha dejado ahí. Un síntoma que demuestra a la perfección esta actitud lo encontré el otro día, después de unos años teniéndolo ante la vista en la casa de mis padres, quienes al igual que yo nunca han gozado de una especial sensibilidad para la decoración ni han puesto apenas celo en las cuestiones de imagen. Se trata de una composición de objetos distribuidos simétricamente y que cuelga de una de las paredes del salón, a modo de escudo heráldico: 1) en el centro una foto de mi madre, con mi hermano y yo de pequeños, que en realidad corresponde a una fotocopia en blanco y negro de pésima calidad, hecha con impresora casera sobre papel corriente, de una fotografía en color que se conserva en otra parte; 2) en los flancos y levemente más abajo sendas fotografías enmarcadas de mi hermano y mía, algo más crecidos, en color y sobre papel fotográfico normal, dos piezas que estaban pensadas en un principio para ser las únicas ocupantes de la pared; 3) justo bajo el elemento central un medallón cerámico que representa el Vytis, el caballero blanco símbolo nacional de Lituania, rodeado por doce estrellas y por la leyenda "Lietuva"; 4) en la parte inferior, a modo de cinta o cartela, una pequeña bufanda otra vez con el lema "Lietuva", que como la pieza anterior recuerda la estancia erasmus de mi hermano en el país báltico; y 5) coronando todo el conjunto, un machete curvo y puntiagudo, a modo de cimitarra, con empuñadura y vaina de madera, supuesto regalo que a mi abuelo le hizo un soldado marroquí durante la guerra. 

Pretender que semejante capricho contiene algún mensaje coherente acerca de mi familia es una pérdida de tiempo. En realidad, parece un objeto concebido para demostrar todo lo contrario: que no hay nada que decir, que cualquier comentario se va del tema y es pura especulación. Al primer golpe de vista, puede parecer un pequeño retablo donde se guarda la memoria de una familia de campesinos lituanos, salidos adelante en la emigración a golpe de machete. Pero al poco se revela como la viva demostración de que los objetos pueden conformarse a golpe de arrebato, sin ton ni son, al margen de toda meditación. La cuestión va mucho más allá de ser un problema de ingenuidad o de creatividad naif: es que hay lugares donde la opinión crítica está de sobra y hay objetos tan ruines que todo lo que se diga de ellos parece petulante verborrea.

Johan Christian Claussen Dahl, Estudio de nubes (ca. 1825)


30 de agosto de 2012

El señor de la casa (II)

[Viene de aquí]

1) Una de las primeras y más destacadas intrusiones que llevamos a cabo en el dominio de Zacarías fue la de establecer en pleno pastizal una tienda de campaña improvisada. Se componía ésta de dos palos con forma de Y clavados en vertical y un travesaño horizontal,  que tensaban sobre el suelo una lona plástica marrón, de las de cubrir equipajes, formando una cubierta a dos aguas sobre una manta de lana de cuadros escoceses. En principio, aquel artilugio estaba destinado a observatorio astronómico, pero lógicamente alguna necesidad agrícola seria, urgente, incontestable, impidió que se mantuviese en pie hasta la noche.

2) El afán constructivo tuvo más éxito en otra ocasión, cuando, a falta de poder edificar una casa habitable, decidimos hacer una en miniatura, en lo alto de una peña alejada, y bien prevenidos de que si no la poníamos en un lugar lo suficientemente desapercibido, desaparecería sin aviso ni rastro. Sus paredes se concretaron con unas cuantas piedras redondas y unos fragmentos de ladrillo unidos por cemento, y la cubierta la hicimos con un tablero viejo forrado de retama. A mí me pareció una obra exitosa cuando, unos diez años después, las paredes aún sobrevivían en lo alto de la peña ocultas por varias capas de hojas secas.

3) Pasada la robleda que abrigaba estas rocas, aparecía un prado pequeño, separado de la extensa superficie de la antigua viña, escorado y semioculto, que llevaba por nombre un diminutivo acorde con su intimidad. Hasta este rincón llegó Zacarías para retirar una portería de fútbol estupenda, no simplemente formada por dos estacas clavadas en el suelo, sino completada con una tercera que, a modo de travesaño, se apoyaba en los extremos de las otras dos para cerrar el arco. Casi puedo sentir la ira con que el hombre afrontaba que hubiese quienes se empeñaban en desfigurar con bobadas el orden que había dado a las tierras que trabajaba, como tratando de arrebatarle jurisdicción sobre ellas.

4) Lo de edificar una casa habitable para nuestros juegos era sin duda una vieja aspiración que una y otra vez se hacía patente en diferentes contextos. Lejos de conformarnos con la casita en miniatura del peñascal, el sueño de construir una en lo alto de un árbol estuvo siempre vigente, alentado en buena parte por una televisión que lo promocionaba como un elemento transitorio del american way of life, consumado después en el trinomio casa-coche-esposa. Con vistas a esto, pasé mucho tiempo buscando el árbol idóneo para albergar la estructura: tenía en mente sobre todo dos robles viejos cuyas gruesas ramas se abrían formando una amplia plataforma en lo alto del tronco, uno situado en un camino de acceso y el otro bastante más oculto en un bosque. Pero al final este plan no prosperó: me resultaba más fácil escalar un manzano del campo trasero, en cuyas ramas altas acostumbraba a inscribir con navaja el nombre de las chicas que me gustaban. Afición no menos inspirada por la televisión, que Zacarías sólo pudo interpretar como una descarada agresión a su patrimonio.


 5) Especialmente desconcertante debía de parecerle al patrón que pasásemos medio día tocando y acariciando a los perros, tratando descaradamente de forzar el significado que los animales tenían en aquel lugar. Más cuando al menos dos de los que conocí se prestaron en bastantes ocasiones a asumir el rol de mascotas, incluso cuando se los sometía a disciplinas del estilo tráeme el palito, salta la comba, siéntate, acuéstate y hasta llévame a lomos. Los demás no querían saber nada de estas chorradas, y consecuentemente uno llamado Chucho a mucha honra me sacudió un mordisco en la cabeza con todas las de la ley, más como advertencia que por lastimarme, ante lo cual sólo mi padre, sin duda algo responsable, pasó la vergüenza de reñir al animal. Por el contrario, Negro y Amarillo eran en general tolerantes con nuestra disciplina inspirada en Lassie o en Rin Tin Tin; hasta que el segundo, por perseguirlo durante horas tratando de ponerle un collar, decidió retirarme su confianza. Con los gatos la cosa era muy distinta, pues increíblemente para mí no sólo no se dejaban manosear sino que ni siquiera podía acercarse uno a menos de dos metros, algo a lo que yo reaccioné desarrollando un menosprecio concienzudo por la personalidad de estos animales, que injustamente aún arrastro. Uno fue llevado por la fuerza una tarde con objeto de servir como animal de compañía en un piso, y aún me pareció que el gato quedaba en mal lugar cuando la convivencia se demostró imposible.

6) Hasta tal punto éramos ignorantes del verdadero valor de las cosas en aquel lugar, que nos pusimos a jugar a la diana, con dardos de punta metálica, sobre la puerta de un alpendre, juzgándola destartalada y de escaso valor. Ante semejante tropelía el escándalo fue grande, pero yo aún discutí largamente que aquella puerta fuese inadecuada para aquel juego, pues me parecía absolutamente insignificante añadir unos cuantos agujeros más a los que ya habían hecho las polillas.

7) Muchas más incursiones colonialistas podrían agregarse a esta lista, todas diversiones burguesas que golpeaban la línea de flotación de aquel lugar y que, como se demostró al poco, ponían en evidencia sus fragilísimas posibilidades de sobrevivir. Quizá la última de ellas que conviene señalar, para no extenderme, es la que tiene que ver con su documentación en los últimos años de su existencia, en un mundo huérfano de fotos, planos, dibujos o textos, fuesen particulares u oficiales, que contribuyesen a fijar la imagen de aquel lugar en la memoria de sus generaciones. Se trata de los vídeos que grabó mi padre entre 1992 y 1994, de forma un tanto accidental y aleatoria, animado por la curiosidad de haber adquirido una videocámara, que naturalmente a aquellos habitantes, Zacarías a la cabeza, resultaba no sólo molesta e invasiva, sino también ridícula para los fines que marcaba el trabajo de la tierra.

Por último y en honor a la verdad, hay que hacer algunas matizaciones que cuestionan la solidez con que Zacarías se enfrentaba a las invasiones de su feudo. Y es que la pertinacia de mi padre con su artilugio era poca cosa en comparación con las fechorías de los antiguos niños de la aldea, ya fuese dar de fumar a los sapos, lanzar petardos a los perros, saquear el huerto o embarrancar un tractor. Rasgo característico de aquella resistencia errática era su dudoso gusto estético, absolutamente irreverente con lo antiguo, para nada comparable con que sus hermanas aprovechasen las zapatillas de deporte de los sobrinos para ir al huerto. Su obra más importante y representativa consistió en la reforma de la entrada al patio mediante dos calderines esféricos de una bomba de pozo, que anclados con cemento sobre el muro, flanqueaban la cancilla dándoselas de pináculos palaciegos. De esta incoherencia se deduce en parte el fondo de la cuestión: los males de Zacarías fácilmente podían reducirse a lo que él percibía como falta de reconocimiento, como inutilidad de sus esfuerzos al frente de un reino despreciado, desterrado del mapa y donde todos lo ninguneaban.

Imagen: ruinas de la casa de Hernán Cortés, en La Antigua (Veracruz, México) [por Toyorudolf]

15 de agosto de 2012

La lámpara de la memoria

«Among the hours of his life to which the writer loots back with peculiar gratitude, as having been marked by more than ordinary fulness of joy or clearness of teaching, is one passed, now some years ago, near time of sunset, among the broken masses of pine forest which skirt the course of the Ain, above the village of Champagnole, in the Jura. It is a spot which has all the solemnity, with none of the savageness, of the Alps; where there is a sense of a great power beginning to be manifested in the earth, and of a deep and majestic concord in the rise of the long low lines of piny hills; the first utterance of those mighty mountain symphonies, soon to be more loudly lifted and wildly broken along the battlements of the Alps. But their strength is as yet restrained; and the far-reaching ridges of pastoral mountain succeed each other, like the long and sighing swell which moves over quiet waters from some far-off stormy sea. And there is a deep tenderness pervading that vast monotony. The destructive forces and the stern expression of the central ranges are alike withdrawn. No frost-ploughed, dust-encumbered paths of ancient glacier fret the soft Jura pastures; no splintered heaps of ruin break the fair ranks of her forests; no pale, defiled, or furious rivers rend their rude and changeful ways among her rocks. Patiently, eddy by eddy, the clear green streams wind along their well-known beds; and under the dark quietness of the undisturbed pines, there spring up, year by year, such company of joyful flowers as I know not the like of among all the blessings of the earth. It was Spring time, too; and all were coming forth in clusters crowded for very love; there was room enough for all, but they crushed their leaves into all manner of strange shapes only to be nearer each other. There was the wood anemone, star after star, closing every now and then into nebulae: and there was the oxalis, troop by troop like virginal processions of the Mois de Marie, the dark vertical clefts in the limestone choked up with them as with heavy snow, and touched with ivy on the edges ivy as light and lovely as the vine; and, ever and anon, a blue gush of violets, and cowslip bells in sunny places; and in the more open ground, the vetch, and comfrey, and mezereon, and the small sapphire buds of the Polygala Alpina, and the wild strawberry, just a blossom or two, all showered amidst the golden softness of deep, warm, amber-colored moss. I came out presently on the edge of the ravine: the solemn murmur of its waters rose suddenly from beneath, mixed with the singing of the thrushes among the pine boughs; and, on the opposite side of the valley, walled all along as it was by grey cliffs of limestone, there was a hawk sailing slowly off their brow, touching them nearly with his wings, and with the shadows of the pines flickering upon his plumage from above; but with a fall of a hundred fathoms under his breast, and the curling pools of the green river gliding and glittering dizzily beneath him, their foam globes moving with him as he flew. It would be difficult to conceive a scene less dependent upon any other interest than that of its own secluded and serious beauty; but the writer well remembers the sudden blankness and chill which were cast upon it when he endeavored, in order more strictly to arrive at the sources of its impressiveness, to imagine it, for a moment, a scene in some aboriginal forest of the New Continent. The flowers in an instant lost their light, the river its music; the hills became oppressively desolate; a heaviness in the boughs of the darkened forest showed how much of their former power had been dependent upon a life which was not theirs, how much of the glory of the imperishable, or continually renewed, creation is reflected from things more precious in their memories than it, in its renewing. Those ever springing flowers and ever flowing streams had been dyed by the deep colors of human endurance, valor, and virtue; and the crests of the sable hills that rose against the evening sky received a deeper worship, because their far shadows fell eastward over the iron wall of Joux and the four-square keep of Granson.»

John Ruskin, The seven Lamps of Architecture (1849)

31 de xullo de 2012

La lámpara del poder

«In recalling the impressions we have received from the works of man, after a lapse of time long enough to involve in obscurity all but the most vivid, it often happens that we find a strange preeminence and durability in many upon whose strength we had little calculated, and that points of character which had escaped the detection of the judgment, become developed under the waste of memory; as veins of harder rock, whose places could not at first have been discovered by the eye, are left salient under the action of frosts and streams. The traveller who desires to correct the errors of his judgment, necessitated by inequalities of temper, infelicities of circumstance, and accidents of association, has no other resource than to wait for the calm verdict of interposing years; and to watch for the new arrangements of eminence and shape in the images which remain latest in his memory; as in the ebbing of a mountain lake, he would watch the varying outlines of its successive shore, and trace, in the form of its departing waters, the true direction of the forces which had cleft, or the currents which had excavated, the deepest recesses of its primal bed.

In thus reverting to the memories of those works of architecture by which we have been most pleasurably impressed, it will generally happen that they fall into two broad classes: the one characterized by an exceeding preciousness and delicacy, to which we recur with a sense of affectionate admiration; and the other by a severe, and, in many cases, mysterious, majesty, which we remember with an undiminished awe, like that felt at the presence and operation of some great Spiritual Power. From about these two groups, more or less harmonised by intermediate examples, but always distinctively marked by features of beauty or of power, there will be swept away, in multitudes, the memories of buildings, perhaps, in their first address to our minds, of no inferior pretension, but owing their impressiveness to characters of less enduring nobility to value of material, accumulation of ornament, or ingenuity of mechanical construction. Especial interest may, indeed, have been awakened by such circumstances, and the memory may have been, consequently, rendered tenacious of particular parts or effects of the structure; but it will recall even these only by an active effort, and then without emotion; while in passive moments, and with thrilling influence, the image of purer beauty, and of more spiritual power, will return in a fair and solemn company; and while the pride of many a stately palace, and the wealth of many a jewelled shrine, perish from our thoughts in a dust of gold, there will rise, through their dimness, the white image of some secluded marble chapel, by river or forest side, with the fretted flower-work shrinking under its arches, as if under vaults of late-fallen snow; or the vast weariness of some shadowy wall whose separate stones are like mountain foundations, and yet numberless.»

John Ruskin, The seven Lamps of Architecture (1849)

16 de xullo de 2012

La casa de la señora Angustias

De pequeño tenía una pesadilla habitual: soñaba que salía de la casa en que por entonces vivía, cruzaba la calzada y subía por la calle que desembocaba en la avenida. No siempre lo hacía por el mismo motivo: unas veces iba a comprar algún capricho al otro lado del bulevar y otras salía empujado por una fuerza irresistible ajena a mí, como un viento muy fuerte que me arrastraba por la acera como una marioneta, con un hormigueo que me oprimía el pecho y la sibilina promesa de un destino. Pero había un momento en que el misterioso empuje me abandonaba y yo quedaba libre de regresar. Entonces, al embocar otra vez la bajada de vuelta, descubría horrorizado desde lo alto que mi casa estaba reducida a escombros, y sobre ellos campeaba un tropel de máquinas pintadas de amarillo.

Aquella casa era un edificio de los años 40, de bajo y dos pisos y con tres ventanas de anchura. Un ramal de la avenida se descolgaba hasta él como un tobogán, por lo que tenía buena visibilidad desde aquella altura. Era modesto pero singular en su calle, en particular porque, frente al aspecto rústico o monótono de la mayoría, tenía su fachada moldurada por sencillas cornisas, alféizares y guardapolvos, todo ello revestido de un enfoscado gris muy rugoso; pero sobre todo porque la superficie de la pared estaba animada con bandas horizontales modeladas en el cemento y pintadas de amarillo pálido, separadas entre sí por delgados surcos granates. El portal era un lugar pequeño, centralizado por un dibujo sobre el pavimento de terrazo, y de él partía la escalera con su pasamanos de madera montado sobre anillas metálicas entrelazadas de color verde. Desde el portal, las escaleras también descendían, en primer lugar a una vivienda en el bajo, y después a la planta de sótano. Desde este sótano podía accederse a un patio trasero, pues el nivel del suelo en la fachada posterior estaba por debajo del que correspondía a la entrada principal. Allí había dos galpones donde se almacenaba la leña de las cocinas de hierro y cuyas cubiertas planas se aprovechaban para tendal.

La propietaria del edificio vivía sola en el primero, como muchas otras ancianas en aquella calle. Era una mujer enlutada y achacosa a la que le iba al pelo el nombre de Angustias; pero no por ello le faltaban fuerzas para gobernar y disciplinar la vida de aquella comunidad, siempre inspirada por el recuerdo de un marido legendario. Pasaba los últimos años de su vida lejos de sus hijos, cuyas profesiones y familias prosperaban en el extranjero, lo cual, lejos de despertarle melancolía, le servía como prueba última del éxito de sus aspiraciones burguesas. Su vivienda era muy diferente a la mía, para empezar por aquel olor penetrante y ancestral, pero que en todo caso parecía absolutamente calculado y deseado; y para seguir por aquella singular decoración, tan extraña para mí, compuesta por delicados adornos de carga sentimental perfectamente individualizada, todos colocados estratégicamente en paredes y estanterías, rigurosamente espaciados los unos de los otros. Lejos de desagradarme, en todas mis visitas tenía la esperanza de poder coger uno de aquellos animales disecados, especialmente el pequeño cocodrilo que centelleaba desde lo alto de un armario, pero por supuesto tocar aquellos objetos estaba totalmente prohibido.

Además de nosotros, que vivíamos en el segundo, vivía una familia que criaba canarios en el bajo, cuya hija, Isabelita, se llamaba precisamente como el canario que nosotros teníamos, que se murió en 1987 y que fue enterrado en el campo que aún se extendía más allá del patio trasero. Mi recuerdo de aquella niña, que se marchó de un día para otro con su familia, se encuentra indisolublemente ligado al del canario, de tal forma que siempre me parece que se muriese el mismo día en que se murió el pájaro, motivo por el cual sus padres, muertos de pena, habrían decidido escaparse muy lejos. Caso muy distinto era el del habitante del desván, un chico muy presumido y perfumado, comercial de productos fotográficos, conocido entre los vecinos por tener la casa hecha una pocilga. Lo confirmamos cuando la casera y nosotros sus cómplices allanamos su morada una tarde de lluvia torrencial para averiguar el origen de una gotera: no sólo descubrimos que ésta tenía su origen en un defecto del tejado, sino también que el inquilino tenía una montaña de platos sucios apilados en el fregadero, una estampa que resultó bastante difícil de digerir para una anciana que ya buscaba el modo de darle pasaporte. Sin duda, mucho menos rigor se gastaba aquella mujer con nosotros, teniendo en cuenta que, por nombrar un sólo estropicio, una vez quise fingir que me desangraba ante mi madre vaciándome en las manos un frasco de mercromina, con tan mala suerte que el frasco se volcó en la repisa de la ventana, el líquido se filtró por el carril metálico y se derramó luego por la fachada posterior, sin posibilidad de detenerlo, dibujando una espectacular raya roja de arriba a abajo.

Unos ocho años después de mudarnos de piso, volví a caminar casualmente por aquella calle y me fijé en que los colores de la fachada se habían renovado. Sentí entonces la emoción de ver que la casa y su escenario seguían tan vivos como siempre, como si no hubiese pasado el tiempo. Pero sólo dos años más tarde lamenté no haberle sacado nunca una foto: había desaparecido, como en el sueño. La habían derribado junto a varias colindantes con el propósito de levantar un nuevo edificio, poco después de que los hijos de la señora Angustias viniesen para enterrarla. Fue así como comprendí que la historia urbana tiene unos ciclos muy cortos, pues la ciudad muere y queda en el olvido a cada momento, inaccesible como los restos sepultados de la edad del hierro, suplantada por una nueva. Que el afán que levanta los muros convencido de su solidez y permanencia es exactamente el mismo que luego los reemplaza por otros que se presumen más adecuados para la vida. Y que las demoliciones, lejos de ser como en Las Vegas, suceden de un día para otro sin un particular funeral, rara vez acompañadas de una noticia en la prensa o de alguna resistencia pública, con la promesa de ser un gesto inocente, ordinario e insignificante.

30 de xuño de 2012

El señor de la casa (I)

En cierto modo, el tío Zacarías era el señor de la casa. No ostentaba para ello ningún título, pero en la práctica se había convertido en el patrón de la hacienda. Había alcanzado aquella posición tras una larga y no del todo consciente maniobra que lo había llevado, cerca del final de su vida, a reinar sobre una población ya escasa y compuesta casi siempre de mujeres solteras como él, sus hermanas, las cuales carecían de toda ambición de ocupar su puesto.

La vida de este hombre, sin embargo, estaba lejos de corresponder a sus deseos. No era que le disgustase ser el único de cinco hermanos varones que había apostado por trabajar la tierra; antes bien, se enorgullecía de una forma un tanto febril y martirial de ser el único de todos ellos que había consagrado su sudor a la casa de sus antepasados. El problema de aquel hombre partía del hecho de que su padre, el anterior patriarca, le había negado la herencia de la casa en favor de uno de sus hermanos urbanita y negociante. Y no sólo porque éste estaba mejor dotado para la gestión inmobiliaria, al margen de su nulo contacto con el terruño, sino sobre todo porque el solterón de Zacarías, aparte de parecer demasiado ansioso de la propiedad, no garantizaba la continuidad familiar.

El resultado fue demoledor: el que había sido considerado el más guapo y en cierto sentido prometedor de los hermanos se quedó anclado en el resentimiento y la pérdida, y el resto de su vida ya no le ofreció más que una rápida degradación moral y física en la que intervinieron a partes iguales el duro trabajo del campo y la incansable ingesta de vino peleón.

Unos doce años coincidió mi vida con la de aquel hombre, tiempo suficiente para formarme de él una imagen temible. No podía verlo entonces como un cascarrabias, porque esa palabra implica una cierta condescendencia o menosprecio hacia la persona en cuestión o sus problemas. Se trataba más bien de miedo, puro y simple, hacia un personaje autoritario, uniformemente malhumorado y sombrío, que encarnaba la naturaleza del lobo en aquel dominio y cuya larga y penosa muerte se apareció al final como un previsto colofón revestido de justicia divina.

Visto desde ahora, lo que aparentaba un lobo se revela como un perro trastornado por el sufrimiento: aquella fiereza y aquellas blasfemias que periódicamente se descolgaban resonando por los campos carecían de la gratuidad con que la maldad se presenta en los cuentos, y una vez convertidas en imágenes puras, en recuerdos que ya no infunden miedo, iluminan buena parte de sus conexiones lógicas: allí los visitantes éramos intrusos.

De las formas de intrusión éramos responsables principalmente mi hermano y yo, aunque la mayoría de las veces habría que imputar a mi padre su autoría intelectual, pues era quien solía inspirarnos los gestos y actividades con que inocentemente gastábamos el día. No es que Zacarías fuese una máquina, un adicto al trabajo, un incansable vigilante de los tiempos y de la perfección en los resultados; mucho peor, es que parecía infinitamente cansado, carente de toda pasión o eficiencia, un lánguido autómata mentalmente obcecado en las faenas agrícolas y oprimido por la obligación de mantener su feudo. Y al lado de este sacrificio, de esta feroz mortificación, nuestras actitudes tomaban forma de puro pitorreo. [sigue aquí]

15 de xuño de 2012

Reinicio

De ninguna manera planeaba extinguir aquí este blog. El día 31 de enero tenía casi terminado un post más con el que pretendía cumplir con la norma autoimpuesta de publicar algo dos veces al mes, algo que no sucede de forma automática o por inercia, sino tras un cierto nivel de forcejeo y de coacción de uno mismo. Esta vez no es que fallase la coacción; sencillamente se cruzaron algunas obligaciones y otros imprevistos de poca importancia que ocuparon el tiempo necesario. Se pasó el día y, después, la motivación de llevar las cuentas en orden dejó de hacer efecto. Una vez perdido el paso, no me importa perderlo poco o mucho, ya puedo relajarme y respirar tranquilo, total el tren ya se ha ido.

Aunque al principio me da rabia, a los pocos días me parece sentir esa liberación que me prometen quienes me aconsejan una actitud despreocupada con la vida: me pregunto qué sentido tiene que me esfuerce en escribir en mi tiempo libre cuando a todas luces escribir (ordenar ideas y calzarles palabras) me rompe la cabeza, me tortura y me harta como pocas cosas, y bien podría confinarlo sólo al ámbito del trabajo. Entonces, la vida feliz se me aparece como algo evidente y natural ante la vista: se trata de la simple actividad de mirar y de sentir lo inmediato, sin la menor aspiración de documentarlo ni de comunicarlo. Ese fino rayo de sol que atraviesa el vidrio de una ventana iluminando todas las motas de polvo a su paso y proyectándolas, como un cinematógrafo, todo a lo largo de la superficie de baldosas de un pasillo, es un acontecimiento que polariza toda la atención como si fuese una rendija de cielo en la gruta más abisal y oscura, y en esa rendija parece que cabe un universo entero.

En ese momento, es un desperdicio dirigir todo el esfuerzo a apropiarse de esa rendija, como si existiese algún espacio, objeto o sentimiento que pudiese pertenecerme para siempre. No hay nada que pueda hacer cuando el rayo de sol me alcanza con el ángulo adecuado, y por lo tanto hay que desprenderse de la grave opresión, de la ansiedad que se desata en el finísimo instante en que todo se aparece ideal. El suave eco, la armonía de la luz y sus reflejos, el olor a tierra húmeda, la montaña y todas las cosas trepando por ella no hay cámara que la capte. No hay que ponerse en guardia ni que salir en zafarrancho; no hay que sacar la cámara, ni anotarlo en ninguna parte, ni angustiarse por carecer en ese momento de la herramienta o de la palabra adecuada para su registro. Toda ansiedad por documentar el momento se basa en dos vanas esperanzas:

1) que la felicidad puede atraparse y revivirse en un documento, y que puede transmitirse a otros vía fotográfica, pictórica o literaria.

2) que es posible demostrar que los escenarios de la felicidad, aunque subjetivos, existen en un presente, al amparo de los sentidos, y no son necesariamente un artificio de la memoria.

Para lo primero es imprescindible una labor de reproducción y transmisión fiel de la fuente, delegando al cabo en el objeto (la imagen, el olor, el sonido) la tarea de suscitar el sentimiento; para lo segundo, es necesario levantar acta de dicho sentimiento en cada presente digno de mención, para estar luego en disposición de ofrecer las pruebas que avalen la lucidez de la experiencia y la ausencia de recreación a posteriori. Esta acción pone énfasis en el registro con fecha y hora de la emoción en sí, reivindicando la felicidad como estado posible y plenamente consciente, resultado de una experiencia singular e intransferible.

Sin embargo, lo primero se revela completamente inútil por cuanto que la descripción del fenómeno es una actividad concienzuda y ardua que ocupa el tiempo que corresponde a su disfrute mismo. Y aún siendo posible su descripción fiel, ésta no transporta emociones siquiera parecidas para todo el mundo. Esto desaconseja dar publicidad al objeto amado, portador de mensajes ambiguos, irrelevante y carente de todo tipo de valor demostrativo de la belleza. Otra cosa sería defender el valor subjetivo de la belleza, levantando acta no de la fuente sino de las consecuencias que provoca: la descripción de la propia emoción, pero sin olvidar registrar la hora del suceso, su duración, el lugar en que se produjo, las condiciones atmosféricas y los síntomas externos visibles y demostrables, tales como lagrimeo, sudoración, temblores, taquicardia, etc. Sin embargo, éste también se revela como un método de resultados caprichosos, donde lo de menos es la credibilidad o la autenticidad de la vivencia, al igual que las pruebas del amor suelen ser indiferentes a su comprensión por los demás, cuando no un motivo para troncharse de risa.

Por lo tanto, es aconsejable terminar este post defendiendo el instante de la felicidad como espacio cerrado y completo en sí mismo, libre de todo vasallaje a voluntades ajenas. Pero sin querer he vuelto a subirme al tren, así que ahora toca apretar los puños y reconocer que también uno tiene la imperiosa necesidad de enterrar a sus muertos que están sin sepultura. Y, mientras sea posible, coronarlos con un discreto monumento junto al camino para que, en lo que tarde en ser devorado por la urbe, pueda provocar en alguien un pequeño destello de emoción y respeto que ilumine sus propios recuerdos. Y esto es lo que viene a continuación.

Caspar David Friedrich, Valle de rocas o La tumba de Arminio (1813-14)

16 de xaneiro de 2012

Residuos

En honor a la verdad, hay que matizar que no todo era aire y hierba fresca en el escondite, pues si había alguna materia que caracterizase su esencia misma, era todo aquello relacionado con los despojos y excrementos, es decir, con la mierda. Y es que, desde la misma cocina de la casa, plagada verano e invierno de las moscas de los establos, hasta los cierres boscosos de los campos, la mierda inundaba la vista y el olfato.

Todo ello para conformar, en estrecha alianza con el telón de árboles y con las tupidas selvas de ortigas, el frente defensivo de aquel reducto, el muro que presionaba contra la inexorable plaga del progreso y adelantamiento de los pueblos, al igual que el frío y el temporal protegen la belleza de las playas del más profundo norte contra la nefasta llegada de los turistas y los hoteles y, en general, contra la demoledora capacidad reproductiva del homo sapiens.

Yo siempre recuerdo la montaña de estiércol, allí frente a la puerta de entrada, como uno de los elementos distintivos de aquel patio, y dada la superficie que ocupaba no fueron pocas las veces que la transité como si fuese de arena. Salía todo aquel material de los establos, que ocupaban la mayor parte de la planta baja de la vivienda a la manera antigua, aportando calefacción a la planta alta durante el invierno e impregnando toda la casa de un olor característico, espeso, penetrante y hasta confortante en combinación con el de la madera, las castañas y el humo.

Lógicamente el ganado inundaba también de excrementos todos los campos alrededor, pero en esto se conjuntaba con los habitantes humanos que, bastante tiempo después de que las habitaciones con baño fuesen normales en los hoteles, todavía carecían de servicios dentro de la casa. El paisaje resultante incluía, por lo tanto, una serie de lugares personales, absolutamente íntimos e intransferibles, a los que últimamente se accedía con hojas de periódico y que tenían en común su situación en un lugar recóndito, sin tránsito y a la sombra.

Fue a finales de la década de 1970 cuando por fin se hizo el llamado saneamiento, habilitando un cuarto con los típicos aparatos sanitarios al fondo de la planta alta de la casa. Curiosamente, este nuevo servicio no resultó lo suficientemente atractivo para algunos de sus destinatarios, que siguieron aferrados a sus costumbres y a sus íntimos lugares, alguno de los cuales descubrí más de una vez con desagradable sorpresa, por culpa de mi inclinación -ya perdida- a investigar debajo del maíz o a través de los túneles entre las retamas. Con todo, tampoco fue aquel saneamiento lo que correspondería a un sistema lógico de gestión de residuos, puesto que se limitaba a recoger todos los desperdicios en un tubo grande y negro que salía de la casa por su parte oeste y se iba circulando por encima de la hierba, a través del campo de los manzanos, para finalmente vomitar todo su pestífero contenido a un tremedal bajo, lentamente infiltrado por las aguas de un regato.

Lo peor sin duda se lo llevaban las aguas de este regato, que pasado el prado se descolgaba con forma de cascada por un barranco lleno de maleza y se perdía de vista. En cierto modo, la mierda siempre se reaprovechaba o se reabsorbía dentro del sistema, como cualquier otro producto de aquel lugar. El problema llegó cuando los residuos empezaron a ser industriales, especialmente envases ligeros de plástico y lata. A falta de un sistema de recogida de basuras, el destino de los desperdicios siguió siendo esencialmente el mismo: el barranco de Aguas. Así que allí iban a parar las botellas de fanta, las cajas de galletas, los tambores de leche en polvo y hasta los de detergente. Recuerdo bien las veces en que fui o acompañé a tirar la basura, no por una acera hasta un contenedor amarillo, sino por aquel prado abajo en dirección al barranco, sin que nadie se preguntase siquiera si había algo equivocado en aquella acción, con la alegre y temeraria convicción de que aquel barro era capaz de digerirlo todo. Alcanzado el tupido barranco, se trataba de hacer un molinete con el brazo para arrojar la basura lo más lejos posible dentro de él, y en su caída la bolsa se descomponía desperdigando todo su contenido.


Imagen: en el centro, balsa de lodos tóxicos de la planta de Alcoa en San Cibrao, que supone el 30% del PIB de la provincia de Lugo. Foto de SIGPAC.