De pequeño tenía una pesadilla habitual: soñaba que salía de la casa en que por entonces vivía, cruzaba la calzada y subía por la calle que desembocaba en la avenida. No siempre lo hacía por el mismo motivo: unas veces iba a comprar algún capricho al otro lado del bulevar y otras salía empujado por una fuerza irresistible ajena a mí, como un viento muy fuerte que me arrastraba por la acera como una marioneta, con un hormigueo que me oprimía el pecho y la sibilina promesa de un destino. Pero había un momento en que el misterioso empuje me abandonaba y yo quedaba libre de regresar. Entonces, al embocar otra vez la bajada de vuelta, descubría horrorizado desde lo alto que mi casa estaba reducida a escombros, y sobre ellos campeaba un tropel de máquinas pintadas de amarillo.
Aquella casa era un edificio de los años 40, de bajo y dos pisos y con tres ventanas de anchura. Un ramal de la avenida se descolgaba hasta él como un tobogán, por lo que tenía buena visibilidad desde aquella altura. Era modesto pero singular en su calle, en particular porque, frente al aspecto rústico o monótono de la mayoría, tenía su fachada moldurada por sencillas cornisas, alféizares y guardapolvos, todo ello revestido de un enfoscado gris muy rugoso; pero sobre todo porque la superficie de la pared estaba animada con bandas horizontales modeladas en el cemento y pintadas de amarillo pálido, separadas entre sí por delgados surcos granates. El portal era un lugar pequeño, centralizado por un dibujo sobre el pavimento de terrazo, y de él partía la escalera con su pasamanos de madera montado sobre anillas metálicas entrelazadas de color verde. Desde el portal, las escaleras también descendían, en primer lugar a una vivienda en el bajo, y después a la planta de sótano. Desde este sótano podía accederse a un patio trasero, pues el nivel del suelo en la fachada posterior estaba por debajo del que correspondía a la entrada principal. Allí había dos galpones donde se almacenaba la leña de las cocinas de hierro y cuyas cubiertas planas se aprovechaban para tendal.
La propietaria del edificio vivía sola en el primero, como muchas otras ancianas en aquella calle. Era una mujer enlutada y achacosa a la que le iba al pelo el nombre de Angustias; pero no por ello le faltaban fuerzas para gobernar y disciplinar la vida de aquella comunidad, siempre inspirada por el recuerdo de un marido legendario. Pasaba los últimos años de su vida lejos de sus hijos, cuyas profesiones y familias prosperaban en el extranjero, lo cual, lejos de despertarle melancolía, le servía como prueba última del éxito de sus aspiraciones burguesas. Su vivienda era muy diferente a la mía, para empezar por aquel olor penetrante y ancestral, pero que en todo caso parecía absolutamente calculado y deseado; y para seguir por aquella singular decoración, tan extraña para mí, compuesta por delicados adornos de carga sentimental perfectamente individualizada, todos colocados estratégicamente en paredes y estanterías, rigurosamente espaciados los unos de los otros. Lejos de desagradarme, en todas mis visitas tenía la esperanza de poder coger uno de aquellos animales disecados, especialmente el pequeño cocodrilo que centelleaba desde lo alto de un armario, pero por supuesto tocar aquellos objetos estaba totalmente prohibido.
Además de nosotros, que vivíamos en el segundo, vivía una familia que criaba canarios en el bajo, cuya hija, Isabelita, se llamaba precisamente como el canario que nosotros teníamos, que se murió en 1987 y que fue enterrado en el campo que aún se extendía más allá del patio trasero. Mi recuerdo de aquella niña, que se marchó de un día para otro con su familia, se encuentra indisolublemente ligado al del canario, de tal forma que siempre me parece que se muriese el mismo día en que se murió el pájaro, motivo por el cual sus padres, muertos de pena, habrían decidido escaparse muy lejos. Caso muy distinto era el del habitante del desván, un chico muy presumido y perfumado, comercial de productos fotográficos, conocido entre los vecinos por tener la casa hecha una pocilga. Lo confirmamos cuando la casera y nosotros sus cómplices allanamos su morada una tarde de lluvia torrencial para averiguar el origen de una gotera: no sólo descubrimos que ésta tenía su origen en un defecto del tejado, sino también que el inquilino tenía una montaña de platos sucios apilados en el fregadero, una estampa que resultó bastante difícil de digerir para una anciana que ya buscaba el modo de darle pasaporte. Sin duda, mucho menos rigor se gastaba aquella mujer con nosotros, teniendo en cuenta que, por nombrar un sólo estropicio, una vez quise fingir que me desangraba ante mi madre vaciándome en las manos un frasco de mercromina, con tan mala suerte que el frasco se volcó en la repisa de la ventana, el líquido se filtró por el carril metálico y se derramó luego por la fachada posterior, sin posibilidad de detenerlo, dibujando una espectacular raya roja de arriba a abajo.
Unos ocho años después de mudarnos de piso, volví a caminar casualmente por aquella calle y me fijé en que los colores de la fachada se habían renovado. Sentí entonces la emoción de ver que la casa y su escenario seguían tan vivos como siempre, como si no hubiese pasado el tiempo. Pero sólo dos años más tarde lamenté no haberle sacado nunca una foto: había desaparecido, como en el sueño. La habían derribado junto a varias colindantes con el propósito de levantar un nuevo edificio, poco después de que los hijos de la señora Angustias viniesen para enterrarla. Fue así como comprendí que la historia urbana tiene unos ciclos muy cortos, pues la ciudad muere y queda en el olvido a cada momento, inaccesible como los restos sepultados de la edad del hierro, suplantada por una nueva. Que el afán que levanta los muros convencido de su solidez y permanencia es exactamente el mismo que luego los reemplaza por otros que se presumen más adecuados para la vida. Y que las demoliciones, lejos de ser como en Las Vegas, suceden de un día para otro sin un particular funeral, rara vez acompañadas de una noticia en la prensa o de alguna resistencia pública, con la promesa de ser un gesto inocente, ordinario e insignificante.
Aquella casa era un edificio de los años 40, de bajo y dos pisos y con tres ventanas de anchura. Un ramal de la avenida se descolgaba hasta él como un tobogán, por lo que tenía buena visibilidad desde aquella altura. Era modesto pero singular en su calle, en particular porque, frente al aspecto rústico o monótono de la mayoría, tenía su fachada moldurada por sencillas cornisas, alféizares y guardapolvos, todo ello revestido de un enfoscado gris muy rugoso; pero sobre todo porque la superficie de la pared estaba animada con bandas horizontales modeladas en el cemento y pintadas de amarillo pálido, separadas entre sí por delgados surcos granates. El portal era un lugar pequeño, centralizado por un dibujo sobre el pavimento de terrazo, y de él partía la escalera con su pasamanos de madera montado sobre anillas metálicas entrelazadas de color verde. Desde el portal, las escaleras también descendían, en primer lugar a una vivienda en el bajo, y después a la planta de sótano. Desde este sótano podía accederse a un patio trasero, pues el nivel del suelo en la fachada posterior estaba por debajo del que correspondía a la entrada principal. Allí había dos galpones donde se almacenaba la leña de las cocinas de hierro y cuyas cubiertas planas se aprovechaban para tendal.
La propietaria del edificio vivía sola en el primero, como muchas otras ancianas en aquella calle. Era una mujer enlutada y achacosa a la que le iba al pelo el nombre de Angustias; pero no por ello le faltaban fuerzas para gobernar y disciplinar la vida de aquella comunidad, siempre inspirada por el recuerdo de un marido legendario. Pasaba los últimos años de su vida lejos de sus hijos, cuyas profesiones y familias prosperaban en el extranjero, lo cual, lejos de despertarle melancolía, le servía como prueba última del éxito de sus aspiraciones burguesas. Su vivienda era muy diferente a la mía, para empezar por aquel olor penetrante y ancestral, pero que en todo caso parecía absolutamente calculado y deseado; y para seguir por aquella singular decoración, tan extraña para mí, compuesta por delicados adornos de carga sentimental perfectamente individualizada, todos colocados estratégicamente en paredes y estanterías, rigurosamente espaciados los unos de los otros. Lejos de desagradarme, en todas mis visitas tenía la esperanza de poder coger uno de aquellos animales disecados, especialmente el pequeño cocodrilo que centelleaba desde lo alto de un armario, pero por supuesto tocar aquellos objetos estaba totalmente prohibido.
Además de nosotros, que vivíamos en el segundo, vivía una familia que criaba canarios en el bajo, cuya hija, Isabelita, se llamaba precisamente como el canario que nosotros teníamos, que se murió en 1987 y que fue enterrado en el campo que aún se extendía más allá del patio trasero. Mi recuerdo de aquella niña, que se marchó de un día para otro con su familia, se encuentra indisolublemente ligado al del canario, de tal forma que siempre me parece que se muriese el mismo día en que se murió el pájaro, motivo por el cual sus padres, muertos de pena, habrían decidido escaparse muy lejos. Caso muy distinto era el del habitante del desván, un chico muy presumido y perfumado, comercial de productos fotográficos, conocido entre los vecinos por tener la casa hecha una pocilga. Lo confirmamos cuando la casera y nosotros sus cómplices allanamos su morada una tarde de lluvia torrencial para averiguar el origen de una gotera: no sólo descubrimos que ésta tenía su origen en un defecto del tejado, sino también que el inquilino tenía una montaña de platos sucios apilados en el fregadero, una estampa que resultó bastante difícil de digerir para una anciana que ya buscaba el modo de darle pasaporte. Sin duda, mucho menos rigor se gastaba aquella mujer con nosotros, teniendo en cuenta que, por nombrar un sólo estropicio, una vez quise fingir que me desangraba ante mi madre vaciándome en las manos un frasco de mercromina, con tan mala suerte que el frasco se volcó en la repisa de la ventana, el líquido se filtró por el carril metálico y se derramó luego por la fachada posterior, sin posibilidad de detenerlo, dibujando una espectacular raya roja de arriba a abajo.
Unos ocho años después de mudarnos de piso, volví a caminar casualmente por aquella calle y me fijé en que los colores de la fachada se habían renovado. Sentí entonces la emoción de ver que la casa y su escenario seguían tan vivos como siempre, como si no hubiese pasado el tiempo. Pero sólo dos años más tarde lamenté no haberle sacado nunca una foto: había desaparecido, como en el sueño. La habían derribado junto a varias colindantes con el propósito de levantar un nuevo edificio, poco después de que los hijos de la señora Angustias viniesen para enterrarla. Fue así como comprendí que la historia urbana tiene unos ciclos muy cortos, pues la ciudad muere y queda en el olvido a cada momento, inaccesible como los restos sepultados de la edad del hierro, suplantada por una nueva. Que el afán que levanta los muros convencido de su solidez y permanencia es exactamente el mismo que luego los reemplaza por otros que se presumen más adecuados para la vida. Y que las demoliciones, lejos de ser como en Las Vegas, suceden de un día para otro sin un particular funeral, rara vez acompañadas de una noticia en la prensa o de alguna resistencia pública, con la promesa de ser un gesto inocente, ordinario e insignificante.
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