Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

30 de agosto de 2012

El señor de la casa (II)

[Viene de aquí]

1) Una de las primeras y más destacadas intrusiones que llevamos a cabo en el dominio de Zacarías fue la de establecer en pleno pastizal una tienda de campaña improvisada. Se componía ésta de dos palos con forma de Y clavados en vertical y un travesaño horizontal,  que tensaban sobre el suelo una lona plástica marrón, de las de cubrir equipajes, formando una cubierta a dos aguas sobre una manta de lana de cuadros escoceses. En principio, aquel artilugio estaba destinado a observatorio astronómico, pero lógicamente alguna necesidad agrícola seria, urgente, incontestable, impidió que se mantuviese en pie hasta la noche.

2) El afán constructivo tuvo más éxito en otra ocasión, cuando, a falta de poder edificar una casa habitable, decidimos hacer una en miniatura, en lo alto de una peña alejada, y bien prevenidos de que si no la poníamos en un lugar lo suficientemente desapercibido, desaparecería sin aviso ni rastro. Sus paredes se concretaron con unas cuantas piedras redondas y unos fragmentos de ladrillo unidos por cemento, y la cubierta la hicimos con un tablero viejo forrado de retama. A mí me pareció una obra exitosa cuando, unos diez años después, las paredes aún sobrevivían en lo alto de la peña ocultas por varias capas de hojas secas.

3) Pasada la robleda que abrigaba estas rocas, aparecía un prado pequeño, separado de la extensa superficie de la antigua viña, escorado y semioculto, que llevaba por nombre un diminutivo acorde con su intimidad. Hasta este rincón llegó Zacarías para retirar una portería de fútbol estupenda, no simplemente formada por dos estacas clavadas en el suelo, sino completada con una tercera que, a modo de travesaño, se apoyaba en los extremos de las otras dos para cerrar el arco. Casi puedo sentir la ira con que el hombre afrontaba que hubiese quienes se empeñaban en desfigurar con bobadas el orden que había dado a las tierras que trabajaba, como tratando de arrebatarle jurisdicción sobre ellas.

4) Lo de edificar una casa habitable para nuestros juegos era sin duda una vieja aspiración que una y otra vez se hacía patente en diferentes contextos. Lejos de conformarnos con la casita en miniatura del peñascal, el sueño de construir una en lo alto de un árbol estuvo siempre vigente, alentado en buena parte por una televisión que lo promocionaba como un elemento transitorio del american way of life, consumado después en el trinomio casa-coche-esposa. Con vistas a esto, pasé mucho tiempo buscando el árbol idóneo para albergar la estructura: tenía en mente sobre todo dos robles viejos cuyas gruesas ramas se abrían formando una amplia plataforma en lo alto del tronco, uno situado en un camino de acceso y el otro bastante más oculto en un bosque. Pero al final este plan no prosperó: me resultaba más fácil escalar un manzano del campo trasero, en cuyas ramas altas acostumbraba a inscribir con navaja el nombre de las chicas que me gustaban. Afición no menos inspirada por la televisión, que Zacarías sólo pudo interpretar como una descarada agresión a su patrimonio.


 5) Especialmente desconcertante debía de parecerle al patrón que pasásemos medio día tocando y acariciando a los perros, tratando descaradamente de forzar el significado que los animales tenían en aquel lugar. Más cuando al menos dos de los que conocí se prestaron en bastantes ocasiones a asumir el rol de mascotas, incluso cuando se los sometía a disciplinas del estilo tráeme el palito, salta la comba, siéntate, acuéstate y hasta llévame a lomos. Los demás no querían saber nada de estas chorradas, y consecuentemente uno llamado Chucho a mucha honra me sacudió un mordisco en la cabeza con todas las de la ley, más como advertencia que por lastimarme, ante lo cual sólo mi padre, sin duda algo responsable, pasó la vergüenza de reñir al animal. Por el contrario, Negro y Amarillo eran en general tolerantes con nuestra disciplina inspirada en Lassie o en Rin Tin Tin; hasta que el segundo, por perseguirlo durante horas tratando de ponerle un collar, decidió retirarme su confianza. Con los gatos la cosa era muy distinta, pues increíblemente para mí no sólo no se dejaban manosear sino que ni siquiera podía acercarse uno a menos de dos metros, algo a lo que yo reaccioné desarrollando un menosprecio concienzudo por la personalidad de estos animales, que injustamente aún arrastro. Uno fue llevado por la fuerza una tarde con objeto de servir como animal de compañía en un piso, y aún me pareció que el gato quedaba en mal lugar cuando la convivencia se demostró imposible.

6) Hasta tal punto éramos ignorantes del verdadero valor de las cosas en aquel lugar, que nos pusimos a jugar a la diana, con dardos de punta metálica, sobre la puerta de un alpendre, juzgándola destartalada y de escaso valor. Ante semejante tropelía el escándalo fue grande, pero yo aún discutí largamente que aquella puerta fuese inadecuada para aquel juego, pues me parecía absolutamente insignificante añadir unos cuantos agujeros más a los que ya habían hecho las polillas.

7) Muchas más incursiones colonialistas podrían agregarse a esta lista, todas diversiones burguesas que golpeaban la línea de flotación de aquel lugar y que, como se demostró al poco, ponían en evidencia sus fragilísimas posibilidades de sobrevivir. Quizá la última de ellas que conviene señalar, para no extenderme, es la que tiene que ver con su documentación en los últimos años de su existencia, en un mundo huérfano de fotos, planos, dibujos o textos, fuesen particulares u oficiales, que contribuyesen a fijar la imagen de aquel lugar en la memoria de sus generaciones. Se trata de los vídeos que grabó mi padre entre 1992 y 1994, de forma un tanto accidental y aleatoria, animado por la curiosidad de haber adquirido una videocámara, que naturalmente a aquellos habitantes, Zacarías a la cabeza, resultaba no sólo molesta e invasiva, sino también ridícula para los fines que marcaba el trabajo de la tierra.

Por último y en honor a la verdad, hay que hacer algunas matizaciones que cuestionan la solidez con que Zacarías se enfrentaba a las invasiones de su feudo. Y es que la pertinacia de mi padre con su artilugio era poca cosa en comparación con las fechorías de los antiguos niños de la aldea, ya fuese dar de fumar a los sapos, lanzar petardos a los perros, saquear el huerto o embarrancar un tractor. Rasgo característico de aquella resistencia errática era su dudoso gusto estético, absolutamente irreverente con lo antiguo, para nada comparable con que sus hermanas aprovechasen las zapatillas de deporte de los sobrinos para ir al huerto. Su obra más importante y representativa consistió en la reforma de la entrada al patio mediante dos calderines esféricos de una bomba de pozo, que anclados con cemento sobre el muro, flanqueaban la cancilla dándoselas de pináculos palaciegos. De esta incoherencia se deduce en parte el fondo de la cuestión: los males de Zacarías fácilmente podían reducirse a lo que él percibía como falta de reconocimiento, como inutilidad de sus esfuerzos al frente de un reino despreciado, desterrado del mapa y donde todos lo ninguneaban.

Imagen: ruinas de la casa de Hernán Cortés, en La Antigua (Veracruz, México) [por Toyorudolf]

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