Suele considerarse que cualquier objeto que presuma de ser artístico es resultado de una planificación consciente por parte de sus artífices. Es decir, que no es una formación caprichosa, espontánea y aleatoria, que brota al margen de la inteligencia humana como un grupo de setas en el bosque. Sólo desde este principio puede entenderse que los historiadores del arte hayan construido tradicionalmente su discurso con la firme convicción de que los objetos no son una tirada de dados, sino que han sido hechos tal como son absolutamente adrede. Se podrá decir que hay una concepción antigua del arte, académica, profundamente normativizada y calculadora, encorsetada en un código cuyo grado de conocimiento suele determinar la maestría del artista; y que frente a ella hay una concepción más moderna del arte, abierta a la intuición y a la espontaneidad, cuando no a la clara rebeldía, dentro de la cual no son pocas las veces en que se aboga por dejar al azar parte del trabajo. Pero ni siquiera en este caso se puede hablar de que haya ausencia de control de autor: desde los motivos que a Leonardo le inspiraba la contemplación de un muro, pasando por las pinceladas que componen la forma de una nube de Constable o las visiones abstractas de Kandinski, hasta los procesos de envejecimiento no controlados del land art, una y otra vez se ha ensalzado la capacidad del artista de someter a la materia a unos contenidos teóricos o a un edificio filosófico coherente.
Es decir, la gratuidad en el trabajo del artista no suele jugar a favor de su reconocimiento, porque el público, y especialmente los sectores académicos, son dados a proyectar en aquello que les gusta mensajes con sentido. Al verdadero artista se le presupone de algún modo una reflexión honesta y concienzuda, un grado de perfeccionismo, exactitud, esmero y, en definitiva, una voluntad de significar incompatible con el gesto arbitrario, fortuito y vacío. Así, es comprensible que la historia y la crítica del arte estén cargadas de referencias a normativas, de búsquedas de justificaciones intelectuales, de especulaciones sobre intenciones y hasta de alusiones a códigos secretos. Consecuencia de todo esto es su obsesiva preocupación por el detalle y por la minucia, cuyo análisis queda totalmente justificado al entenderse de la plena intencionalidad del artista y, por lo tanto, parte indispensable del conjunto de la obra. Desde luego, este descenso al detalle no es un proceder natural de la audiencia, pero es una habilidad que se empieza a desarrollar cuando surge la atracción por el objeto, al igual que se aprende gradualmente a escudriñar maquinaria informática o alineaciones de fútbol. Así, no extrañan las muchas veces que los compañeros de facultad caíamos en el escepticismo cuando nos empezaban a hablar de arquitecturas parlantes, de motivos con segundas intenciones, de influencias rebuscadas o de líneas compositivas tan rígidas y exactas como invisibles. Pero sin ser una docencia infalible, finalmente no sólo vinieron a revelarse las líneas ocultas, sino también los fundamentos de un enfoque que parte de considerar al artista un ser pensante y perseguidor de la excelencia.
Aún así, dista de ser un enfoque universal: todavía hay quienes defienden una especie de inocencia o neutralidad de los objetos, como si fuesen conformados por el puro azar o por nada más que las leyes de la física. Desde esta perspectiva, no queda nada del hombre en los objetos que toca: carecen de sentido y todo lo que se puede decir a partir de ellos es vacua exhibición sin fundamento: cualquier estilo adopta ante la vista la gratuidad de la moda de la temporada, pues su forma podría ser cualquier otra y el lugar que ocupa se debe a que alguien se lo ha dejado ahí. Un síntoma que demuestra a la perfección esta actitud lo encontré el otro día, después de unos años teniéndolo ante la vista en la casa de mis padres, quienes al igual que yo nunca han gozado de una especial sensibilidad para la decoración ni han puesto apenas celo en las cuestiones de imagen. Se trata de una composición de objetos distribuidos simétricamente y que cuelga de una de las paredes del salón, a modo de escudo heráldico: 1) en el centro una foto de mi madre, con mi hermano y yo de pequeños, que en realidad corresponde a una fotocopia en blanco y negro de pésima calidad, hecha con impresora casera sobre papel corriente, de una fotografía en color que se conserva en otra parte; 2) en los flancos y levemente más abajo sendas fotografías enmarcadas de mi hermano y mía, algo más crecidos, en color y sobre papel fotográfico normal, dos piezas que estaban pensadas en un principio para ser las únicas ocupantes de la pared; 3) justo bajo el elemento central un medallón cerámico que representa el Vytis, el caballero blanco símbolo nacional de Lituania, rodeado por doce estrellas y por la leyenda "Lietuva"; 4) en la parte inferior, a modo de cinta o cartela, una pequeña bufanda otra vez con el lema "Lietuva", que como la pieza anterior recuerda la estancia erasmus de mi hermano en el país báltico; y 5) coronando todo el conjunto, un machete curvo y puntiagudo, a modo de cimitarra, con empuñadura y vaina de madera, supuesto regalo que a mi abuelo le hizo un soldado marroquí durante la guerra.
Pretender que semejante capricho contiene algún mensaje coherente acerca de mi familia es una pérdida de tiempo. En realidad, parece un objeto concebido para demostrar todo lo contrario: que no hay nada que decir, que cualquier comentario se va del tema y es pura especulación. Al primer golpe de vista, puede parecer un pequeño retablo donde se guarda la memoria de una familia de campesinos lituanos, salidos adelante en la emigración a golpe de machete. Pero al poco se revela como la viva demostración de que los objetos pueden conformarse a golpe de arrebato, sin ton ni son, al margen de toda meditación. La cuestión va mucho más allá de ser un problema de ingenuidad o de creatividad naif: es que hay lugares donde la opinión crítica está de sobra y hay objetos tan ruines que todo lo que se diga de ellos parece petulante verborrea.
Es decir, la gratuidad en el trabajo del artista no suele jugar a favor de su reconocimiento, porque el público, y especialmente los sectores académicos, son dados a proyectar en aquello que les gusta mensajes con sentido. Al verdadero artista se le presupone de algún modo una reflexión honesta y concienzuda, un grado de perfeccionismo, exactitud, esmero y, en definitiva, una voluntad de significar incompatible con el gesto arbitrario, fortuito y vacío. Así, es comprensible que la historia y la crítica del arte estén cargadas de referencias a normativas, de búsquedas de justificaciones intelectuales, de especulaciones sobre intenciones y hasta de alusiones a códigos secretos. Consecuencia de todo esto es su obsesiva preocupación por el detalle y por la minucia, cuyo análisis queda totalmente justificado al entenderse de la plena intencionalidad del artista y, por lo tanto, parte indispensable del conjunto de la obra. Desde luego, este descenso al detalle no es un proceder natural de la audiencia, pero es una habilidad que se empieza a desarrollar cuando surge la atracción por el objeto, al igual que se aprende gradualmente a escudriñar maquinaria informática o alineaciones de fútbol. Así, no extrañan las muchas veces que los compañeros de facultad caíamos en el escepticismo cuando nos empezaban a hablar de arquitecturas parlantes, de motivos con segundas intenciones, de influencias rebuscadas o de líneas compositivas tan rígidas y exactas como invisibles. Pero sin ser una docencia infalible, finalmente no sólo vinieron a revelarse las líneas ocultas, sino también los fundamentos de un enfoque que parte de considerar al artista un ser pensante y perseguidor de la excelencia.
Aún así, dista de ser un enfoque universal: todavía hay quienes defienden una especie de inocencia o neutralidad de los objetos, como si fuesen conformados por el puro azar o por nada más que las leyes de la física. Desde esta perspectiva, no queda nada del hombre en los objetos que toca: carecen de sentido y todo lo que se puede decir a partir de ellos es vacua exhibición sin fundamento: cualquier estilo adopta ante la vista la gratuidad de la moda de la temporada, pues su forma podría ser cualquier otra y el lugar que ocupa se debe a que alguien se lo ha dejado ahí. Un síntoma que demuestra a la perfección esta actitud lo encontré el otro día, después de unos años teniéndolo ante la vista en la casa de mis padres, quienes al igual que yo nunca han gozado de una especial sensibilidad para la decoración ni han puesto apenas celo en las cuestiones de imagen. Se trata de una composición de objetos distribuidos simétricamente y que cuelga de una de las paredes del salón, a modo de escudo heráldico: 1) en el centro una foto de mi madre, con mi hermano y yo de pequeños, que en realidad corresponde a una fotocopia en blanco y negro de pésima calidad, hecha con impresora casera sobre papel corriente, de una fotografía en color que se conserva en otra parte; 2) en los flancos y levemente más abajo sendas fotografías enmarcadas de mi hermano y mía, algo más crecidos, en color y sobre papel fotográfico normal, dos piezas que estaban pensadas en un principio para ser las únicas ocupantes de la pared; 3) justo bajo el elemento central un medallón cerámico que representa el Vytis, el caballero blanco símbolo nacional de Lituania, rodeado por doce estrellas y por la leyenda "Lietuva"; 4) en la parte inferior, a modo de cinta o cartela, una pequeña bufanda otra vez con el lema "Lietuva", que como la pieza anterior recuerda la estancia erasmus de mi hermano en el país báltico; y 5) coronando todo el conjunto, un machete curvo y puntiagudo, a modo de cimitarra, con empuñadura y vaina de madera, supuesto regalo que a mi abuelo le hizo un soldado marroquí durante la guerra.
Pretender que semejante capricho contiene algún mensaje coherente acerca de mi familia es una pérdida de tiempo. En realidad, parece un objeto concebido para demostrar todo lo contrario: que no hay nada que decir, que cualquier comentario se va del tema y es pura especulación. Al primer golpe de vista, puede parecer un pequeño retablo donde se guarda la memoria de una familia de campesinos lituanos, salidos adelante en la emigración a golpe de machete. Pero al poco se revela como la viva demostración de que los objetos pueden conformarse a golpe de arrebato, sin ton ni son, al margen de toda meditación. La cuestión va mucho más allá de ser un problema de ingenuidad o de creatividad naif: es que hay lugares donde la opinión crítica está de sobra y hay objetos tan ruines que todo lo que se diga de ellos parece petulante verborrea.
Johan Christian Claussen Dahl, Estudio de nubes (ca. 1825) |
3 comentarios:
Hola Juan,soy Mar hacía siglos que no leía tu blog,como siempre me dejas sin palabras.Cómo va todo?saludos
Hola Mar, qué sorpresa! Todo bien por aquí, ¿y tú? ¿Sigues por Girona? Te busqué por FB pero no te encuentro; escríbeme si quieres al correo. Besos
De acuerdo ahora te envío un mail a la cuenta q veo aquí
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