Me ha parecido tener siempre un buen sentido de la orientación y una relativa facilidad para la comprensión del espacio y su representación, como por ejemplo para leer planos o para realizarlos espontáneamente y con razonable fidelidad. De pequeño quería ser arquitecto, y acostumbraba a usar los pósters para dibujar por su parte de atrás el plano de inmensas ciudades imaginarias. Aunque no llegué a tanto, hoy me dedico mal que bien a estudiar lo que producen los arquitectos, y en esto, por muy fantasioso que sea uno, se exige un planteamiento diáfano y objetivo.
Pero, desde que la conocí, aquella casa encerraba para mí misterios estructurales, rarezas, incongruencias que aún hoy mantengo sin despejar. Todo nacía de que aquélla no era la obra de un arquitecto, sino un amasijo orgánico e intuitivo de aditamentos de épocas distintas, revelados con toda franqueza al exterior en tres tramos desiguales de pared. Por lo tanto, siempre se me resistía a aplicarle la lógica de los edificios de viviendas que conocía en la ciudad, particularmente en lo que se refiere a la modulación y compartimentación del espacio.
En el muro oriental de la casa, en el segmento de pared con mejores sillares y a la altura de la planta alta, había un ventanuco estrecho y alargado, inaccesible desde fuera, pero también desde dentro. Mi padre, en su línea de explicaciones peliculeras, nos dijo que era una ventana desde la que, en otros tiempos, los habitantes de la casa disparaban flechas a los enemigos. Sin embargo, es evidente que aquel hueco nunca tuvo un carácter defensivo, por más que se pareciese a una típica saetera de las fortalezas, y por más que fuese –como fue sin ninguna duda– modelo para mis dibujos de castillos medievales, siempre tan atentos al efecto de abocinado. No era defensiva porque estaba en una casa de labranza, y además no era ni mucho menos la única de la comarca.
Pero esta función ya se me aclaró pronto cuando escuché a uno de los habitantes de la casa referirse a aquel lugar como “la despensa vieja”. Era fácil de comprender que aquella ventana había servido de respiradero para una despensa alta, en la planta de vivienda, antes de perder la función por el traslado de la despensa a la planta baja. Lo que no comprendía era por qué aquella habitación había quedado tapiada e inutilizada detrás de una fila de armarios, y por qué ningún adulto quería hablar sobre ella y mucho menos mostrarla. Seguro que tenía una explicación simple y prosaica, pero no se molestaron en dármela, seguramente porque ellos no le daban importancia o no comprendían mi curiosidad, y contentármela les suponía un esfuerzo improductivo.
Así que aquella estancia permaneció allí sellada durante muchos años mientras se desarrollaba la vida en el resto de la casa, al modo de las inaccesibles cámaras supraabsidales de algunas iglesias prerrománicas, quizá morada de ermitaños. Yo quería ver una puerta, un vestigio de alguna entrada, pero a mí me los referían de maneras vagas y abstrusas, o me los señalaban en zonas imposibles, como en el desván, o por encima de la cocina, o incluso a través de un armario. Por mi parte, busqué sin éxito alrededor del supuesto perímetro de la habitación, hasta el punto de que llegó a parecerme que estaba tan achicada entre el medianil y la habitación contigua que no había espacio para ella, ¡que realmente no existía!
Al final, tuve que conformarme con contemplar muchas veces desde fuera aquella aspillera y con buscar en la oscuridad de su hueco el camino de entrada. Hasta que un día me pareció que unos ojos cenicientos, felinos y chispeantes emergían de la negrura. Aquella extraña alucinación infantil me hizo salir corriendo, y nunca volvió a repetirse, pero fue suficiente para hacerme comprender que quienes allí moraban no querían intrusos; querían llevarse los secretos a la tumba.
Foto: la aspillera, tal como se veía en 2009.
30 de abril de 2011
La aspillera
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