El buen ánimo proviene de la gestión fluida de los tiempos de la vida, es decir, de una fina adecuación entre el reloj mental y los ritmos de las cosas alrededor. Dormirse, ir con retardo, chocarse de frente con la hora real sin saber qué narices se ha estado haciendo durante días enteros es un síntoma evidente de falta de salud. Quedarse mentalmente anclado en una acción impide responder con lucidez y proporción a las necesidades presentes; toda respuesta es lenta, retardada, terriblemente esforzada, y el mundo alrededor se aparece vertiginoso, ininteligible, como si a uno lo pusiesen de repente a tocar en medio de una orquesta sin remota idea de lo que se está interpretando. El retardo, la falta de eficiencia, el desajuste con los tiempos normales de las cosas (el sol, la ciudad, el tráfico, las plantas) sólo puede entenderse como una disfunción de los mecanismos naturales.
Así, en las pocas ocasiones en que uno atina a subirse al tren en hora, se produce un mágico reenganche con el mundo. Se trata de una cuestión estrictamente musical que permite recobrar el aliento, retomar el pulso de la vida, ponerse al día y disfrutar larga y separadamente de cada segundo. En ese momento se desata un estremecimiento eufórico que, con forma de globo de hidrógeno, sube desde el pecho hacia la boca. Es una oportunidad que no debe perderse lanzándose a la ola precipitadamente: hay que mimar el delicado ascenso del globo para que nuestro reloj, loco y sin pauta, no se descuelgue; o acaso, ya que es un remolque muy grande y muy pesado, no se lance inercialmente hacia delante atropellándolo todo, como un caballo que se asoma a la cabeza de la carrera pero que se descalabra antes de terminarla. Entonces, cuando el globo se encuentre en un sitio muy céntrico del pecho, hay que irlo apretando lentamente para que, como una esponja que se escurre, su energía se vaya infiltrando en la sangre del cuerpo, adecuando sus efectos al momento y prolongándolos en el tiempo.
El ritmo del alma viene dado, cambia como el aire y no puede manipularse con argumentos de razón que, como este post, no pasan de ser una simple representación del problema. Aún así, recordar que tenemos tiempo, que no somos independientes de las cosas ahí fuera sino que somos las cosas mismas, demuestra que, aunque podamos establecer un sistema contrario al mundo, no puede funcionar. Mientras haya un resquicio, lo mejor es intentar contagiarse del compás de las cosas cotidianas y tejer sobre él nuestra canción, así podremos seguir la película de corrido y sin necesidad de pausarla a cada poco, hasta ser quizá un día uno de esos ancianos que se recrean en mirar, como si acaso pudiesen entenderlo todo.
Quedarse atascado en la relación con el mundo es, en mi caso, consecuencia de un 'efecto embudo': cuando el canal no tiene la suficiente capacidad, las cosas se van quedando fuera haciendo cola, en estado de espera, y cuanta más cola hay, menor es la capacidad reactiva al medio y mayor la lista de obligaciones desatendidas. Dado que todo parte de un problema de ritmo, la música frecuentemente aligera ese peso, abre las puertas y ensancha el cauce del río para que entre mansamente el abismal acorde del mundo. Desde que todo se digiere en el acto, hay una buena oportunidad para prestar atención a las cosas alrededor, porque todas sus ondulaciones se aparecen entonces rítmicas, hermosas y llanamente comprensibles.
Foto: evacuación de Houston por el huracán Rita en 2005 [fuente].
17 de abril de 2011
El embudo
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