Al poco de llegar a nuestra nueva tierra, nos dimos cuenta de que las cosas no iban a ser tan sencillas como pintaban en un principio. En el proyecto las cosas se veían simples y fáciles de ejecutar. Montamos provisionalmente una gran tienda al pie de la roca, toda llena de cintas que ondeaban con la brisa de la tarde, y lenta e intuitivamente, sin aparejador ni canteros, comenzamos a levantar el muro oriental de la finca.
Al terminar, contemplamos satisfechos el trecho que habíamos levantado y nos fuimos a dormir. Pero a la mañana siguiente, nos encontramos con la obra extrañamente derribada y todas sus piedras esparcidas por el suelo como al principio. Un poco contrariados, volvimos a empezar fijándonos mejor en la colocación de cada mampuesto, como si desconfiásemos un poco de haberlos colocado mal la primera vez, de que nuestra mera intuición no fuese suficiente.
Al terminar, miramos aún más contentos que el día anterior el avance de la obra, y aún pensamos que haberla tenido que rehacer nos había permitido mejorarla. Pero a la mañana siguiente, nos encontramos con la misma escena que la anterior: todas las piedras desmoronadas y esparcidas por el suelo, como si un elefante se hubiese estrellado contra el muro mientras el mortero aún estaba fresco. Desconcertados, nos asomamos afuera y miramos alrededor, a lo ancho de aquel erial que dormía en la orilla del Lete, y sólo encontramos una pobre casita de tejas viejas, tendida sin abrigo en la desolada llanura. Resignados, comenzamos otra vez el trabajo, con la esperanza de que esta vez las cosas sucediesen sin inconvenientes.
Cuando por tercera vez vimos terminado un trecho de la cerca, nos sentimos aún más orgullosos que la vez anterior, pues la práctica nos había ayudado a afinar la colocación de las piedras y a mejorar nuestras habilidades para proseguir la obra. Pero a la mañana siguiente, después del necesario descanso, volvimos a encontrarnos con la cerca derruida, vencida por una misteriosa fuerza mientras el cemento aún se encontraba fraguando. Bastante disgustados, nos asomamos otra vez a la llanura para encontrar alguna pista. Y nos encontramos a una lugareña que parecía venir a nuestro encuentro: traía la advertencia de que el habitante de la casita de teja, un anciano de malas pulgas, estaba haciendo aquello porque le molestaba nuestro muro.
En aquella ocasión reconstruimos la cerca a toda prisa, sin muchos miramientos, poniendo los cascotes unos sobre otros de cualquier manera. Al caer la noche nos quedamos despiertos, agazapados a la luz de la luna tras unos arbustos, esperando que apareciese el supuesto responsable de los destrozos. Efectivamente apareció, con paso lento más por decrepitud que por sigilo, armado con un gran palo que le servía para palanquear las piedras por entre los huecos que dejaban. Una vez que echó abajo la cresta del muro, salimos de nuestro escondite y lo abordamos. Su rostro realmente se desencajó al vernos venir y pareció muerto de miedo.
Le preguntamos que por qué tiraba el muro. El viejo exclamó entonces que no era él, se sacó la gorra y la tiró al suelo, y saltó varias veces sobre ella mientras juraba repetidamente por Dios que él no había sido. Nosotros le dimos una paliza salvaje; después nos felicitamos por el avance de la obra y nos fuimos a dormir.
Foto: murallas de Constantinopla, en Estambul [fuente].
16 de maio de 2011
La cerca
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2 comentarios:
Somentes
intentaba conseguir
deixar na terra
algo de min que me sobrevivise
sabendo que deberia ter sabido
impedirme a min mesmo
descubrir que só fun un interludio
atroz entre dous muros de silencio
só puiden evitar vivindo á sombra
inocularlle para sempre a quen amaba
doses letais do amor que envelenaba
a súa alma cunha dor eterna
sustituíndo o desexo polo exilio
iniciei a viaxe sen retorno
deixándome levar sen resistencia
ó fondo dunha interna
aniquilación chea de nostalxia.
Agradézoche o poema. Sospeitaba que era Lois Pereiro. Que pases bo día das Letras Galegas:)
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