Decía uno de los habitantes de la casa que aquella antigua viña, cubierta entonces casi toda de verde pasto, bordeada por un ceniciento rincón de raquíticas cepas y cercada al fondo por el bosque, era un lugar idóneo para el aterrizaje de una escuadrilla. Solía decir esto en las tardes de domingo, mientras el sol se ponía por entre los árboles, contemplando desde lo alto del campo, con pose de terrateniente, las infinitas posibilidades de tanto espacio.
Parecía subir allí arriba por el mismo impulso que Amarillo, con el ansia de respirar el aire todo; y allí firme, los brazos caídos, la mirada perdida en el abismo, era capaz de ver un campo de aviación.
Para darle forma a su visión, después de cada experiencia construía una especie de molinillo de viento para el huerto. A estas tarabelas, destinadas en principio a espantar a los pájaros con su ruido de matraca y sus aspas de tabla, pronto las fue diseminando por la era para que presidiesen en formación el extenso prado. Y así podía descubrir cada domingo, en aquel coro vacilante y monótono, las silbantes hélices de un circo volante.
Foto: biplano cuatrimotor de Imperial Airways (1931) [fuente]
15 de marzo de 2011
El circo volante
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