[Viene de aquí] Otra alternativa contra la crisis es el ascetismo militante, también de largo recorrido histórico. Las crisis son épocas espirituales, de búsqueda de la austeridad y de desprecio de lo material o, dicho de otro modo, de la resentida moral del sacerdote, ansioso del Apocalipsis. De nuevo es en el siglo IV cuando parece ponerse de moda el eremitismo en el desierto, y desde entonces, bien en soledad o formando cenobios, el cristianismo expresa muchas veces su rechazo del mundo, entendido éste como su experiencia sensible, concreta y puramente circunstancial. Versión comunitaria, menos radical que la de los primeros anacoretas cristianos, es la del monacato, que cede a la organización en sociedad para la obtención de una serie de mejoras materiales, como la legitimación por el grupo o el amparo de una respetable arquitectura.
Pero la vida en sociedad del monje pronto suele infundirse de las ansias mundanas, y constantemente aparecen en las órdenes movimientos reformistas que, a la vista de las galas apañadas por los religiosos viejos, fundan nuevas congregaciones o refundan las viejas en la observancia. Hoy, no obstante, no deben de quedar muchas ganas de reformar nada por si acaso se finiquita lo poco que queda. Con el triste y aburrido futuro que promete la vida de monje, no parece excesivamente frívolo solucionar los problemas de subsistencia a través del ora et labora benedictino.
Más frívolo es decir a veces, en un acto de debilidad, que mejor se estaría en la cárcel, que quizá hacer una gamberrada no cueste tanto y que bien vale la pena por entrar en el trullo, un lugar donde están garantizados alojamiento y manutención y donde las obligaciones son más bien pocas. Lo que pasa es que, según dicen, tiene la terrible desventaja de que sólo se sobrevive haciendo amigos, sea para disuadir a las fieras o para recibir trato de favor, lo mismito que allá fuera. Aunque hay que valorar positivamente la rutinización de la vida y, por lo que se dice, el confort de las instalaciones, resulta una falla la ausencia de jardines, que hace que no haya color con los claustros de la vida monástica.
Cualquiera de estas salidas puede ser dolorosa, pero la peor de todas es el vagabundeo, la pérdida de toda suerte de hogar, una experiencia que da como resultado extremo un ser tan ascético como el monje: aquel que milita en su indigencia con la sensación de que ya nada en el mundo puede lastimarlo, pues como mucho existen el hambre, el frío, el aplastamiento y al cabo la muerte, cosa que todo lo neutraliza. Las penalidades de la indigencia son hoy típicas del mundo urbano; pero allá fuera, lejos de los cajeros automáticos, existe toda una historia de individuos errantes todavía fresca.
El vagabundeo rural, en la breve forma en que lo conocí y lo puedo recordar, tenía por protagonistas a ancianos autóctonos, todos ellos con ciertas taras reales o atribuidas, como si fuesen herederos de aquellos ciegos que describía Castelao. Uno de ellos era Pepe do Rego, que se aparecía periódicamente con su oscura silueta, siempre empapado en vino, subiendo por el campo de la antigua viña. Traía un paraguas con una empuñadura de madera finamente tallada y, mientras se sentaba un rato en la era, lo dejaba clavado verticalmente a su lado. Más vagabundo que mendigo, solía darnos a mi hermano y a mí una peseta cuando nos veía. Pepe apareció muerto un día desbarrancado en un regato, dicen que por tanto beber, acogiéndose así al más típico final de los perdedores rústicos. Otro personaje, que en este caso no conocí, fue Severino de Agurdión, un tartamudo del que mi abuela contaba que se paseaba por las aldeas a menudo con la misma petición: "se me dera... se me dera... se me dera... unha chocolateira vella sen cú, que non vertera, para beber auga das fontes...".
Sea en la forma que sea, el único retiro bueno, liberador, es el que viene por convicción y voluntad propias, y no por el ariete de la policía. Renunciar a subirse al tren y escoger vivir en un barril con lo imprescindible: eso es tener, según los más extrovertidos, la graciosa enfermedad del ermitaño.
Imagen: Castelao, Cego da romería (1913)
28 de febreiro de 2011
El modelo del caracol (2/2)
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3 comentarios:
Querido Juan David,
te has recluido y has desaparecido de los mundos de las redes sociales. Intenté dejarte algo en el muro, pero no es posible, y veo que tu actividad facebookiana ha disminuido de forma considerable.
Espero que estés bien y que te alimentes, que te tapes cuando haga frío y que no andes con malas compañías.
Quiero noticias tuyas y de tus doctorados, así como de tus andainas y vicisitudes sentimentales, si es que acaso hay alguna novedad reseñable.
Un abrazo muy fuerte desde el otro lado del charco ;)
Hola Pablo! Estoy bien, no te preocupes; sólo que estoy pasando por una época un poco estresante y he tenido que sacrificar algunas cosas, pero confío en que no dure mucho. De todas formas, las cosas van sin queja en esos campos que me dices;) Me alegro de saber de ti, a ver si pronto hay oportunidad de que nos veamos en persona. Espero que todo te esté yendo muy bien y que aproveches al máximo lo que te queda. Un abrazo:)
Me alegro mucho. Alguna vez el tuerto tenía que concentrarse en otros para dejar de mirarnos siempre a los mismos.
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