Casi como broma, llevaba un tiempo recopilando ideas para hacer frente a la crisis económica; no realistas ni de espíritu emprendedor, sino enfocadas a publicar una entrada, y por lo tanto acordes con la actitud retraída de este blog. Hace poco ha dejado de parecerme una broma cuando, al bajar a pasear junto al río, me he encontrado a un señor de unos cuarenta años, quizá ecuatoriano, cazadora de cuero, vaqueros y zapatos de suela. Este señor, armado con una serie de precarias cañitas de madera, venía de pesca lo mismo que esos otros que se calzan botas hasta la cintura y van con el chaleco, y tal era su convicción que no parecía que lo hiciese por primera vez.
Obviamente, yo no tengo ninguna recomendación seria contra una crisis que no entiendo, porque es cuestión de dineros, una cosa que aspira a mediatizar nuestro acceso a todo lo que existe en el mundo, como fervientemente se afanan en conseguir los profesionales de las finanzas desde hace muchos siglos. Pero no hay que ser economista para entender que, pese al dinero, la vida sigue ahí delante, ajena a toda crisis, y sigue siendo la misma de siempre; fuera de las miserias de la civilización, la naturaleza sigue ahí fuera, con intacto potencial, y ante sus mejores monumentos se aparece el dinero como una parte pequeña y estúpida del paisaje. Hay objetivos simples y obvios para los que resulta difícil entender que medie forzosamente el dinero, como por ejemplo la supervivencia, y parece increíble que nuestras ataduras sean tan fuertes como para impedirnos hacerlo llegado el momento.
Sin ánimo de tomar a broma el sufrimiento de nadie, y recordando que son muchos en el mundo los que viven desesperados en la indigencia, sólo quiero repasar con el ansia de un fugitivo algunas maneras más o menos históricas de resetear:
Una forma común de replegarse es abandonar la ruidosa urbe para buscar oxígeno en el mundo exterior, comúnmente expresado como "irse a cuidar cabras al monte". Por lo menos una vez en la historia se produjo un masivo abandono de la ciudad en respuesta a una situación económica catastrófica: durante el lento y penoso colapso del Imperio Romano. Por entonces, la vuelta al campo debió de verse como un mal menor, la mejor oportunidad de sobrevivir frente a unas ciudades paralizadas comercialmente, decadentes y ominosas. Hoy tampoco falta quien presume de no notar la crisis por vivir en la aldea, "porque no campo, se traballas, non pasas fame"; sin embargo, otros se quejan de las generaciones que ha costado salir de la tierra, como para tener que volver, apenas construido en Galicia un modesto sistema urbano, ¡promesa de progreso!
Para el burgués ingenuo que no conoce la verdadera vida del campo, pero que no obstante lo valora románticamente, la ruralización tiene una ventaja aparente: el campo es tan grande que uno puede vivir libre de sumisiones a otras personas, de ataduras políticas, como en una especie de Arcadia mítica. La realidad es que el campo está parcelado y repartido, y sólo podría habitarse libremente -por ejemplo, sin la vigilancia del Seprona- en caso de que el Estado se debilitase hasta tal punto de no poder ejercer el poder sobre su dominio, en cuyo caso, no obstante, aparecerían otros poderes de sustitución, como gánsters y señores feudales, del modo en que aparecieron en la Edad Media o en las tierras colonizadas del Salvaje Oeste americano. Por otro lado, es improbable que algún día se inicie la colonización de otro planeta sin que previamente se lo hayan repartido los imperios establecidos, o, en su defecto, sin que el listo de turno, aprovechando que se ha labrado una tropa de esbirros, establezca una ley conveniente a sus intereses.
Al margen de estas trabas, la vida del campo implica un trabajo duro pero por lo general suficiente para la subsistencia. La mayoría de las hambres del campo tienen su origen en la apropiación de las cosechas por entidades ajenas a su trabajo, a través de rapiñas o de las diversas formas de saqueo que legaliza el poder de turno. Es cierto que el hombre tiende a ampliar sus lujos y comodidades, pero en situaciones difíciles, como la del Bajo Imperio, el campo parece ser garantía de unos mínimos. En este sentido pensaba John Seymour, autor en 1978 de El horticultor autosuficiente, donde además de recoger muchos de los conocimientos de nuestros abuelos sobre los ciclos agrícolas -que quizá no convenga olvidar-, pone de manifiesto una ideología de repliegue que siempre se fortalece en las épocas de incertidumbre y carestía. Una de las corrientes más populares de este tipo en la actualidad es la que se denomina decrecimiento, una filosofía que muchos consideran escandalosa porque aboga por la detención absoluta del crecimiento económico -históricamente entendido como progreso- y aún la vuelta unos cuantos años atrás, y porque alberga en su seno la defensa de una "vida sencilla", en abierta contradicción con la esencia de nuestro sistema. El concepto de este movimiento está simbolizado por el caracol, un animal cuya concha desarrolla siempre las espirales justas, pues tan sólo una más la volvería disfuncional. [continúa]
14 de febreiro de 2011
El modelo del caracol (1/2)
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