La belleza es un bien escaso. No porque esté ausente del mundo, sino porque se esconde bien, y a menudo se encuentra enmascarada, inaccesible. Muchas veces, por ello, se la ha comparado con Dios. Porque reside en todo, según dicen, pero no se muestra a simple vista. Y antes que a la realidad externa, pertenece a la misma médula de la conciencia.
Es un ritmo escondido en la anodina lógica del acontecer cotidiano, un incógnito que se escapa a la razón, y que sin embargo nos atrae, nos cautiva con una fuerza irresistible, y nos hace perder el pudor y saltar las lágrimas. Por eso, los encuentros con ella deben permanecer en secreto. Es una idea extendida que la belleza es amante de iluminados y sectarios; un bien abstracto, consuelo de amanerados sensibloides que se relamen de poseer bienes imaginarios. Pero yo supongo que todos nos topamos con ella alguna vez.
A mí me pasó esta tarde. Cuando llegué a casa, decidí seguir con el trabajo de digitalizar los videos antiguos de la videocámara. Así que puse en el VHS una cinta del carnaval de 1991, que grabó mi padre en la fiesta que se hacía en el patio del colegio, y a la que asistían los alumnos y su familia. Al mismo tiempo puse música, Dustin O’Halloran, un pianista conocido por su Preludio nº2, que suena actualmente en el anuncio del Audi A5. Quizá no ofrezca nada este compositor para la opinión académica; yo creo que muchas de sus piezas para piano ofrecen un tono sentimental un poco artificioso, inclinado a recetas de audición fácil. Pero esto ahora es lo de menos.
El caso es que, como aquel día en que iba en el bus, me encontré de sopetón con que el tiempo se paraba, y afloraba, por llamarlo así, el ritmo oculto de la vida y la muerte. Cuando vi circular aquellas imágenes por la pantalla, en el silencio del modo de previsualización, pero acompañadas por el Opus 22 de O’Halloran, me di cuenta de que no distaban mucho de lo que hoy nos parecen aquellos documentales de los hermanos Lumière. Precisamente este uso deliberado de la imagen como fósil está presente en muchas películas (se me ocurren los créditos iniciales de GoodBye Lenin!).
En el viejo vídeo, el mundo estaba igual de mudo, también rimado por las desangeladas notas de un piano. Poblado por gente extraña, llena de vida, que se movía en un frenesí inercial, impersonal, de hormiguero. Subyacía un aire de danza macabra en aquella película, un aire funerario y fantasmagórico, aire de la extraña dimensión de lo pasado, de lo que ya no pertenece a la realidad, y que queda confinado a un estado de momia, espectral. No era aquél un lugar esperanzador, pero lo encontré hermoso, y lo recorrí en el silencio recogido, sobrecogido, de quien pasea entre las tumbas de un cementerio.
Así que, por suerte, parece que la belleza no requiere de grandes escenografías; está hecha de cosas pequeñas, y puede darse con ella de improviso, al doblar una esquina. Uno puede verse con ella a escondidas, amarla en secreto, tocarla por debajo de la mesa mientras nadie se percata. También uno puede cometer el error de contarlo.
Imagen: fotograma de La salida de los obreros de los talleres Lumière (1895), Louis Lumière
19 de xullo de 2007
De la belleza (I)
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6 comentarios:
Que sentimental te pos! Eu concordo coa idea que das sobre o feito de que a beleza está agochada e que cada un pode atopala por si mesmo en calquera recuncho.
Ainda falamos onte da bolsa de plástico de American Beauty... O asunto préstase a bromas, pero en concepto anda bastante preto do que quero dicir nesta entrada.
Me quedo con el último párrafo, las cosas más bellas, las pequeñas cosas...
Con algo semellante escríbese a felicidade, ¿non?
¿Dónde está mi subtítulo?
Andamos de pruebas, Perzival. Ahora mismo lo arreglo.
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