Las dos últimas películas que ha dirigido Clint Eastwood, Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima, recrean el sofisticado aparato de mentiras que necesitan los Estados para poder sostener una guerra, de lo que conocemos incontables ejemplos. La victoria física sobre otro es sólo eso, y no un correlato de verdad o justicia alguna; no obstante, la renuncia a la defensa física sigue resultando ridícula a ojos de muchos, como propia de cobardes y achicados.
La violencia se ha demostrado tantas veces como fuente de beneficio, que pocos son los que renuncian a medrar por medio del aplastamiento. Y mientras se siga aceptando como método de implantar una verdad, mientras haya quien la justifique contra otros o contra sus privilegios, habrá quien no renuncie a la guerra, y le llamará legítima defensa.
No hay victoria limpia, en ningún caso. El mínimo grado de violencia requiere siempre una parte proporcional de infamia. Por desgracia, si queremos vivir, parecemos obligados a ella, pues quien pretende defenderse de una agresión inmediata con la sola ayuda de buenas palabras puede acabar aniquilado, y entonces no hay otra verdad que valga.
Ganar una guerra es el aplastamiento del rival. Pero para ello hay que movilizar a miles de personas a favor de una determinada causa. Por eso, ganar una guerra es también el éxito de todo un conjunto de estrategias persuasivas o, cuando menos, coactivas. Lo que las dos películas de Eastwood consiguen es ponerlas en evidencia, llevarlas al extremo del ridículo, subrayar la falsedad que subliminalmente aflora en expresiones tan solemnes como las “banderas” o los “códigos de honor”.
Cartas desde Iwo Jima se plantea desde el principio como la lucha del deseo de vivir contra la implacable obligación de "vencer o morir". El terrible peso de lo socialmente aceptado contra el individualismo hereje. El balance resulta desolador: el suicidio, el honroso final pagano, se ejecuta en un ataque de terror, de forma completamente alocada, entre dudas y convulsiones. Como falta la convicción, sólo queda cerrar los ojos y no pensar. De fondo, quizá el recuerdo de los antiguos samuráis sirve de fundamento intelectual para un acto estratégicamente absurdo y condenado al ridículo histórico. Pero desde fuera la impresión es sencilla: es terrible suicidarse cuando no se quiere vivir, pero más aún lo es cuando se ama la vida.
No he visto el suicidio tan ridiculizado como en Cartas desde Iwo Jima. Los nazis, con todo, lo habían asumido como una decisión personal en El hundimiento. Por el contrario, en Mar adentro el suicidio adquiere un extremo de dignidad, en mi opinión, difícilmente superable por un kamikaze desquiciado.
El hecho es que la propaganda o los códigos de hombría suelen sumirnos en una espiral de silencio donde la mínima expresión individualista, el mínimo cuestionamiento de lo que “tenemos que hacer”, nos hace desleales e indignos de nuestros compañeros. Ante semejante responsabilidad, muchos son los que prefieren acatar las órdenes sin pensar. Al menos así, creen, habrán colaborado con el bien común.
Imágenes: Arriba, fotografía original del alzamiento de la bandera estadounidense en Iwo Jima; abajo, fotografía de Cartas desde Iwo Jima, donde un soldado japonés insta a otro a que cumpla las órdenes de suicidarse.
11 de marzo de 2007
Espiral de silencio
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1 comentarios:
tra tante parole ho capito che dovrò vedermeli questi ultimi due film di clint eastwood...!!!
entonces tengo que ver estas dos pelì!!
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