«¡Memorable jornada! Desfallece el ancho parque bajo el ardiente ojo del sol, como la juventud bajo el imperio de Venus.
Ni un ruido que exprese el éxtasis universal de las cosas; hasta las agujas están como dormidas. Muy al contrario de las fiestas humanas; estamos ante una orgía silenciosa.
Se diría que una luz, siempre creciente, hace brillar cada vez más los objetos; que las flores, excitadas, arden el deseos de rivalizar con el azul del cielo en la energía de sus colores, y que el calor, haciendo visibles los perfumes, los empuja como humaredas hacia el astro.
Sin embargo, en medio de este júbilo universal, he observado a un ser afligido.
A los pies de una colosal Venus, uno de esos locos artificiales, uno de esos bufones voluntarios encargados de hacer reír a los reyes cuando el Remordimiento o el Hastío los apresa, envuelto en su atuendo deslumbrante y ridículo, tocada la cabeza con cuernos y campanillas, acurrucado contra el pedestal, alza los ojos cargados de lágrimas hacia la Diosa inmortal.
Y sus ojos dicen: "Soy el último y más solitario de los humanos, privado de amor y de amistad, y muy inferior en este punto al más imperfecto de los animales. Pese a ello yo también estoy hecho para comprender y sentir la Belleza inmortal. ¡Ah!, Diosa, tened piedad de mi tristeza y de mi desvarío".
Pero la Venus implacable sigue mirando no sé qué, a lo lejos, con sus ojos de mármol.»
El esplín de París, VII
Trad. de Francisco Torres Monreal
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