Algunas personas solemos sentirnos abrumadas por el ritmo normal de las cosas, y reclamamos nuestro tiempo diciendo: "no me apures, que a mí me lleva más; es que tú lo haces en una hora, pero a mí me lleva tres; es que prefiero hacerlo despacio, pero bien". Sin embargo, por más engorroso que nos resulte el factor tiempo, no vamos a vivir más que aquéllos que viven en hora, que aquéllos que tienen siempre el reloj de su mente ajustado con el de sus vísceras y que viven en perfecta armonía con el pulso del mundo real.
Que a nosotros el tiempo nos apabulle es algo que nuestro animal, nuestra envoltura orgánica, no conoce ni entiende. Sencillamente baste vernos a nosotros mismos en una grabación de vídeo, gesticulando estúpidamente, mirando aquí o allí, encarnando un personaje que nos es absolutamente ajeno, desconocido, que no hace ningún honor a lo que suponemos nos pasaba en ese momento por la cabeza.
Quizá por no habernos pasado horas suficientes amándonos ante el espejo, viéndonos desde fuera, el vínculo con nuestra representación ha quedado por lo general obsoleto, y ya apenas conocemos al que está ahí delante. Nuestro cuerpo pasa ante nosotros con la misma velocidad con que pasa el tráfico o el tiempo estipulado para un examen, del todo ajeno a nuestro particular ritmo cognitivo, y no va a compensarnos por nuestra falta de reflejos. Su compás es el de los ciclos naturales, independientes de que la mente tenga su propio calendario. La película corre siempre hacia delante, pensemos lo que pensemos, y se acaba cuando se acaba, por mucho que sintamos que acaba de arrancar.
Tras tomar conciencia de la situación, comprendemos que sólo un camino puede sacarnos del atasco: la radical determinación de marchar hacia delante, redoblando como el segundero, impasibles a cualquier cosa que se interponga, a que las horas empleadas sean cinco o veinticinco. Se trata de dedicarnos a los objetivos mucho más tiempo de lo normal; de concentrarnos en el menor número de cosas posible mientras sacrificamos el resto; de entregar masivamente nuestros días a unas pocas tareas que otro normalmente resolvería en un par de horas sin necesidad de aislamiento. ¡Y aún le quedaría tiempo para todo lo demás!
Imagen: Salvador Dalí, La persistencia de la memoria (1931). Detalle.
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Facebook, del otro lado
En la orilla del Lete me he encontrado cómodo desde el principio, porque es un lugar urbanizado conforme a mis deseos, donde cada trazo está bajo mi control y no es el resultado inesperado de lo que para hoy ha decidido un conjunto de informáticos. En términos relativos, un blog tiene como soporte una infraestructura muy personalizable y flexible, que por ello puede mantenerse estable y en segundo plano, y permite que prevalezcan los contenidos siempre al gusto del autor. Casi como si partiese de una hoja en blanco, siento que aquí tiro las líneas a mi gusto, que puedo diseñar una ciudad entera desde sus calles y sus plazas hasta los más remotos rincones de sus buhardillas.
En Facebook las cosas son muy distintas para mí, pues cada vez que participo me invade una cierta angustia. Sin pretender profundizar en las razones personales de esta angustia, me llaman la atención varias características del servicio. Allí, los contenidos creados por el usuario –que son el combustible de una potente maquinaria publicitaria– ven su espacio reducido a pequeñas celdillas cuya estructuración y difusión están enteramente asignadas por el sistema. Por si fuera poco, esta asignación obedece a criterios dinámicos, por los cuales el escenario se redefine con frecuencia entorpeciendo la aclimatación del usuario. En este sentido, el conjunto de opciones personalizables que se ofrecen es cambiante y confuso, puesto que los administradores suelen reformarlo de manera unilateral. En Facebook no es fácil decir qué opciones tiene el usuario sobre su privacidad, porque nacen y se volatilizan a menudo en función de decisiones estratégicas en las que el usuario no toma parte, y que no siguen tanto un criterio funcional o de mejora de la experiencia, como el que aproximadamente usan los supermercados o las tiendas de ropa para revolver periódicamente sus artículos.
Pero claro, la mayoría de las diferencias entre Facebook y un blog –más concretamente éste– se deben a que son herramientas distintas para cosas distintas, por lo que no se anulan necesariamente. Tal y como está concebido, Facebook parece servir como un panóptico de todos nuestros contactos, algo que, dada su popularidad presente, prácticamente ha conseguido. Como ha sucedido con muchos estándares de la vida moderna, cada vez contamos a menos amigos indiferentes a la red social, y quedan descolgados a lo sumo los que militan en rechazarla. Por ello, Facebook nos permite verlos a todos, unificarlos en un único canal y establecer una comunicación fácil con cualquiera de ellos.
Facebook es una herramienta de comunicación, lo mismo que un blog. Ahora bien, define un tipo de comunicación muy distinto, del que me llaman particularmente la atención sus medios y sus objetivos. En primer lugar, me parece que la forma de interactuar en Facebook está demasiado predefinida, en la medida en que impone un rígido código a todos los usuarios. Por ejemplo, para su mejor aprovechamiento, hacen falta ciertas dosis de exhibicionismo que contentan al sistema: se reclama que nos presentemos con nuestra identidad real, y también se demanda que cuchicheemos en voz alta –lo suficiente como para que nos escuche todo el bar–, como cuando posteamos majaderías en muros ajenos, o exhibimos en público conversaciones que mejor habrían estado en privado. Podrá alegarse que cada uno llena sus casillas libremente, con el mensaje que quiere, y que cada uno es libre de leer lo que le interese. Pero el hecho es que Facebook dista de ser un folio en blanco: el mensaje está marcadamente modulado en función del contexto comunitario y las relaciones responden a una estructura determinada por los ingenieros del sistema, que se aparece como una espesa malla intermediaria.
La principal función de Facebook también está predeterminada: lista para ser asumida por los usuarios en el grado que gusten, pero difícil de cambiar por otra. ¿Y cuál es esta función? Promocionarse, publicitarse, exponerse, presentarse uno mismo públicamente ante el máximo número posible de personas, fabricarse una imagen de marca con la que reforzar las relaciones sociales. Tal que si estuviésemos en una fiesta de gala, el mejor aprovechamiento de Facebook tiene lugar cuando asumimos que nuestro caché estriba en nuestra imagen y en nuestros contactos. En el extremo opuesto está la decisión de quedarse en casa, la creencia de que las relaciones sociales son prescindibles porque siempre subyace en ellas una lucha de poder: el sutil empeño por controlar a los demás y por inducirlos a cumplir nuestros deseos. En este panóptico podemos reunir, catalogar y gestionar en un mismo espacio y tiempo el desparrame de personas con que hemos coincidido en la vida y coserlas a todas a través de una vasta roseta de puertas de enlace. Pero a cambio uno debe ponerse bien alto y visible.
Frente al aéreo torreón todo forrado de ventanales que supone la red social, este blog se configura en función del concepto de claustro, como jardín cerrado y replegado sobre sí mismo. El claustro mira hacia su ombligo, donde se ha fabricado una representación del universo, mientras brinda al verdadero mundo su hermética espalda de piedra.
Imagen: Proyecto de Panopticon, Jeremy Bentham (1791)
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