Na beira do Lete

... alampan os recordos todos, como brasas atizadas polo vento da morte.

23 de xaneiro de 2010

Conjuntivitis alérgica (II)

Las cosas que están a nuestro alrededor tienen la capacidad de agredirnos o de provocarnos placer. La forma en que lo hacen, sin embargo, no depende sólo de la cosa en sí, sino de la materia de la que estamos compuestos, que unas veces es más resistente y otras más sensible. La gravedad con que algo nos golpea depende muchas veces de la forma en que recibimos el impacto. Se puede caer de un segundo piso de muchas maneras, algunas seguras y otras mortales.

Una hilera de pinos se alza junto a la carretera, y sólo uno de ellos aparece abatido tras el temporal. El mismo accidente permite salir a uno por su propio pie, y al otro lo mata en el acto. Porque cada cuerpo es distinto, y posee distinta resistencia al medio, así como diferente capacidad de restaurar las heridas. El veneno de las serpientes parece configurado para agredir; pero las flores sólo dañan a algunos. ¿Cómo puede el polen de la primavera -el verdor del bosque y de la hierba, el aire tibio y oloroso que regenera la vida- provocar tantas molestias? ¿Cómo puede el organismo particular interpretar como una agresión a los ojos aquello que la vista ama?

También la parte psicológica funciona como un órgano de carne y sangre, y posee en cada caso una distinta capacidad de absorción de los impactos del medio. El dolor no tiene que ver con el intelecto, lo mismo al romperse una pierna que al sufrir un disgusto. Pese a su apariencia ordenada y lógica, los pensamientos con que se intenta combatir el dolor son sólo una consecuencia equivalente al pus infecto de las heridas. Un disgusto no puede neutralizarse mediante la reflexión porque no existen razones contra él; todo pensamiento que se le oponga es en realidad una excrecencia del dolor mismo.

Un disgusto es, más que el hecho que lo desencadena, una brecha o un moratón en la carne de la mente, y por eso se cura -si es que se cura- a través de la espera, exactamente igual que un catarro. Esta curación no depende del objeto con que se produjo la lesión, sino de las capacidades del sujeto lesionado, y sólo en función de ellas la espera será más o menos larga y penosa. Al esguinzado le es irrelevante haber caído sobre hierba o sobre hormigón, pues intelectualizar ese factor no va a rebajar la gravedad de su lesión; igualmente, intentar racionalizar los motivos de la tristeza suele ser inútil, pues no suele ceñirse literalmente a los hechos, y no atiende a razones intelectuales, sino fisiológicas.

La tristeza está hecha de carne y sangre, lo mismo que el amor, las cosquillas o la gripe, y sólo la suerte de una sutil primavera, de un viento favorable, puede resucitar de nuevo la savia en el organismo.


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4 de xaneiro de 2010

Gris

Gris era sobre todo un perro miedoso, un animal profundamente desconfiado y huidizo, que desde el día en que llegó, traído como todos en el maletero de un coche, rehuyó las caricias y el contacto con las personas. Nadie se lo tuvo en cuenta en aquella casa, pues al fin y al cabo todo lo que de un perro se pedía era que alertase de cualquiera que llegase al lugar.

La primera vez que vi a Gris, estaba metido en la casita del horno, agazapado con sus ojos negros entre cenizas viejas. Apenas me acerqué se revolvió aterrorizado, aullando, y se fue culebreando con su pequeño cuerpo por alguno de los agujeros de la pared. Recuerdo que fue decepcionante no encontrarme con un perro mimoso, con un juguete, como suponía que debían ser los perros, y más siendo cachorros.


Así que yo odié a aquel perro. No lo quería, porque no era un perro. Era un bicho huraño, estúpido, llorica. Mi padre sospechaba que era consecuencia del maltrato que debió de haber recibido en sus primeros días de vida, en las manos de tres hermanos expertos en dar de fumar a los sapos. Probablemente unos buenos petardazos lo habían dejado medio sordo, y explicarían el exagerado terror que le provocaba la pólvora de la feria. En todo caso, yo odiaba a aquel perro. Lo odiaba en parte por su terca memoria; por ser incapaz de digerir cualquier cosa que le hubiese sucedido, pese al paso de los días, de los meses, de los años.


Gris vivió en los últimos días de
Amarillo, y durante ese tiempo fue su sombra sigilosa, siempre temerosa, siempre varios metros por detrás. Cuando Amarillo escuchaba ladrar, allá en la aldea de Aguas, y subía a responder a lo alto de la viña, Gris lo observaba perplejo, celoso de su euforia y de su entusiasmo. Y cuando Amarillo se lanzaba corriendo al cenagoso abismo, Gris se daba la vuelta desalentado y desaparecía bajo algún matorral al que no llegaba el griterío de la guerra.

Gris murió mucho más tarde que Amarillo, en otro lugar, cuando ya no quedaba nadie. Murió de viejo, ciego, decrépito, lentamente consumido por el tiempo, mezclado con las cenizas viejas.


Imagen: Castelao, Perro acostado (1916-36)