Echo de menos aquel espíritu que había adoptado de niño sin darme cuenta, un carácter que parecía inherente a mi existencia, y que además se me antojaba el único posible. Me otorgaba la capacidad de escapar de los problemas a través de la pérdida del contacto visual con ellos, es decir, no sólo mediante mi desplazamiento en el espacio, sino también, y como suele decirse en inglés, mediante el "enterrar la cabeza en la arena".
Cuando me asediaba algún tipo de temor o pena, solía resultarme suficiente apartarme a otro sitio, cambiar el aspecto del paisaje alrededor, mirar para otro lado. De la escuela a casa, los problemas nunca venían conmigo, se disipaban y se quedaban por el camino, porque un lugar y otro eran compartimentos estancos entre los cuales no era concebible forma alguna de contaminación. Y en los momentos de mayor angustia, el recuerdo de un lugar distante me parecía una isla sobre la que no tenían poder alguno las amenazas del presente.
Recuerdo vivamente la sensación de esconderme bajo la mesa camilla del salón, y permanecer entre sus faldas callado durante horas, sentado en el bastidor, convencido de que el mundo no sabía que yo estaba allí, de que nada podía atraparme cuando estaba bajo mi mesa. No había sensación más intensa y reconfortante, no había punzada tan placentera; porque aquella sensación, por subjetiva que fuese, me hacía invulnerable. El escondite, antes que un lugar, fue un sentimiento.
Se dice que el sentimiento es cosa particular, de uno solo; que resulta de una alineación casi astrológica de fluidos, vagos y volubles; que no hay forma de objetivarlo ni de medirlo, y que por ello no sirve para conocer el mundo en un sentido científico. Pero el sentimiento lo es todo para quien lo experimenta, porque se presenta a la inteligencia individual como un hecho sólido y objetivo; de hecho, mientras dura, es todo lo que existe en el mundo. Por eso, mientras dura, es lo mismo sentirse invulnerable que serlo realmente.
Me parece fácilmente comprensible que pudiese llegar a desarrollar aquella fantasía mientras aún era pequeño, pues todavía estaba aprendiendo cómo funcionaba el mundo, y nada me hacía sospechar que las cosas pudiesen seguir existiendo cuando yo no las veía. Hasta ese momento, el mundo no tenía una existencia independiente de mi capacidad de visualizarlo, porque parecía suspenderse cada vez que cerraba los ojos. Me resultaba muy difícil salirme de la lógica de lo inmediato, de lo que estaba ante mis narices, porque mi experiencia aún era insuficiente. Así, concebía el espacio de forma estanca, no fluída; cada lugar constituía una ínsula impermeable donde la vida se desarrollaba como en una burbuja.
Pero los sentimientos, como vienen, se van. Las razones parecen tan sutiles que cuesta no atribuírselas al capricho de algún fluído corporal, en vez de a los hechos de ahí fuera. Mi antigua fantasía fue colonizada poco a poco por una nueva vegetación que dio lugar, al final, a una dinámica cerebral opuesta. Nació entonces, por primera vez, la nostalgia de los lugares que recorrí de niño. Lugares que recuerdo como paisajes y objetos físicos, pero que con toda seguridad fueron una simple coyuntura atmosférica del cerebro, propia de unas condiciones químicas y hormonales irrepetibles. (sigue)
Imagen: Donjon de Houdan, torreón del siglo XII en la región de París.
8 de novembro de 2009
La fortaleza (1/2)
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Cuando era pequeña, solía rodear la mesa de duro roble que ocupaba el lugar central del salón de mi bisabuela. Un día, en un exceso de locura, no habiendo calculado bien la distancia ni la intensidad, estrellé mis incisivos superiores contra una de las puntiagudas esquinas.
Lloré. Durante semanas no volví a acercarme a aquella mesa para jugar a su alrededor. La observaba y volvía a mi mente el dolor que me había proferido aquel golpe, el sabor de la sangre.
Pero no sé en que instante (cosas de niños) decidí que volvería a jugar alrededor de aquella mesa y descubrí nuevas posibilidades. El desenfreno que había provocado aquella indeseada situación dio paso a una actitud de descubirmiento, de exploración de nuevas posibilidades, así que gateé a su alrededor y descubrí su tacto, sus imperfecciones, su olor. A partir de aquel momento, percibí que la mesa formaría parte de mi catálogo personal de sensaciones.
Crecí, y sólo me arrepiento de una cosa: el haberme privado, con el paso de los años, de la posibilidad de recobrar la experimentación de tales sensaciones, porque a veces nuestra idiosicrasia se compone de ciertas necesidades que, inexplicablemente, nos vuelven un poco más a la vida que creíamos extinta.
Algún día volveré a entrar en ese salón. Entraré y gatearé alrededor de la mesa como una loca.
Me alegro de haberte evocado aquella mesa, si es que realmente significa tanto para ti. Yo creo que las cosas no valen nada cuando carecen de historia. Los objetos que son sólo presente son pura sensación y carecen de espíritu. Los objetos que valen son los que sugieren, los que recuerdan, los que a través de las sensaciones suscitan sentimientos. Aborezco los juicios prácticos, aquellos por los cuales se deduce el precio de una finca, o se decide cuál es el trazado idóneo de una autovía.
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