Llevamos dos semanas parados en el mismo lugar, arriba el sol, en mediodía perpetuo, abajo el mar, como una tabla. La tripulación está tan afligida, que es incapaz de atar un cabo, de darse un chapuzón, siquiera de alimentarse, y desesperada se esparce por el suelo de la cubierta, como un montón de brasas amarillas.
Camino vacilante entre los cuerpos. Apenas parecen de marineros. Se han desgarrado la ropa, se han arañado hasta hacerse sangre, y luego se han quedado quietos, respirando ruidosamente, recogiendo con la legua el enorme charco de sudor que crece por el entablado.
La cabeza me da vueltas y la luz rechina en lo más hondo de mis pensamientos. Me siento en una esquina agotado y me pongo a escarbar una sombra minúscula. El calor me hunde en la madera, apisonado. Alrededor, las frescas aguas del océano están demasiado lejos. No quiero ni mirarlas.
Imagen: Amanecer con monstruos marinos, William Turner.
14 de abril de 2007
Encadenados
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