Estuve toda la tarde mirando por la borda. El espectáculo era maravilloso. En todas direcciones, el océano inmenso, con la ronca y sutil respiración de un durmiente, hinchaba y menguaba con solemne parsimonia su pecho de áspero pelaje, y las sombras de las subes lo surcaban como las vetas el mármol. Mientras tanto, nuestro velero avanzaba furioso, los lienzos blancos rugiendo llenos de aire, las sogas tensas, las relucientes banderas centelleando avante, todo arropado de empavesadas de plata, de nupciales velos de gasa. Y allí, en el costado de roble, grande y arrogante: F.O.R.T.U.N.A.
No hay ni habrá momento más feliz. Pues el detalle más insignificante es ante mis ojos como la escama palpitante de una gran criatura universal. A mi alrededor, la materia constituye una aparición prodigiosa, espectacular, que obedece a algún propósito sobrenatural. Las olas, las nubes, el gemido de los maderos, toman ante mí dimensiones épicas. Pero sin mí no serían nada, y fenecen apenas aparto la vista. Pues yo soy su dueño, y yo soy, obviamente, Dios, como espectador original, único y milagroso.
Paseo a orillas del mar, Joaquín Sorolla
27 de xaneiro de 2007
Fortuna
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