Nos hicimos al mar una tarde, cerca de primavera. Soplaba alegre el viento, henchía las velas y empujaba las nubes, que nos adelantaban largas y estiradas como serpentinas. Yo era pura admiración de todo lo que había a mi alrededor. No tenía pensamiento ni recuerdo alguno, nada que naciese en mi interior. Pues toda felicidad venía de fuera, toda felicidad era pura impresión, y sólo existían los sentidos. La luz fulgurante, de oro, de plata, que traspasaba el alma; el rumor del espumoso latido; la caricia de la brisa cargada de húmedas centellas; el olor marino...
Apenas recuperé el aliento, miré atrás, a la tierra que habíamos dejado. Pero ya nada quedaba de ella, todo era océano alrededor. No supimos más del lugar del que veníamos; lo habíamos olvidado todo. Decidimos no preocuparnos por eso entonces. Por delante, quedaba un mar inmenso que atravesar, y se anunciaba un viaje largo. Me acomodé entonces en la estrenada fuerza. Se columpiaba la nave sobre el mar, saltaba como un pez volador, hendiendo las olas, ya lanzándose hacia arriba, ya cayendo con estruendo en un torbellino de espuma.
Imagen: Mar encrespada en un muelle, Jacob von Ruisdael
0 comentarios:
Publicar un comentario