Muchas noches, cuando veo la calle desde la ventana o cuando paseo por la concurrida avenida, regreso en sueños a aquel lugar y me imagino cómo se encontrará en ese preciso instante: con toda seguridad solo y en penumbra, sumido en el más absoluto silencio. Y se me antoja un lugar de paz y de perfección, inaccesible y oculto al mundo, de una hierba suave y fragante en la que recostarse sin temores durante largos años.
No hace mucho me encontraba yo, por una serie de circunstancias que no vienen al caso, no muy lejos de aquel lugar cuando cayó la noche. Decidí entonces que era mi oportunidad de hacer del sueño realidad o, más bien, por decirlo así, de comprobar hasta qué punto la estampa en la que yo creía tomaba realmente forma cada noche en aquel lugar misterioso.
Así que me adentré por los viejos caminos que tan bien conocía y desemboqué después de un tiempo detrás de los árboles, en ese amplio territorio sin luces dominado por la casa abandonada. No obstante ahora, al mirar desde los deprimidos prados del norte, los que de día más ensalzaban las vistas, ascendía por las nubes del cielo el machacante relámpago de los aerogeneradores, nuevos dueños de la montaña, desgarrando el delicadísimo resplandor de la luna y el silencio mismo que yo había imaginado.
No por ello me resultó menos sobrecogedora la imagen de aquel gigante abandonado cuando alcancé el viejo campo de los manzanos, al fondo del cual se alzaban los tupidos muros de piedra amoratados y las pequeñas ventanas disueltas en la tiniebla. Todo ello se aparecía bajo aquella luz extraña como el antiguo caparazón de un molusco prehistórico, como el retuerto cuerpo de una momia, hueco, fosilizado, progresivamente engullido por la vegetación y por un ejército chirriante de insectos que acudían a infiltrarse en sus destartaladas entrañas.
Ya con mucha dificultad avancé por entre las zarzas y las ortigas, parte anestesiado por la monumental presencia y parte convencido de la benignidad que en último término representaban unos picotazos que no hacían sino iluminar, a golpe de descarga eléctrica, un remolino de recuerdos felices.
Entonces, justo cuando desemboqué en el patio delantero y pude contemplar en toda su amplitud la sombría fachada, se desató el horripilante sonido de la campana, el atronador e inconfundible bramido del viejo reloj de pedestal, palpitante como por prodigio en el abismo de aquella tumba. Sentí entonces el más simple y puro terror de toda mi vida, un terror vertiginoso que me paró el corazón durante doce campanadas reverberantes y espantosamente familiares.
Imagen: la mansión Derceto, escenario del videojuego Alone in the Dark (Infogrames, 1992)
Ilustración relacionada: Fantasmagoría
30 de setembro de 2011
El despertar del fantasma
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